Por Jacinto Antón Foto Manuel Escalera
El País (Es)
Se ha muerto Peter Berling y el mundo se hace más pequeño sin él, sin su inmensidad física y literaria, sin sus sueños grandes y sus teorías ocultistas y conspiratorias, sin su vasta cultura, sin su imaginación inabarcable, su gigantesca humanidad, su bondad, su amistad y su apetito. Y su inevitable sombrero.
Desde que en 1995 lo conocí en su pisito del Trastévere romano y tomamos un vino mientras observábamos la cúpula de San Pedro y él desgranaba con su vozarrón de ogro historias sobre las maravillas que esconderían los sótanos del Vaticano —y sobre los partidos de tenis con su amigo Klaus Kinski en los que la pequeña Natassja hacía de recogepelotas, una imagen que aún me atormenta— nos profesábamos una amistad jalonada por sus recurrentes visitas a España para presentar sus libros. Aquella primera vez en Roma al salir de su casa, embriagado de todo, casi me caigo al Tíber.
Me vienen a la cabeza otras dos imágenes inolvidables de Berling, ese Falstaff alemán: la ocasión en que se echó a dormir bajo la montaña de Montségur, enviándonos a mí y al fotógrafo Joan Sánchez que viajábamos con él para un reportaje sobre su obra, a visitar solos el legendario castillo cátaro mientras el disfrutaba la siesta, y la vez en que también cayó fulminantemente dormido, entonces sobre una fideuá, en un restaurante barcelonés (sufría de narcolepsia ), dando con la cara en la paella. No nos atrevimos a despertarle porque parecía muy feliz.
Actor y productor de cine, novelista, gastrónomo, personaje de la intelligenza cultural europea, vividor, genial y entrañable caradura, aquí lo conocimos sobre todo en su faceta de novelista y gracias al editor Mario Muchnik que le publicó Los hijos del Grial, aquella desmesurada —casi tanto como él— historia sobre los niños descendientes de Jesucristo y Maria Magdalena (sangre real= santo Grial) y un Gran Proyecto de Reino Universal juntando la simiente de Cristo y la de Mahoma que se adelantó a la moda de la literatura de enigmas esotéricos y al thriller conspirativo representado por Dan Brown y su Código Da Vinci.
Hoy el lector probablemente recuerda aquel monumental y feliz batiburrillo de cátaros, inquisidores, asesinos de la secta del viejo de la Montaña, templarios, mongoles, bogomilos, mamelucos, cabalistas y otras especies con asombro por lo colosal del empeño narrativo y también recuperando el agobio que significaba seguir una historia que avanzaba tumultuosamente hacia no se sabía dónde (probablemente no lo sabía ni el propio autor) y te dejaba a la vez sin respiración y sin asideros.
Los hijos de Grial, con su característico dramatis personae al final que te servía para orientarte un poco, fue teniendo continuaciones que a menudo parecían extensiones más alimenticias (y valga la palabra con Berling) que justificables argumentalmente, pero que siempre significaban un reencuentro estupendo con aquella personalidad arrolladora y fascinante.
Nacido en Messeritz-Obrawalde en 1934, Peter Berling entró de pequeño en las Juventudes Hitlerianas , como todos los niños entonces, y el día en que le dieron su uniforme corrió orgulloso a enseñarlo en casa, donde aprovecharon para revelarle que era de familia judía. Siempre me encantó esa anécdota que resume mucho de lo irónico, autoparódico y absurdo que tenía Peter.
Aún hoy no sé cuánto se creía de verdad de todas esas historias esotéricas sobre el Grial de las que hablaban y escribía. No lo averigué ni visitando con él Rennés-le-Château, los predios del abad Saunière. Para mí que fiftty-fifty. En todo caso hubiera sido capaz de embaucar a Himmler vendiéndole una escoba como si fuera la Lanza del Destino.
Está por publicarse su biografía novelada, que valdrá la pena leer. Decía que descendía de una aristocrática familia francesa con varios condestables y mariscales de Francia, algunos decapitados y una abadesa guillotinada. Y que sus antecesoras (no la abadesa) huyeron a Alemania durante la Revolución. Vaya usted a saber.
Berling fue antes hombre de cine que escritor y de hecho llegó a la literatura casi por casualidad. Amigo y productor de Fassbinder y de Herzog, apareció como actor en películas de ambos, como en Aguirre, la cólera de Dios, donde muere y poco más. Probablemente fuera la única persona del mundo que era amiga de Klaus Kinski y al que este, un auténtico monstruo, le correspondía. Hizo muchos cameos en su vida. Muy conocido es, por ejemplo, su breve papel de ecleciástico en la versión cinematográfica de Annaud de El nombre de la rosa, una historia, la de Eco, con la que tanto tenían que ver sus propios intereses.
Enfin, Peter Berling se nos ha muerto y aunque sigue vivo en su alter ego de Los hijos del Grial, el orondo franciscano Willem von Roebruck (un personaje real pero al que el escritor insufló muchas de sus propias características), le vamos a echar mucho, muchísimo de menos. De todo lo que dijo, retengo una frase preciosa que es todo un leitmotiv y que firmarían sus queridos Trencavel de Carcasona: “Lo importante del Grial es buscarlo”.