Por María Jesús Espinosa de los Monteros
Jotdown (Es)
Hay que vivir en tercera persona (R. Piglia)
No siempre puede uno saber a qué ha dedicado una mujer o un hombre los últimos años, meses o días de su existencia. La vida se parece entonces a uno de esos filtros degradados en los que apenas se perciben los límites del final. Uno solo sabe que se acaba.
Fin.
El tercer y último volumen de los diarios de Ricardo Piglia —Los diarios de Emilio Renzi. Un día en la vida, publicados por la editorial Anagrama— se parecen a ese final difuso; se desvelan como el epílogo de una obra emocionante dedicada a rastrear el lenguaje, la lectura y la emoción en los textos.
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I. ¿Adentro de qué?
Somos animales siniestros. (R. Piglia)
A Ricardo Piglia nunca le interesó demasiado lo que estaba afuera. «Salir afuera nunca fue una tentación para mí», reflexiona Emilio Renzi al comienzo de este libro. Renzi, como ya conocerán sus lectores, es un trasunto del propio autor. Tampoco a Piglia le gustaba estar adentro. Lo cierto, sin embargo, era que en los últimos años de su vida, desde que supo que padecía E.L.A («una dolencia misteriosa, cuyos signos eran visibles —por ejemplo, le costaba mover la mano izquierda— pero cuyo diagnóstico era incierto, entonces, como decía, dijo Renzi, empezó una tarea interior, hecha adentro, o sea, sin salir a la calle»), Piglia comenzó a replegarse. Su última energía la gastó en releer, revisar y revisitar sus diarios con la íntima convicción de que se convertirían en su obra más importante.
No se equivocaba.
En este libro póstumo se confirma la teoría anteriormente acariciada del autor como investigador, del autor también como sujeto de la investigación y del diario, finalmente, como escenario literario en el que investigar. Si el primer volumen estaba dedicado a «los años de formación» y el segundo a «los años felices», en este tercero —subtitulado Un día en la vida— los años que reflejan son los de un cierto fracaso, una tristeza adherida a cada una de las páginas que resulta imposible de despegar.
Todas las características que convirtieron los diarios pasados en obras emocionantes están también ahora presentes en este último volumen: la relación fallida con la familia, la ausencia del padre, las preocupaciones económicas, las reuniones de intelectuales, la vida en pareja, el oficio de escritor, la docencia como modo de profesionalizar la lectura, la ambición de pasar a la historia de la literatura, etc. Entre todas ellas desataca la lectura como artefacto romántico: Piglia comenzó a leer libros por amor. Fue La peste de Albert Camus. El argentino utilizó este libro para contarle su versión de aquello que había leído a una mujer. Quería así conquistarla. Leyó, por tanto, con pasión. Fue la primera vez.
La peste para Piglia tenía que ver más con una herida que atravesó a Argentina —la dictadura y sus desaparecidos— y el dolor del propio autor que vivió en un permanente estado de excepción:
Todo parece seguir igual, la gente trabaja, se divierte, se enamora, se entretiene y no parece haber signos visibles del horror. Eso es lo más siniestro, bajo una apariencia de normalidad, el terror persiste y la realidad cotidiana sigue ahí como un manto, pero a veces una filtración deja ver la verdad cruda.
En el diario del año 1987 Piglia ya apunta a la nostalgia como el único sentimiento que conocía. El infierno ocupa buena parte de estas páginas. En primer lugar, por la certeza constante de que jamás podría escribir y, por tanto, salirse de sí mismo, seguir adentro:
Porque ¿qué quiere decir escribir, sino salir de sí mismo y del lenguaje? No confundir escribir con redactar.
En segundo lugar, por la tristeza del autor que se instala también en su biblioteca cuando menciona los libros que continuamente va abandonando en las casas de sus antiguas parejas. Con ellos pretende crear el conjunto de los libros no leídos, una biblioteca imaginaria y perdida; aquellas obras que estuvo a punto de comprar pero no lo hizo, la pretensión de escribir un ensayo sobre los libros que uno recuerda. Es lo que en algún momento Piglia llama «la épica negativa», la sensación de estar continuamente fatigado, «un nihilismo idiota», acentuado por un mal supremo: «Lo peor de la vida es la cárcel del insomnio».
