Por Paula Corroto Ilustración Fernando Vicente
El País
El traductor es una especie de fantasma en el mundo editorial. Su nombre pocas veces aparece en las portadas de los libros y suele quedar reducido a la primera página. En letras muy pequeñas, casi imperceptible. Y, sin embargo, su voz está por todo el relato. Son muchos los que afirman que los lectores en español no sabrían nada de la riqueza lingüística de William Faulkner o Günter Grass sin el trabajo de Miguel Sáenz; la de Jane Austen sin José Luis López Muñoz; o de la singular y dialectal de Andrea Camilleri sin Carlos Mayor.
Pero no son ellos los que se llevan la gloria. “Somos muy invisibles”, reconoce Carlos Fortea, presidente de la Sección Autónoma de Traductores de la Asociación Colegial de Escritores de España (ACETT). Y con un trabajo muchas veces ingrato: según el estudio presentado el pasado mes de julio sobre el valor económico de los traductores, elaborado por el Ministerio de Educación y Cultura, siete de cada diez tiene que dedicarse a otro trabajo para poder sobrevivir.
Este 30 de septiembre se ha celebrado el Día Internacional de la Traducción, que se conmemora desde 1991, y el propio Ministerio, en colaboración con ACETT, ha lanzado una campaña de apoyo a la labor de estos profesionales. Porque son muchos los obstáculos con los que se topan en su rutina. Como resume Fortea, entre otras cosas, “los sesgos, las jergas, son difíciles. Es como si tuvieras que traducir expresiones como 'el rosario de la aurora' a otro idioma”. Complicado.
Varios traductores comentan a EL PAÍS algunas de estas piedras en el camino que les ponen los textos. Carlos Mayor, que lleva treinta años en la profesión, sabe bien de ello, ya que se encarga de manejar el correoso lenguaje de Andrea Camilleri: “La forma de hablar de [el personaje] Catarella, el recepcionista de la comisaría de Montalbano. Es un aspecto muy famoso de estas novelas. Catarella habla en un idioma propio, mezcla de siciliano, italiano, meteduras de pata e inventos propios. Eso da lugar a muchos equívocos humorísticos. Puede decir, por ejemplo: '¡Ay, dottori! Parece que estaría en línia un siñor el cual se llamaría Lopongo y el cual dice él que querría hablar inmediatísimamente con usía personalmente en persona”, comenta.
Su colega Jesús Cuéllar, que ha traducido entre otros a Tony Judt (Posguerra), recuerda: “Tuve que darle vueltas a la jerga barriobajera de Boston en los años 40 para una obra sociológica que traduje, que se componía de múltiples testimonios de pandilleros. O en las dificultades que me planteó la jerga de los músicos negros de jazz de EE UU para la autobiografía del trompetista Dizzy Gillespie”.
Carmen Franci, traductora de autores como Toni Morrison, Nadine Gordimer o Joyce Carol Oates, entre otros, también resalta aquello que nunca hay que hacer: “Los acentos locales son siempre irreproducibles y la solución es siempre insatisfactoria. El autor puede hacer que sus personajes hablen jergas carcelarias propias de un tiempo y un lugar concretos, pero el traductor no tiene recursos descriptivos para esa realidad en su lengua de llegada. Dicho de otro modo, queda ridículo traducir el cockney londinense por el cheli madrileño; no funciona, al lector le da risa. Y no digamos ya lo que opina el lector hispanoamericano”.
Otro problema es la información entre líneas, los sobreentendidos, sobre todo cuando quedan alejados en el espacio y en el tiempo para el lector de la traducción, tal y como afirma David Paradela, traductor de La piel, de Curzio Malaparte. “Cuando un autor como John O’Hara dice que tal persona luce tal insignia en la solapa o conduce tal coche está diciendo mucho más de lo que dice, está describiendo al personaje sin describirlo”, apunta.
