Revista Pijao
La revolución postergada
La revolución postergada

Por Carlos Pardo

Especial para Babelia de El País (ES)

 

Con poco más de 30 años, Cristina Morales (Granada, 1985) ya es imprescindible para hacerse una idea de por dónde va la mejor narrativa española actual. Sus dos primeras novelas señalaban su virtuosismo técnico y una capacidad de provocación poco evidente, ajena a la gestualidad de enfant terrible. En Morales la violencia se dirigía, sobre todo, a las convenciones del hecho literario, a la comodidad con que leemos ficciones que no alteran el mundo ni nuestra manera de mirarlo, que terminan una vez cerrado el libro. Los combatientes (Caballo de Troya, 2013) narraba la gira de un grupo de teatro universitario, entre la transgresión y la imposibilidad política, y fue saludada como una potente obra generacional. Menos suerte tuvo Malas palabras (Lumen, 2015), vindicación de una Teresa de Jesús en primera persona, sin domesticar; una excelente novela oculta entre los descafeinados productos publicados durante el quinto centenario del nacimiento de la santa.

 

Arriesgando una comparación antipática podemos decir que Terroristas modernos confirma a Morales como la novelista de registro más amplio, más técnica y potente de una posible generación en la que figuran algunos virtuosos (Matías Candeira o Juan Gómez Bárcena) y un libro único (El comensal, de Gabriela Ybarra).

 

Terroristas modernos incide en dos fórmulas de sus novelas anteriores. En primer lugar, retoma la perspectiva histórica de Malas palabras. Esto nos lleva a preguntarnos por qué se escriben hoy novelas históricas. Si atendemos a quienes se sirven de la historia como decorado exótico o coartada de los prejuicios del presente, se escriben para apaciguar al lector, evadirlo. Pero existe otra manera de entender la ficción histórica que la convierte en un artefacto literario (y político) eficaz: la historia propicia un choque de perspectivas, de concepciones del mundo ahogadas por el totalitarismo de la actualidad. Así sucede en Terroristas modernos. Morales narra la “conspiración del triángulo”, levantamiento frustrado contra Fernando VII en 1816. Este complot de base masona llevado a cabo por ilustrados en el exilio, doceañistas y héroes de la guerrilla le permite tensar paralelismos y desajustes con la política actual: el terrorismo, la violencia de Estado, la manipulación de la prensa o la volubilidad del concepto de pueblo, de los ciudadanos indignados… Los títulos de los capítulos refuerzan una lectura paródica desde el presente. Por ejemplo: ‘Conspirar y montar un fiestón son la misma cosa: financiación del terrorismo’.

 

En segundo lugar, el libro ahonda en la estructura coral de la conjuración que Morales ya utilizó en Los combatientes. La perspectiva insuficiente de cada personaje toma la medida del “cuerpo sin órganos” de la revolución, por utilizar la expresión del filósofo Gilles Deleuze. No es azaroso que el intento de regicidio tenga lugar durante el Carnaval: la mascarada diluye las identidades de sexo y clase, gana un cuerpo común, performativo, y se deja la teórica revolución para otro día. Tampoco es gratuita la triangulación de los vínculos de los personajes, especialmente de los tres que llevan el peso de la novela: una heredera desclasada, Catalina Castillejos, y sus dos pretendientes, Rafael Lasso y Vicente Plaza, joven teniente de clase alta y curtido capitán.

 

El dominio técnico de Morales hace siempre pertinente la elección de cada voz y perspectiva. Narra en varios planos simultáneos: en presente, pasado y futuro a la vez, por ejemplo, o manteniendo dos conversaciones en momentos distintos. Pero entre las cualidades que nos han llevado a definir a Morales como una virtuosa de la escritura destaca la invención de un lenguaje vivo, denso y popular que, sonando a siglo XIX, no cae en el kitsch. Su función es otra: inventa un idioma que recrea la textura de la pobreza. Ese idioma es el principal desajuste con un lenguaje actual normalizado: hace pueblo, da la medida de una potencia desaparecida.

 

Es inútil buscar defectos en una novela tan destacable. No obstante, sus cualidades son a la vez sus límites. El alarde formal se percibe como un abrumador control de la escritora sobre la materia narrada, una omnipotencia que se vuelve contra la emancipación de los personajes. Ahora quedaría preguntarse si esto es un problema o una metáfora de ese control (panóptico) que convierte la revuelta en una pantomima.


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