Los diarios del año 1982 recogen incluso la determinación de matarse:
Había decidido matarme (y escribir esa frase es idiota) en 1955 y en 1979. Quizás ahora podría intentar otro camino, cambiar de vida, de identidad, de trabajo, escapar.
La relación entre el suicidio y la escritura de un diario es íntima (Ver esto: Pavese, Kafka, etc.).
Mucha de esta languidez se vincula con un anhelo de incomunicación («Aislado, sin amigos, sin futuro»). Piglia está fascinado con la idea de estar solo pero no desaparecido. Tampoco abandonado. Se trata, más bien, de una soledad conocida por otros, aquellos que saben que el escritor necesita estar aislado para escribir bien.
Este diario es también el diario de dos de sus novelas más esenciales, aquellas que le conformaron como escritor de fuste: Respiración artificial (1980) y Prisión perpetua (1988). La primera ocupa buena parte de los diarios de finales de los años setenta y suponen la metáfora más exacta de los tiempos convulsos que vivía Argentina. En estas dos novelas Piglia despliega todo un universo paranoico con una ciudad apresada. Es esta la novela que termina de cuajarle como escritor, como el tipo de escritor que él deseaba ser. Y así, con moderado ímpetu e imitando secretamente la famosa cita de su querido Kafka («2 de agosto de 1914. Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar»), recoge Piglia el golpe militar del año 1976, uno que parte en dos su existencia:
Viernes, 25 de marzo de 1976
Ayer, el golpe. Me quedé leyendo esa noche hasta la madrugada y desde la ventana vi cómo los militares cortaban el tráfico, escuché voces de mando, vi colectivos encandilados con la luz de un foco antiaéreo, vi civiles que patrullaban las calles; a la mañana siguiente volvía a la ronda de escuchar las radios en cadena transmitiendo marchas militares. Preparan una represión sangrienta. Su asesor en economía es Martínez de Hoz. Pasé el miércoles sin salir a la calle, hoy me dispongo a asomarme a la ciudad.
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II. La dieta del escritor
Hay que tener mucho cuidado con las palabras y las frases, doctor, al escribir. (R. Piglia)
¿Cómo se alimenta un escritor? ¿De qué? También Piglia nos da pistas a propósito de un menú compuesto por eternas tazas de café negro, pescado roquefort, vino blanco, sándwiches de jamón, té, duraznos, peras, cigarros y anfetaminas. Sí, anfetaminas. De su dieta se desprende que Piglia estaba preocupado por su peso, por la estética del escritor, anticipando de algún modo un debate actual: la literatura y la estética.
Cada vez más los escritores dependen de su imagen pública y de la construcción de una figura que tenga efecto y menos de sus libros.
Del uso de las anfetaminas —confesado en distintas ocasiones— se deduce una suerte de adicción a estos acicates químicos que le proporcionaban horas frenéticas de escritura en una cierta dinámica delirante.
Trabajo diez horas, tomo anfetaminas, no quiero dormir, estoy urgido y quiero terminar la novela en la que trabajo hace ya un par de años (o más).
La lógica del capitalismo también se instala en la cotidianidad del escritor, de su oficio: ¿cuánto cuesta la hora de trabajo de un escritor? ¿Cuánto gasta él en sus horas de trabajo? ¿Cuánto tiempo tarda el lector en consumir lo que el escritor ha configurado? («El escritor usa el lenguaje que es de todos y, sin embargo, recibe beneficios») ¿Todos los escritores cuestan lo mismo? ¿De qué depende? La obsesión de la gloria literaria —romántica y contumaz— choca frontalmente con esta dialéctica netamente económica que trata de traducir en números un genio, un talento. En cualquier caso, la amenaza de la imposibilidad de la escritura sigue vigente:
Desde siempre, nunca he deseado otra cosa que ser un gran escritor y la gloria inmortal, pero ya se ve y se entiende a lo que han quedado reducidas las ilusiones.
