Por Santiago Díaz Benavides Foto Angosta Editores
El Espectador
Santiago Gamboa ha dicho que mientras leía este libro sintió que se le quemaban los dedos. Una imagen fuerte, pero diciente de lo que puede llegar a experimentarse con esto que ha escrito Estefanía Carvajal Restrepo, una joven periodista que pasa sus días al interior de la redacción del diario El Colombiano, en Medellín. El libro, publicado por la editorial de Héctor Abad Faciolince e incluido en su colección Ébano de No Ficción, sufrió un percance durante el momento de la edición y esa es la razón por la que sus últimas páginas están cubiertas con tinta. Lo que sucedió es que uno de los protagonistas de las historias no quiso aparecer en la publicación, y ya con el libro impreso no hubo otra solución más ecológica que la tinta. Es una pena para los lectores, pero qué bonito, más allá de todo, para la autora, saberse creadora de un libro que está envuelto entre tantas anécdotas y que ha podido ver la luz después de tanto esfuerzo. Yo creo que eso piensa, a veces, ella.
Ese nombre suyo que empieza con los tonos medios de la E y termina con la boca abierta de la A, lo escuché por vez primera a inicios del año 2016, cuando en la prensa circulaba la noticia de una joven periodista que comenzaba a sobresalir por su trabajo. En aquel entonces, Estefanía Carvajal era parte del equipo multimedia de El Tiempo.com y fue allí en donde encontré el primer artículo que hacía referencia a su galardón: “Estefanía Carvajal Restrepo (…) ganó este martes el premio del Círculo de Periodistas de Bogotá (CPB) en la categoría de ‘Mejor Tesis’ por su trabajo ‘Tras rejas extranjeras’. Este escrito narra las vivencias de tres colombianos privados de su libertad en Estados Unidos. A través de sus experiencias en las cárceles americanas, los protagonistas evidencian sus lados más vulnerables, sus miedos, sus necesidades y sus anhelos, pero también sus costados oscuros incrementados por el hecho de estar en prisión”. El texto está fechado el 10 de febrero y va acompañado de una fotografía de la feliz ganadora.
En ese momento, supe que algo bueno podía llegar a ocurrir con aquella joven que llevaba el cabello rojo casi hasta la altura del pecho. Cómo no pensarlo, cómo no esperar algo bueno si aquella periodista tenía la misma edad que yo. Lo que queda es tiempo, lo que vienen son días, lo que espera ahí afuera son historias que merecen ser contadas, y ya creo que ella se fijará en más de una.
La tesis original (Tras rejas extranjeras) fue rigurosamente trabajada por la editorial Angosta hasta darle la forma de un buen libro de No ficción. De tapas negras, con una “a” que evoca la imagen de un cercado alambrado, el título y el nombre de la autora en color blanco, el logotipo de la editorial, angosta aquí, angosta allá; un color beige de fondo para lo que viene siendo el texto ubicado en la parte trasera del libro, aquí también hay tinta para cubrir el nombre de quien no quiso ser nombrado; en el interior el color negro se mantiene, acompañado de tonos ligeros en los que resaltan mapas norteamericanos al inicio de cada historia. 221 páginas en total, un índice pintoresco, un preámbulo de César Alzate (quien dirigiera la tesis de Carvajal al interior de la Universidad de Antioquía), las historias de Asdrúbal Brid, Javier Marulanda y El Lince. Un libro fácil de cargar, aunque delicado si alguna lluvia bogotana llega a tocarlo en sus esquinas (me pasó, pero por suerte las tapas negras resistieron); una magnífica obra periodística que se trepa a las estanterías colombianas y, como lo dice Gamboa, producto de una muy buena autora que entra por la puerta grande del periodismo narrativo.
La primera historia es la de Asdrúbal Brid, un cartagenero que por andar metiéndose donde no debía, por querer hacer más con menos, terminó en problemas con la justicia colombiana y luego, con la norteamericana. Su carisma le permitió sobrevivir sin mayores complicaciones durante catorce años de prisión, pero el tiempo pasa lento al interior de una celda y eso a Brid le pesaba tanto como si cargara el mundo en su espalda. Pagó tres veces por la misma condena a causa del precario sistema penitenciario que en nuestro país se lleva a cabo, y por la indiferencia de los jueces estadounidenses, quienes no sienten lástima alguna por los extraditados que llegan a sus cortes. En la cárcel, Asdrúbal Brid conoció a todo tipo de cautivos, de casi todas las nacionalidades, y con muchos de ellos logró entablar una buena amistad, siempre buscando a su combo de colombianos. Apodado “El Mamaburra”, el cartagenero se hizo fama de servicial y así logró pasar los días que ahora recuerda lejanos, tras rejas extranjeras.
