Por Gustavo Arango
El Universal (México)
Versión ajustada para El Tiempo
El 30 de julio de 1966, Gabriel García Márquez sentía que había terminado de escribir la novela para la que su vida fue una larga y paciente preparación. Vivía en la Ciudad de México y quiso compartir su alegría con su amigo Carlos Fuentes, quien estaba en París: “He aquí la noticia: se acabó 'Cien años de soledad'. Pulo los últimos capítulos, con unas dificultades de información más o menos tremendas: hoy necesito saber cuáles eran los métodos medievales de matar cucarachas, encontrar alguien que me traduzca un diálogo al papiamento y unas veinte exquisiteces más, pero ya estoy del otro lado.
En la drástica reducción final quedó de 550 cuartillas, pero mi ilusión es que agarren y tengan que ser leídas de una sola sentada. Siento que me quedó mejor de lo que yo esperaba, y que en ningún momento decae gravemente, y se sostiene el interés, el estilo torrencial y el disparatorio de la vida cotidiana en el Caribe. En agosto la mando a Sudamericana, que le prepara gran lanzamiento. Tiemblo de miedo, y espero ver qué pasa”.
En mayo del 2014, a los dos años de la muerte de Carlos Fuentes y solo un mes después de la de García Márquez, la Universidad de Princeton levantó la restricción que existía sobre la correspondencia entre Fuentes y García Márquez. Buena parte de esas cartas corresponde a los años de escritura y proyección inicial de 'Cien años de soledad' (1965-1969).
‘Esto se volvió un chorro’
“No se me ocurre un modo mejor de celebrar la primera mitad terminada de mi novela”, escribió García Márquez el 30 de octubre de 1965, “que contestando tu carta de Nueva York. El té dominical lo dedico a escribir. Hasta encontré el título de la novela: 'Cien años de soledad'. ¿Cómo te suena?” En esa misma carta, García Márquez habla de otra historia que empieza a obsesionarlo: “Esto se volvió un chorro, magister: encontré al fin la solución del dictador, con el título que ya conoces: 'El otoño del patriarca'. La otra noche, recordando el juicio de Sosa Blanco, encontré la clave: la novela debe ser el monólogo del dictador, decrépito, despistado, sordo, y ya casi completamente gagá, tratando de justificar sus actos durante 92 años en el poder, ante un tribunal popular que lo juzga en el estadio de béisbol. Ha sido una solución tan explosiva que la puedo tener lista en seis meses. Te imaginarás lo contento –e insoportable– que estoy con este hallazgo”.
Lo cotidiano le disputa la atención a su novela: “Mercedes, muy compungida, me informó que al cabo de 400 cuartillas estábamos debiendo 21.000 pesos”. Decidió que trabajaría medio tiempo en su novela y el resto lo ocuparía en escribir el guion de una película.
“El otro día estábamos en el jardín viéndolo todo negro, cuando llegó tu carta atiborrada de buenas noticias” –dice su carta del 25 de diciembre de 1965– “en los días malos, Mercedes dice: ‘Qué bueno que escribiera Carlos’ ”. Agrega en la carta que la novela avanza “a paso de tortuga” y que espera terminarla en mayo.
“Trabajo como un burro”, escribe en febrero de 1966. “La novela avanza, pero se hace cada vez más larga”. El 21 de mayo de 1966 reflexiona sobre la literatura latinoamericana. “La verdad, mi querido Carlos, es que nuestros antecesores no hicieron sino sembrarnos escollos en el camino, y nosotros enfrentamos el problema de descuajar la enmarañada selva de falsedades, que ellos inventaron, para después explorar la selva original. No sólo hemos partido de cero sino de más atrás y, si a pesar de eso estamos avanzando, es algo que merece ser reconocido con cojones”.
Carlos Fuentes había respondido con entusiasmo a la lectura de unos capítulos. “Lo que me decías en tu carta me ha llenado de alborozo”, escribe Gabo. “Llegó en un momento oportuno, en uno de esos días negros en que me pregunto si no estaré chapaleando en un pantano de mierda. Es lógico: nunca he trabajado tan solo, no tengo puntos de referencia, salvo, quizás, a veces, Rabelais, y sufro como un condenado no sólo tratando de meter en cintura a la retórica. Estoy doblando el cabo final, sintiendo que ya casi le doy, y todavía me faltan como cuatrocientas páginas. Todo esto, por supuesto, con el problema de siempre: al darle a la novela la prioridad que merece, descuido el pan de cada día, y lo peor es que ya nada me sabe a nada, sólo la novela, y no soy capaz de escribir una letra que no sea para ella”.
En mayo de 1966 empieza a pensar en la vida después de su novela. Considera una oferta, “sólo que muy estrecha de dinero”, para irse a Roma. “No salgo a ninguna parte, me pudro en mi salsa, le soy fiel a Mercedes como un perro, y ella está que se revienta de aburridora domesticidad. La perspectiva de Roma, por consiguiente, brilla en el horizonte”. A finales de julio, ya con la sensación de estar “del otro lado”, explica que no aceptó la oferta de irse a trabajar a Italia, pues las exigencias no le permitirían escribir. Ahora pide “una pista sobre la posibilidad de conseguir por seis meses, en alguna universidad de Estados Unidos, una pensión de escritor residente”.
“La novela del dictador ya me atropella y necesito ver qué hago, pues no tengo derecho a someter a Mercedes a la prueba que le hice con 'Cien años de soledad'. Hemos pasado ocho meses muy duros, estamos en la ruina y cargados de deudas que tengo que pagar de aquí a diciembre, para empezar el otro libro en enero”.
