Por Juan Carlo Fangacio
El Comercio (Pe)
Aunque ya tiene dos libros sobre el tema de la choledad, Marco Avilés aclara que no es un especialista o un científico social. Ni pretende serlo. “Este es un libro testimonial, escrito desde el hartazgo, entre las redes sociales y mi blog”, dice sobre “No soy tu cholo”, la obra que presentará en la Feria del Libro junto al ministro de Cultura, Salvador del Solar. Será este viernes 28 de julio, fecha patria precisa para pensar un gran problema.
— ¿En qué se diferenciaría este libro con tu anterior obra, “De dónde venimos los cholos”?
Si tuviera que hacer una comparación con la música, diría que estos textos son algo así como los lados B. “De dónde venimos los cholos” es un libro de crónica clásica, de reportaje, donde trato de mantenerme siempre en un segundo plano y privilegiar a los personajes. En “No soy tu cholo” hay más textos en primera persona, en los que saco todo lo que siento. Es, creo, un libro de exorcismo personal, de liberación, donde todo es absolutamente subjetivo.
También tiene un tono más furioso, respondón. ¿Esa es una postura muy personal tuya? ¿O crees que sublevarse es la única forma para superar ese problema?
La forma en que yo hablo sobre el racismo y el choleo está estrechamente ligada a mi biografía, a la manera en que a lo largo de los años yo he descubierto y asumido mi choledad. En ese sentido es muy diferente a lo que pueda decir un científico social como Guillermo Nugent o escritores como Arguedas y Jeremías Gamboa. Cada una de estas personas escribe sobre la choledad a partir de lo que su posición dentro del juego social le va diciendo. Yo he aceptado mi choledad y he encontrado su riqueza no hace mucho. Y quizá por eso el libro parece que estuviera en voz alta, como gritando. Es hartazgo, cansancio de descubrir que la choledad en el Perú está fondeada, como una riqueza que tratamos de mantener encerrada, a veces hasta en el basurero. Creo que el Perú podría ser mucho mejor si más personas asumimos que la choledad es un activo.
—Hay un tema que siempre surge: el argumento del racismo inverso, de la gente que dice que la discriminan por ser blanca. ¿Por qué no es lo mismo?
Ambos casos de discriminación forman parte del mismo problema porque el racismo es violencia. Y vivimos en una sociedad racista y violenta. Violenta con los cholos en gran medida. Lo sabemos por nuestra historia: el Tahuantinsuyo pasó de tener 12 millones de habitantes a tener 2 millones debido a la masacre de indígenas. Esa población diezmada, dominada, pasó a convertirse en una minoría no por ser menos, sino por ser más débiles. Entonces la discriminación al cholo subraya esa debilidad, la del cholo que debe trabajar como esclavo. Ese no es el caso de las personas blancas o mestizas. Es como lo que ocurre con los negros en Estados Unidos, quienes sufrieron la esclavitud.
—Históricamente, ¿se ha abordado correctamente el tema en la literatura y el periodismo?
Creo que la choledad, la discriminación, el racismo, son una especie de temas tabú. Cosas en las que preferimos no pensar hasta que no ocurre algo fuerte: que a un artesano no lo dejen entrar a Larcomar, que una señora le grite “cholo de mierda” al portero. Pero el infierno no son esos casos aislados. El infierno real es la gran división entre un sector y otro. Lo vemos con los apellidos que nunca se unen: los Aljovín o los Brescia no se mezclan con los Mamani, los Quispe o los Cutipa. Ver esa separación me hace sentir que el siglo XXI no es esa modernidad con la que debemos sentirnos conformes. Siento que no estamos tan lejos de la Edad Media y que el futuro ideal en el que ser blanco, chino o cholo no signifique nada sí está muy lejos. Cuando estos apellidos separados por un abismo se comiencen a cruzar –en el sentido más animal y también en el más metafórico–, creo que podremos decir que estamos avanzando.
—También señalas que el periodista no suele tocar esos temas.
