Argiro, en distintos momentos de una geografía tan colombiana como onírica, es el protagonista de El vendedor de espantapájaros (2019), libro en el que Milcíades Arévalo ajusta cuentas con su historia personal y la de su país.
Catorce relatos integran el libro. Todos susceptibles de abordarse en su condición de textos independientes o como los episodios de una obra mayor, más compleja, que el lector armará a partir de las peripecias y la voz de Argiro, héroe al que la orfandad obliga a tomar las riendas de su destino a temprana edad. Un personaje, para anotarlo con sus sílabas completas, muy colombiano. Uno que nunca puede faltar, según el registro del poeta Jaime Jaramillo Escobar ─otro tramitador de los invisibles caminos de nuestro país real─ en el epígrafe del libro.
Podría ser este el libro más personal del autor. Ilustrado incluso con fotografías a blanco y negro de sus abuelos y sus padres, tomadas en los violentos años cuarenta y cincuenta del siglo XX. Su materia narrativa gira en torno a los dramas de la familia campesina de Argiro, siempre amenazada por el hambre, el abandono y la violencia. Nada impediría, no obstante, leer la obra como la crónica reiterada de la familia de cualquier otro joven colombiano nacido a la sombra de todas nuestras violencias: viejas y nuevas, heredadas y adquiridas, silenciosas y espectaculares.
La de Argiro es la historia también, alegarán los lectores perspicaces, de mujeres y hombres que no perdieron la costumbre de amar, crear, trabajar y tenderle la mano a sus vecinos y a los forasteros, siempre en disposición de un recetario poco visibilizado que acaso explique algo que los manuales de historia o de sociología dejan por fuera a la hora de contestar a la pregunta de por qué los colombianos aún existimos como nación. El libro es también el testimonio de una nación abortada que se niega a desaparecer.
La lectura de estos relatos ─en especial “El fabricante de la lluvia”, “Inventario de invierno”, “La sed de los huyentes” y “El vendedor de espantapájaros” que presta el título al volumen─ sirve para mostrarnos sin tantas vueltas nuestras capacidades de resurrección, asombro, terquedad y esperanza, signos impensables en un país consagrado al odio, la orfandad, la muerte y la más sublime ramplonería. Tales variantes espirituales, encarnadas en Argiro sin alardes, están lejos de ser capacidades abstractas. Ni nacen de la nada ni constituyen hábitos sin impactos. Son disposiciones que contra todo pronóstico abrevan en el aguante, el sacrificio y la resuelta clarividencia de nuestras mujeres: abuelas, madres, maestras y hermanas, quienes, muertas o vivas, o muertas en vida, en las cocinas de sus viviendas humildes o en las vueltas de caminos intransitables, permanecen fieles al oficio de construir oportunidades para sus hombres y sus pequeñas comunidades. Una vocación, inexplicable a ojos de los escépticos, que Milcíades recrea una y otra vez en una prosa eficaz, poética y siempre movida por una infinita dosis de ternura: flujo inagotable en él y fácil de rastrear en el conjunto de su obra literaria, construida sin afanes y con todos los ojos posibles, a la manera cervantina.
El mundo de El vendedor de espantapájaros es un mundo personal. Mundo nutrido de experiencias reales, familiares y comunitarias. Sus historias pueden leerse, sobre todo en sus escenas más desesperanzadas, como metáforas comprensivas de un país atrapado en un laberinto de pobrezas, injusticias, desencuentros y violencias. El resultado más aparente quizá sea la puesta en escena de un país en el que los hombres tienden a perder la ilusión de vivir muy pronto, a encerrarse sin retorno en el desamparo, el rencor, o la bebida, como parece suceder con Evelio, amigo de vagabundeos y perrerías del protagonista en el relato “El tiempo no tiene horario”, texto que cierra el libro y el moroso balance de Milcíades con los fantasmas de su pasado más íntimo. La visión de la obra, sin embargo, dista de ser pesimista. La maldad o las desgracias han perseguido a Argiro, han jugado con él y su familia, pero él ha aprendido a defenderse de ellas, a no claudicar. La fórmula de su conjuro contra el mal es sencilla en su formulación: “Si nada me pertenecía, tampoco envidiaba a los demás”, le confiesa a Evelio en el bar de Santa Marta en el que comparten una botella de ron de pobres y en donde la noticia de la muerte de su padre le da alcance, cerrando un círculo y abriendo otro en la espiral de su vida andariega. Había marchado a una orilla del trópico a vender espantapájaros y, sin más, debe volver al encuentro de su padre muerto, de quien heredó el oficio. Regresará en tren al Cruce de los Vientos con algunos espantapájaros maltrechos y una celosa libreta de apuntes.
“Mi padre había muerto cuando yo apenas trataba de darle un sentido a mi vida. Había amado a sus hijos para que un día se parecieran a él, pero ni siquiera yo me parecía a su retrato”, se dirá Argiro ante el miserable ataúd de su padre en el hospital de caridad donde murió.
El vendedor de espantapájaros ofrece una visión optimista en medio del dolor, la orfandad y los desencuentros. Todavía el hombre conserva su capacidad para afrontar el mal y las desgracias sin recurrir a los odios heredados y las nuevas violencias. Son las razones de Argiro para un país enseñado a recelar, excluir y acallar las voces disonantes.
Vida y literatura hermanan al final de un largo viaje a personaje y autor. Ambos nacieron para sostener empresas imposibles a ojos de los otros. Como Argiro, Milcíades, el infaltable capitán de la revista Puesto de Combate, jamás renunciará a vender espantapájaros. No importa si las razones para mantenerse en el camino provengan de fuentes tan desiguales como el azar, la adversidad, el dolor o la esperanza.
Clinton Ramírez C.
Especial Pijao Editores