Por Rolando Pérez Betancourt
Granma (Cu)
Nunca conocí a nadie capaz de escribir en el barullo de una redacción con tanto ensimismamiento como el Indio Naborí.
Escribir poesía, artículos y reportajes.
Era 1961 en el periódico HOY, tenía 15 años y había comenzado a trabajar en la imprenta como aprendiz de caja. Muchas veces, al entrar en la redacción con las pruebas de páginas, veía a un hombre tecleando con dos dedos y concentrado al punto de que el cañonazo de las nueve, disparado a su lado, no lo hubiera conmovido.
Terminada su faena –pronto nos haríamos amigos– el Indio Naborí se desdoblaba en un ser simpático y ocurrente a quien Genaro, el regente del taller, siempre obsesivo con la hora del cierre, debía convencer de no entretenernos demasiado.
En ese entonces el Indio dirigía una página agraria y escribía una poesía diaria en una sección que, si la memoria no me falla, llevaba por título Al son de la historia.
Se vivían momentos tensos –antes y después de la invasión norteamericana por Girón– y el traje de miliciano se imponía como prenda cotidiana que, por mucho tiempo, Naborí haría suya. Una madrugada me tocó hacer la guardia junto a él en la entrada de HOY. Una semana antes el periódico había sido tiroteado por su puerta trasera, desde donde se despachaban los paquetes de periódicos salidos de la rotativa, y la noche no estaba como para ponerse a contar estrellas.
Pero fue una velada inolvidable escuchando al Indio hablar de poesía y Revolución, mientras no le quitábamos la vista a las sombras de la Avenida Carlos III.
En los años 80 tuve la ocasión de subir a La Plata, Sierra Maestra, junto a un grupo de escritores: Recuerdo, entre otros, a Fina y Cintio, Salvador Bueno, Dora Alonso, Gustavo Eguren, Manuel Cofiño, Miguel Barnet, Pablo Armando Fernández y el Indio Naborí.
Resultó una ascensión alegre y llena de anécdotas, porque todos, aun los de mayor edad, llegaron a la Plata, pero al recordar la aventura, y a los que ya no están, una imagen abarcadora relumbra concluyente: la manera apoteósica en que era recibido Naborí en cada vivienda campesina visitada a nuestro paso. Los residentes no lo querían creer, aplaudían, reían, allí estaba su ídolo (no le temamos a la palabra) y para que no quedaran dudas de lo que aquel hombre significaba para ellos, madres, padres e hijos recitaban poesías suyas, no fragmentos, poesías completas, mientras el Indio Naborí, modesto como era, escuchaba conmovido.