No se suele hacer porque son problemas estructurales y a los periodistas nos cuesta tocar estos temas fuera de las entrevistas con especialistas. Pesa más la fuerte presión de la coyuntura, todo el tiempo estamos aplastados con la urgencia de las crisis ministeriales, el conflicto político. Pero creo que tan importante como hablar sobre la economía, es discutir qué está haciendo el gobierno como país para resolver el problema del racismo. Me gustaría saber, por ejemplo, cuál es el impacto económico del racismo, de tener marginadas a comunidades y poblaciones enteras en la sierra o la selva.
—Y al margen de todo lo que has analizado, ¿crees que la gente se está dando cuenta? ¿Ves alguna mejora, aunque sea leve?
Bueno, ahora que vivo en Estados Unidos mi contacto con el Perú se da básicamente por las redes sociales, por algunos medios de comunicación y por lo que me cuentan los amigos, la familia. Mi percepción es que el racismo está allí, como un tema, como una constante. Sea porque la gente se está quejando o porque brota un escándalo. Eso me parece positivo porque hace sentir que el problema existe. Pero aún falta trasladar ese problema a los espacios donde se pueda resolver. Las escuelas, por ejemplo. De mi paso por la escuela no recuerdo que se hablara sobre racismo ni que los profesores nos hicieran reflexionar a los estudiantes sobre nuestros distintos colores de piel. Lo que yo veía era un 'bullying' permanente al cholo, al negro, al que era diferente.
—También es común decirle al que se queja que es un resentido, un acomplejado. ¿Cuál sería la respuesta a eso?
Es cierto, incluso hay cholos o mestizos que dicen “solamente los acomplejados se quejan”. Esa me parece una reacción muy rápida y muy cómoda ante el problema. Porque cuando eres cholo o negro, no blanco, las cosas son más difíciles para ti si tienes ciertas ambiciones. Tus apellidos, tu historia, tu color, de todas maneras van a ser un obstáculo para ser gerente general de un banco. Eso es innegable. En el Perú nos leemos la piel todo el tiempo, y los apellidos significan muchísimas cosas. Aquellos que acusan a los cholos de acomplejados, me parece que no entienden de qué se tratan esos privilegios y desventajas. Como si no quisieran reflexionar sobre el problema, se taparan los ojos. Es una negación, como la estrategia del avestruz que mete la cabeza en el hoyo. Y eso no me parece una actitud constructiva, pues creo que hay que enfrentar el problema.
— ¿Ser cholo en el Perú es igual a ser migrante en Estados Unidos?
Yo diría que son equivalentes en muchos sentidos, por cuestiones de privilegio y desventajas. El inmigrante latino en Estados Unidos está siempre en desventaja respecto al blanco, de una manera parecida al cholo que baja a Lima y que siguen viendo como el otro, como el foráneo, el que no tiene los mismos derechos.
—Tu esposa, que es estadounidense, aparece mucho en el libro. ¿Dirías que se ha vuelto un punto de referencia en tu idea de ser cholo?
Sí, definitivamente. Annie y yo conversamos todo el tiempo y nos vemos mutuamente en nuestras propias luchas. Me ha ayudado también venir a esta parte de Estados Unidos [Maine] porque ella es blanca, pero a la vez campesina. Es un tipo de persona blanca que yo no conocía. Para mí, antes todos eran privilegiados. Pero aquí el gringo rural vive con desventajas respecto al gringo de la ciudad. Se vive una discriminación parecida a la del peruano de ciudad y peruano del campo.
En el libro cuentas que ella te hizo notar que Lima es una ciudad en posguerra…
Como limeño, yo no lo notaba. Pero ella ha vivido en Chile, Bolivia, Brasil, y cuando yo empecé a vivir con ella en el Perú, me hizo notar cosas muy escandalosas, como que la gente se odia de una manera que no había visto en otro lugar. Y sí, hay muchas cosas que a nosotros nos parecen normales, pero que son típicas de ese espíritu de autoconservacion de las guerras. En los años 80 y 90 los jóvenes no salían a divertirse por el miedo a las bombas o cosas así. Y esa juventud contenida, que ahora es adulta, sale con euforia, casi con un saldo de cuentas. Nada importa, el mañana no existe. Esa manera de construir la ciudad sobre terrenos públicos, por ejemplo, es alucinante, no se ve en otras partes. Y eso pasa siempre después de la guerra, cuando la gente está como en frenesí.