Y en el peor de los supuestos llega el rechazo. Se trata, junto al folio en blanco, de la peor pesadilla del autor:
Es la primera vez que alguien me rechaza un texto. Desde luego no diré que fue por motivos políticos (no me gusta hacerme la víctima ni poner la historia de mi lado, a la manera de Viñas). Sencillamente vivimos en mundos distintos. Según Spivakov, la gente quiere bife de cuadril y yo le ofrezco cola de víbora (la metáfora quiere decir que mi plato es para pocos…)
III. Antes de matarme, iría a la peluquería
Si me quitan lo que he leído, ¿qué me queda? (R. Piglia)
El universo intelectual de Piglia es esencialmente masculino. También el de las lecturas con las que se alimenta (apenas aborda con pasión la lectura de The Golden Notebook de Doris Lessing). En los ambientes del boxeo, de los bares, de las revistas o la universidad, las mujeres son las acompañantes de hombres geniales que pretenden pasar a la posteridad como grandes escritores. Son, sin embargo, mujeres brillantes que solo lateralmente muestran su inteligencia. Al comienzo de este último diario Iris es la mujer que vive con Piglia. Ella es la que borra el drama de su angustia cuando el escritor piensa en el suicidio («Antes de matarme, iría a la peluquería», le confiesa divertida); ella es la que lee los manuscritos e incluso propone los cambios; con ella mantiene debates teóricos que salpican en la cama («Larga discusión con Iris. ¿Por dónde deben empezar la lecturas? ¿Por el texto o por el mundo? ¿Cómo leer sin un saber previo?»).
Los días de Piglia —cuando ya se acerca a la cuarentena— transcurren alejados de aquellos otros recogidos en diarios anteriores, cuando cada noche dormía en una cama distinta. Al cumplir cuarenta años deambula entre los deseos de un suicidio que todo lo solvente y las partidas de ajedrez con una máquina, mientras mira películas de Resnais o Bergman («el cine es el diván de los pobres», escribe parafraseando a Deleuze) o se sorprende ante la lucidez de Wittgenstein [«Solo podemos nombrar las cosas que les ocurren a otras personas, nuestra propia experiencia vivida, nuestra existencia, nuestra sensación del paso del tiempo están demasiado próximas a nosotros como para ser visibles de un modo externo (de ahí la imposibilidad y fascinación de los diarios personales como éste)»].
Las noches en las que Piglia sí lograba dormir era capaz de soñar. Naturalmente, al despertar, anotaba esos sueños creativos y deslumbrantes. Siempre precedido de Un sueño:
Un sueño.- Mi abuelo se casó con Regina Olsen cuando Kierkegaard la abandonó.
Sueño.- Alguien me dice: «Sos exactamente igual a tu padre» (físicamente). «Parece tu doble». Otro me dice: «Pero él (por mi padre) tiene la cara rojiza».
Las dudas acerca de la efectividad o la utilidad de escribir diarios sobrevuelan constantemente en el libro. «Cada vez tiene menos sentido escribir este diario, tal vez porque yo mismo tengo cada vez menos sentido», escribe nada más comenzar el año 1981. Unos días después insiste: «La ficción de mi vida personal es siempre ficción no escrita. Opuesta al sueño. Captura un objeto, un acontecimiento, y construye una historia de destrucción». Y un poco más tarde, ya desde un estado paranoico, se justifica: «Escribo cada vez menos en estos cuadernos porque —paradójicamente— temo que los lean».
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IV. Un día en la vida
¿Cabe una novela corta dentro de un diario? ¿Y un ensayo o las crónicas de una docencia en una universidad norteamericana? ¿Y si el autor decide incrustar un diario titulado «La prima Érica» dentro de la nouvelle que, a su vez, forma parte de la tercera parte de los diarios completos de este autor definitivo? Todo es posible en el universo de Ricardo Piglia.
El último diario escrito minuciosamente es el del año 1982. Una extensa elipsis comienza entonces en forma de nouvelle, un género que según el propio Piglia «está fundado en el olvido». Coincide esta segunda parte de Los diarios de Emilio Renzi. Un día en la vida con el año 1983, un año luminoso y fecundo. En la nouvelle autoficcional encontramos reflexiones a propósito de las distinciones etimológicas pero también morales entre conceptos como el enigma, el misterio y el secreto; sobre la Divina Comedia de Dante; las cenas de profesores acomodados en universidades carísimas que trabajan con la palabra. Y también, por supuesto, aparece Carola, un trasunto de Beba Eguía, esa amiga querida que un buen día comenzó a ver con otros ojos:
(…) Y en uno de esos recorridos, en un amplio pasillo lleno de gente que iba y venía hacia sus destinos, vio venir a Carola, como una aparición o una réplica de su amiga tan querida. Era ella nomás, que le sonrió al verlo como si lo estuviera esperando. Se quedaron ahí charlando. (…) Y se quedó con ella esa noche y ya no se separaron más y se casaron eligiendo como fecha el mismo día del encuentro providencial, 16 de junio, en el que habían cruzado por azar en el laberinto intrincado y móvil del metro de París.
