Por David Marcial Pérez Foto Adolfo Vladimir Cuartoscuro
El País (Es)
Leonardo Padura ha vuelto al lugar del crimen, la casa mexicana de León Trotski. Le ha invitado otro de los personajes de su novela, Sieva, aquel niño que en el patio trasero del edificio donde este viernes están los dos sentados, jugaba con los galgos rusos de la familia hasta que un piolet asesino acabó en 1940 con la vida de su abuelo. Al lado de Esteban Volkov Bronstein, Sieva, como llamaba el jefe de Ejército Rojo cariñosamente a su nieto, el escritor cubano explicó los detalles del proceso de más de 20 años que culminaría en la publicación de El hombre que amaba a los perros, su gran novela basada en una historia real donde, como le dijo un amigo, “todos mienten”.
“Yo quería saber qué tan malo era ese tal Trotski”, contó Padura recordando que en la Cuba de los 80, cobijada desde hacía dos décadas bajo el manto de la Unión Soviética, “se hablaba de él en voz baja o se le llamaba el gran enemigo”. Su primera indagación fue ir a buscar a la biblioteca central de La Habana, donde sólo encontró dos libros: Trotski, el traidor y Trotski, el renegado.
Con 34 años, su primera visita a Ciudad de México y a la casa-museo le conmocionó. Las alambradas, las torres de seguridad, la recreación del despacho donde se cometió el asesinato, las gafas rotas sobre la mesa. Volvió de aquel viaje con una cita de Marco Aurelio en la cabeza: “aquello estaba deseando ocurrir”. Era julio de 1989 y apenas 15 días después cayó el muro de Berlín. “Eso significó entre otras cosas que se abrieron los archivos de Moscú, y tuve mucha más bibliografía a mi alcance”.
El ascenso homicida de Stalin, los procesos de colectivización de la economía, el exilio a salto de mata de Trotski, las purgas a viejos camaradas. Comenzó a elaborar una cronología de todo aquello y la lista llegó a sumar 1.400 páginas. “En ese punto fui consciente de que estaba ante un material complejísimo”. También se dio cuenta de que su trabajo de documentación estaba descompensado. La balanza de Trotski rebosaba, pero su contrapeso dramático, su asesino Ramón Mercader era un gran vacío.
“Todas los documentos en los que se fue planeando fría y meticulosamente el asesinato llegaban en última instancia a Stalin, que después de dar las instrucciones pertinentes, los destruía”. Padura aprovechó ese hueco para aplicar la fabulación del novelista sobre ese personaje enigmático. “El mío es un Mercader posible, no el verdadero, porque nadie sabía la verdad sobre él”. Todo alrededor de aquel espía catalán era falso, empezando por el nombre: Jacques Mornard, Frank Jacson, Ramón López o Ramón Ivánovich López, como hasta hace poco rezaba su tumba en un cementerio moscovita.
Como Ramón López vivió sus cuatro últimos años, del 1974 a 1978, protegido en La Habana por los servicios soviéticos. “Cuando descubrí aquello fue definitivo, pensar que a aquel tipo me lo podría haber cruzado por el Malecón fue como si la Historia estuviera tocándome en el hombro”. Padura intentó hablar con sus hijos, viajó a Rusia, contactó con un familiar lejano en España y hasta coincidió que su médico cubano había tratado una vez a Mercader. Ninguno, ni siquiera el médico, pudo o quiso decirle nada. “Solo un par de personas que cuando las conocí no sabían quién era en realidad Ramón López pudieron darme algo de información”.
Así, por esa labor de detective, y porque el género negro es lo suyo, fue como decidió la estructura de la novela. Tres historias –la de Trotski, la de Mercader, y la de un joven escritor cubano, trasunto del propio autor, que investiga el vínculo entre los otros dos– saltando en el tiempo y retroalimentándose unas a otras. Un libro que bucea en la historia, en la política y, como toda buena novela policiaca, en una búsqueda moral. “Trato de no votar por uno o por otro, y hasta deslizo la pregunta de si es posible sentir compasión por alguien que fue manipulado desde niño y conducido al crimen”.