Especial de la Revista Arcadia
No te escribí, contrariamente a mi promesa (si la memoria no me falla), porque todavía esperaba, lo confieso, una carta tuya satisfactoria. Puesto que nada recibí, nada respondí. Pero hoy rompo este largo silencio para confirmarte todo lo que te escribí hace aproximadamente dos meses.
Sigo siendo el mismo. Estrictamente devoto, porque es la única cosa inteligente y buena que se puede ser. Todo lo demás es engaño, maldad, estupidez. La iglesia hizo la civilización moderna, la ciencia y la literatura: hizo, en especial, a Francia, y Francia se muere por haber roto con ella. Eso está bien claro. Y la iglesia hace también a los hombres, los crea: me asombra que no lo veas, porque es de lo más evidente. Durante dieciocho meses tuve tiempo de pensar y repensar y te aseguro que me agarro a ello como la única tabla de salvación.
Los últimos siete meses pasados entre protestantes sirvieron para confirmarme en mi catolicismo, en mi legitimismo, en mi valor agregado.
Me resigno por la excelente razón de que me siento, de que me veo castigado, humillado justamente, y que cuanto más dura es la lección, mayor es la gracia y el deber de corresponder a ella.
Es imposible que puedas testimoniar que se trata únicamente de una pose o de un pretexto por mi parte. Siempre el mismo, por tanto. El mismo afecto (modificado) hacia ti. Te querría ilustrado, reflexivo. Me duele mucho verte por un camino tan absurdo, tú tan inteligente y tan dispuesto (¡aunque eso pueda extrañarte!). Apelo a tu repugnancia hacia todo y hacia todos, a tu perpetua indignación universal, muy justa en el fondo, aunque no comprendas el porqué.
En cuanto a la cuestión de dinero, no puedes seriamente dejar de reconocer que soy la generosidad en persona: es una de mis escasísimas cualidades, o de mis muchas faltas, como prefieras. Pero dada, en primer lugar, la necesidad de reparar un tanto, aunque sea poco, a fuerza de pequeños ahorros, las brechas abiertas en mi pequeño capital por nuestra absurda y vergonzosa vida de hace tres años, el deber de pensar en mi hijo y, finalmente, mis nuevos y firmes principios, tienes que comprender muy bien que no me es posible mantenerte. ¿A dónde iría todo ese dinero? ¡A manos de taberneros y mujeres de vida fácil! ¿Lecciones de piano? ¿No estaría tu madre dispuesta a pagarlas? ¡Seamos serios!
En las cartas que me escribiste en abril último ponías de manifiesto con tanta claridad tus viles, tus malévolas intenciones, que no me arriesgo a darte mi dirección (aunque, en realidad, cualquier intento de perjudicarme sea ridículo y esté condenado al fracaso, y te advierto, además, de que recurriría a la justicia, con pruebas en la mano).
Pero prefiero rechazar esa hipótesis odiosa. Estoy convencido de que sólo se trata de un «capricho» pasajero, de una tormenta mental que con un poco de reflexión serena disipará. De todas formas la prudencia es la madre de la seguridad y sólo tendrás mi dirección cuando esté seguro de ti.
Por eso le pedí a Delahaye que no te dé mi dirección y le encargué, si quiere, que tenga la bondad de hacerme llegar tus cartas
¡Vamos, un gesto, un poco de corazón! ¡Qué demonios!, algo de consideración y afecto por quien siempre seguirá siendo -y lo sabes,
Cordialmente tuyo,
P.V.
Londres, Diciembre de 1875.