El 30 de septiembre de 1966, 'Cien años de soledad' estaba terminada: “Master querido: no le había contestado porque la novela me dejó una cruda horrible: de pronto me asaltó el terror de que en realidad no había dicho nada en 500 cuartillas y me encerré con el neurótico propósito de hacerla otra vez de otro modo. Todo se redujo, por fortuna, a unos cuantos machetazos, a limpiar todo un poco más, y ya está en Buenos Aires. La mandé sin mostrársela a nadie. Te imaginarás cómo estoy, todavía esperando que los lectores de Sudamericana me manden a decir que es una mierda”.
El 4 de marzo de 1967, García Márquez escribe: “Cien años sale en mes y medio, y el primer ejemplar te irá volando desde Buenos Aires. Ya corregí pruebas y encontré pocas cosas de que arrepentirme”. En esa misma carta esboza sus planes para los meses siguientes. Después de un periplo por Argentina, Colombia y Venezuela, planea radicarse en Barcelona por un año. “Para mí, se acabaron los primeros cuarenta años de trabajos forzados: a partir de ahora, aunque sea comiendo tierra, no haré nada más que escribir novelas”.
“Estoy prácticamente haciendo maletas”, escribió el 5 de junio. “Tengo un miedo de cucaracha ante la inminente aparición del mamotreto”. La novela llegó a las librerías de Buenos Aires ese mismo día. “En cuanto a Cien años”, escribió el 12 de julio, “estoy un poco aturdido: ya fue un cañonazo. Lo que más me gusta es que no hubo tiempo para esperar los críticos: se ha vendido a pura propaganda de boca. Créeme que le tenía mucha confianza a este libro, pero no creí nunca que saliera con esta fuerza explosiva. La sola noticia de que hoy lo estás leyendo me pone la carne de gallina”.
La respuesta de Fuentes no se hizo esperar. Estaba llena de exclamaciones, de mayúsculas, de conceptos eruditos y reacciones emocionales: “MAESTRO Y ARCÁNGEL!!! Tu carta acaba de llegar, y yo andaba como chapulín entre las brasas a punto de achicharrarme de ganas de escribirte, pero dispuesto a pasar cien años de ansias averiguando tus sucesivos paraderos y yo con la buena nueva en la punta de la lengua. CIEN AÑOS DE SOLEDAD ES UNA OBRA MAESTRA. Y como no te lo podía decir a ti, he aquí que en cuanto terminé, afiebrado, conmovido hasta la raíz, deslumbrado, tu libro, me senté a escribirle a Julio Cortázar porque iba a estallar si no hablaba con alguien que me lo entendiera todo”.
En su carta a Cortázar, Fuentes dice: “Acabo de leer 'Cien años de soledad' y siento que he pasado una de las experiencias literarias más entrañables que recuerdo. (...) Tengo la impresión de haber leído algo así como el Quijote latinoamericano: un Quijote atrapado entre las montañas y la selva, sin campos que recorrer, un Quijote enclaustrado que por ello tiene que inventar el universo a partir de sus cuatro paredes derruidas”.
Y vuelve a hablarle a García Márquez: “Lo que voy a hacer es sentarme a escribir un ensayo larguísimo, digno de Melquiades. (...) Te confieso que me siento aplastado con un blok del carajo. A ver cuánto me dura. Me parece inútil escribir después de leer tu libro. Es la misma impresión que se tiene leyendo la Biblia o los trágicos griegos. Todo ha sido dicho, el verbo ha encarnado”.
He quedado como el aire
“Todavía no empiezo 'El otoño'”, escribe García Márquez el 2 de diciembre de 1967, ya instalado con su familia en Barcelona. “Mi viaje por Sudamérica me ha hecho cambiar por completo la perspectiva que tenía de ese libro. 'Cien años de soledad' sigue vendiéndose como salchichón y ya sale la cuarta edición. Por otro lado, la editorial Sudamericana me ha resultado estupenda, me liquidan mis sustanciosos derechos con una religiosidad asombrosa y esto me está permitiendo hacer a largo plazo los planes europeos. Mercedes, con su sabiduría egipcia, lo ve y no lo cree. Yo, simplemente, estoy asustado pero trato de que no se me note. Todavía no he podido formarme una idea de este extraño planeta en que he caído”.
Le tomaría algún tiempo adaptarse al extraño planeta. Las distracciones permanentes lo alejaban de la novela del dictador. También, las dudas sobre lo que estaba haciendo. “Lo malo es que ahora la novela me va arrastrando, que ya no sé para dónde carajos me lleva ni cuántos tomos va a tener. Estoy haciendo lo que quería, es decir, lo que me saliera de los cojones”. Faltan seis años para que 'El otoño del patriarca' aparezca publicado. Con la novela sobre la soledad del poder –o de la fama– podrá hacer realidad su fantasía de los tiempos en que se resistía a terminar 'Cien años de soledad'.
El 30 de septiembre de 1966, con el manuscrito de su libro ya en Buenos Aires, le había escrito a Carlos Fuentes: “Después de este mundo terrible que estuve manoseando durante catorce meses –después de haberlo madurado durante diecisiete años– he quedado como el aire”. Antes de que la fama viniera a alterar para siempre su vida, al final de un esfuerzo tremendo del que apenas empezaba a reponerse, le confesó a su amigo su deseo secreto: “Fíjate que los últimos días de 'Cien años de soledad' empecé a hacerme el pendejo, y quería seguir escribiéndola toda la vida, en cien tomos, para no tener que enfrentarme otra vez a la pinche realidad cotidiana”.