Y no sólo es complicada la traducción literaria, también la de los textos técnicos exige una gran destreza. Así lo afirma Itziar Hernández Rodilla, traductora de libros como Corazón, de Edmundo de Amicis, que tuvo que enfrentarse en una ocasión a una traducción enjundiosa sobre un producto: “Eran las frases que decía una muñeca destinada a ser vendida en todos los países de habla hispana y fue una de las más complicadas que tuve que hacer. Ese mito del español neutro...”.
No sólo el chino se atraganta
La percepción es que los idiomas más alejados del español, como puede ser el chino o el japonés, son el gran abismo. Sin embargo, los profesionales desmienten la mayor. No por estar más cerca las facilidades aumentan. Alicia Martorell, que trabaja con el francés desde los años ochenta –a ella se deben traducciones de Roland Barthes, especialmente El discurso amoroso, y El segundo sexo, de Beauvoir–, destaca que “en las lenguas romances, es decir, las que se parecen, el problema es distanciarse, no dejarse llevar por la música, la sintaxis o por una falsa sensación de equivalencia, no dejar de descodificar y de desmontar completamente el texto para montarlo luego en español”.
Martorell también ve las problemáticas del inglés, en parte porque estamos cada vez más acostumbrados a los anglicisimos. “Dado lo deprisa que va todo, cuando intentas crear un término en español, el término inglés está ya tan asentado que no hay quien lo mueva, no nos da tiempo. Y te encuentras sectores enteros en los que nadie te entiende si buscas un término español diferente del inglés que están acostumbrados a escuchar”, sostiene.
Ni siquiera idiomas tan cercanos al español, como el catalán, ofrecen mucha confianza. “El original siempre te reserva trampas a la vuelta de la esquina. Y la cercanía de los idiomas muchas veces es engañosa. Yo tengo que ir con pies de plomo al traducir del catalán al castellano, cosa que hago muy a menudo. Resulta complejo y arriesgado, como cuando traduzco del inglés; aunque las dificultades se escondan en otros rincones de la frase”, manifiesta Mayor.
En cualquier caso, todos los traductores resumen su profesión en la capacidad para meterse en la piel del escritor. “Tenemos que captar y reproducir la voz del autor y la de los distintos personajes. En este sentido, creo que nos parecemos mucho a los actores o a los intérpretes de música. El original sería la partitura, nuestra versión sería la música que llega al lector”, zanja Franci. Una labor tan pocas veces reconocida.
Internet y la globalización
Mucho han cambiado las cosas desde que los traductores trabajaban con máquinas de escribir, papel carbón y típex. Tiempos en los que se pasaban horas en las bibliotecas consultando términos, expresiones e incluso ambientaciones de los libros. La llegada de internet lo trastocó todo. “Se ha convertido en una fuente de información maravillosa y no para de mejorar. Por ejemplo, cuando empecé a traducir La pequeña Dorrit, de Dickens, busqué en internet detalles sobre la cárcel de Marshalsea, en el Londres del XIX. Aunque me hice una idea muy útil de cómo era, y eso me ayudó a traducir, volví a buscar sobre el mismo tema cuando estaba ya repasando la traducción, nueve meses más tarde. La información disponible era todavía mayor y mejor; había multitud de grabados y dibujos que me ayudaron muchísimo a ver lo que Dickens describía”, explica Carmen Franci.
Otro de los cambios tiene que ver con la globalización del lenguaje. Todos conocemos palabras de otros idiomas, como “sushi”, que provoca que los traductores no tengan que darle tantas vueltas para buscar una palabra que se asemeje en su significado. “Ahora las diferencias culturales son más fáciles de salvar. Si mi abuela hubiese leído que Kafka Tamura dormía en un futón, no habría sabido seguramente de qué se hablaba. Hoy, ¿quién no ha pensado en tener uno en casa?”, comenta Itziar Hernández. Las dificultades, para la gran mayoría, siguen siendo otras.