Se produce en estas páginas lo que Jorge Carrión llamó en The New York Times «un desplazamiento de género». Y, en efecto, hay un giro esencial que lo acerca a autores como Coetzee o Levrero: la utilización de géneros insólitos de origen íntimo y privado que se imbrican con las grandes estructuras y temas de sus novelas, difuminando límites, trazando mixturas enriquecedoras. Es la pretensión de la obra total, la obra caníbal que todo lo admite. En ese mismo artículo se pregunta Carrión si los tres volúmenes completos de estos diarios no podrían leerse acaso como un gran ensayo o como una gran novela. El autor responde:
Sábado 24 marzo, 1979
(…) La novela, para mí, aspira a integrar el ensayo, es decir, aspira a la interpretación narrativa.
¿Qué ocurre con los diarios que faltan? ¿Dónde están los viajes a China, a Cuba y a España? ¿Se publicarán alguna vez? ¿Y cómo exactamente? Algunos enigmas quedan todavía irresueltos en este libro cuyo final, pese a ser conocido, es irremediablemente triste.
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V. El atardecer
El genio es la invalidez. (R. Piglia)
El final de este tercer volumen registra un derrumbe. Condensados en la nouvelle se hallan los años florecientes como docente despreocupado por el dinero o el éxito, pues acariciaba una buena cantidad de ambos. Su obsesión seguía siendo la misma: el lenguaje, la sintaxis, los textos. Pronto llegaría la amenaza de la enfermedad, el cuerpo como cárcel, la mente impoluta.
En sus últimos días hay hospitales, recuerdos, películas y series de televisión. Muestra, por ejemplo, un especial afecto por David Simon —creador de The Wire o Tremé— del que dice que es «un gran narrador social» que ha sido capaz de incorporar «a la intriga policial los hechos del presente». Hay también una preocupación por lo que sucede en el mundo. Los desastres naturales de Japón, su desdén hacia ciertos autores contemporáneos («¡el insufrible Murakami!»), su creciente interés por la fotografía («el título de la foto es su interpretación»), la aparición del aparto digital, del libro digital [«una máquina de leer más dinámica que un libro (y más fría)»]. El ajedrez fue una de las últimas pasiones de Piglia. Los movimientos lentos y precisos que se juegan en el tablero no eran demasiado exigentes para su enfermedad.
La última página de este libro está compuesta por frases cortas que se asemejan a un poema improvisado y terriblemente triste. Una despedida anunciada.
(…) Siento que crece en el cuerpo un hormiguero, una batea. Quiero estar seguro antes de anotarlo.
Escrupuloso hasta el fin.
Siempre quise ser solo el hombre que escribe.
Me he refugiado en la mente, en el lenguaje y en el porvenir.(…)
La enfermedad como garantía de lucidez extrema.
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Los diarios de Emilio Renzi. Un día en la vida fue entregado a la editorial por el propio Piglia en los últimos meses de su vida, mientras batallaba por un seguro que no cubría los medicamentos que paliaban los efectos de su enfermedad terminal. La lectura completa de estos diarios dejan una sensación cercana a la fatiga, a la desolación. Se echa de menos a Ricardo. « ¿Y si los textos de Piglia actuarán en alguno de nosotros como esas anfetaminas que él ingería con el ánimo de estar despierto y lúcido?», me pregunto alguna noche (también yo prisionera del insomnio que empuja ciertas lecturas). Es cierto que no siempre podemos saber a qué ha dedicado una mujer o un hombre los últimos años, meses, días o minutos de su existencia. ¿Cuál sería el último libro que Piglia evocaría? No estoy segura. Tal vez Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Borges, el cuento al que dedicó tantas horas de pasión y admiración. Lo que sí sé es que tras la lectura de los diarios completos de Ricardo Piglia una puede afirmar sin temor a equívoco que él vivió esos últimos instantes como los primeros, es decir, con asombro, con lucidez, con ironía. De un modo inteligente. Con la indiscutible marca de la genialidad.