El 15 de mayo de 1983 fue capturado Carlos Javier Marulanda, protagonista de la segunda historia, en territorio norteamericano, por intentar venderles droga a los gringos. Se había aliado con una jovencita de dieciocho años a quien la cocaína le interesaba más que la vida misma; a ella le confió el contacto con los compradores y fue así como en un descuido terminaron en manos de la DEA. Resulta que uno de los compradores, por el que los apresaron a Marulanda y a la joven, era un informante llamado Lynn Wood. Así las cosas, la prisión era inminente.
De un lado a otro, sufriendo los abusos de los guardias más despiadados, encontrándose con los presos más peligrosos, reviviendo una y otra vez los fantasmas de su pasado, y perseguido por una intachable estrella de mala suerte, Marulanda pasó cerca de 30 años en la cárcel (ahora está libre y vive en Colombia), y en más de una ocasión estuvo en peligro su vida. Cuando el lector ya ha leído la primera historia y llega a esta, es imposible no establecer un comparativo y definir que sí, a este tipo le tocó una época difícil. Es este el pasaje del libro con el que más nos quedamos, por la complejidad narrativa que presenta y las fuertes imágenes que se nos relatan. Al llegar al final, de alguna forma, se siente alivio en las pupilas.
La tercera y última historia es la de El Lince, de quien no sabemos nombre en ningún momento. Oriundo de Medellín, este hombre con ojos azules estuvo desde 2011 hasta 2013 en la cárcel, primero en Colombia y luego en Estados Unidos. Corrió con la suerte (o la desgracia) de compartir celda con personas a quienes ya conocía de antes; en ocasiones, la convivencia era difícil, pero siempre aparecía la forma de hacer que las cosas mejoraran. El Lince era un tipo rezandero, no se metía con nadie y tampoco se metían con él, no porque fuera el más matón o peligroso de todos, sino porque tenía tras de sí el legado de sangre que dejó Pablo Escobar. Cuando un paisa es puesto en prisión ajena a su territorio, el ‘patrón del mal’ suele convertirse en una especie de ángel de la guarda. ¿Quién se va a querer meter con alguien que viene del mismo lugar en el que nació, vivió y murió uno de los delincuentes más temidos del mundo? Así pues, el tiempo que estuvo como prisionero, El Lince lo pasó sin mayor inconveniente, casi como Asdrúbal Brid, y para pasar los días hizo algo que había jurado no volver a hacer desde que consiguió su título de bachiller a los veintidós años, animado por su esposa: estudiar. El Lince prefirió estudiar a quedarse parado sin hacer nada al interior de una celda incolora y más fría que la sangre de un asesino. Logró superar un examen con el que lograba conseguir el título de bachiller en territorio estadounidense y canadiense, y ante todo pronóstico lo nombraron profesor de los futuros aspirantes; se dio cuenta, entonces, de que era muy bueno con las matemáticas. Cuando llegó el momento de volver a la libertad para ver a su familia y a los amigos con los que jugaba fútbol y bebía cerveza, El Lince estaba dichoso y los últimos tres meses fueron los más largos de todo su encierro. Finalmente, se reunió con los suyos y ahora pasa sus días en la ciudad de la eterna primavera, recordando una dieta excesiva de manzanas y atesorando la mirada de su esposa por las mañanas.
El tiempo se hace eterno tras unos barrotes, los minutos se hacen horas y las horas parecen días. Sea cual fuere la razón por la que estos tres personajes se vieron en la necesidad u obligación de transitar por el camino equivocado, no queda duda de que ya han purgado sus pecados y están comprometidos consigo mismos a no caer de nuevo en malos pasos. Asdrúbal Brid, Carlos Javier Marulanda y El Lince son tan solo algunos ejemplos de los muchísimos colombianos que han pasado sus días, o que los siguen pasando, al interior de una prisión extranjera, alejados de los suyos, viviendo el flagelo de la distancia y el frío, pagando con creces por sus errores.
Estefanía Carvajal Restrepo ha logrado dar el paso necesario, ha escrito un muy buen libro con el que se ha metido por la puerta grande de la literatura colombiana y que la ubica, me atrevo a decirlo, como una de las periodistas con más proyección en nuestro país. Ojalá que no pierda el toque, el deseo, la disciplina y la pasión de contar historias, porque lo que hizo acá le deja el listón bastante alto, al decirnos a nosotros, sus lectores, que a veces las cosas buenas se pagan con cosas malas.