Por Juan Bonilla
El Cultural (Es)
Es ya lugar común decir que Umbral fue el más grande de nuestros columnistas y que su obra narrativa fue una especie de apéndice de su ejercicio diario de escritor en periódicos. Ejercicio diario, en efecto: fue el diario el género en el que basó eminentemente toda su obra, tanto la narrativa como la periodística. De los libros que componen su obra narrativa es preceptivo salvar siempre la que se considera con unanimidad su obra maestra, Mortal y Rosa, y su propio estilo se ha puesto de ejemplo más de una vez como prueba de que una potencia lírica como la suya puede calzar como un guante a los intereses de una columna o una sucesión de apuntes agavillados en un diario y sin embargo no amoldarse a la estructura, por flexible que sea, de la novela.
Y sin embargo las novelas de Umbral cantan, precisamente, la flexibilidad de la novela como género. Umbral enlaza con los novelistas líricos -los novelistas que prefieren el canto al cuento, por decirlo con imperdonable urgencia- que patrocinaba Ortega y Gasset: Jarnés, Espina, Obregón y por ahí... Umbral lo noveliza todo: para empezar su propia vida, en libros que tienen algo de memorias sucesivas, desde la infancia -El hijo de Greta Garbo, Los males sagrados, Memorias de un niño de derechas- a la adolescencia -Si hubiéramos sabido..., Las ninfas- a la juventud de letraherido en pos de la gloria literaria -La noche que llegué al café Gijón-, la madurez trágica -Mortal y Rosa- y la gloria del cronista envuelto en unas circunstancias históricas excepcionales que se aliñan con aventuras eróticas a menudo desopilantes -A la sombra de las muchachas rojas, La bestia rosa-. Como un individuo por narcisista que sea también corre el riesgo de agotarse como tema cuando además del narcisismo padece grafomanía, Umbral novelizó también la propia historia de su ciudad -como para responder con decorado épico el inevitable ¿de dónde vengo?-. Le salió ahí uno de sus mejores libros: Trilogía de Madrid. Y alguna de sus peores novelas: Pio XII, la escolta mora y un general sin un ojo, Capital del dolor.
Desde hace unos años es frecuente, con obvia pereza, colocarle la etiqueta de "autoficción" a toda narración en la que aparezca el propio autor como protagonista: parece de justicia considerar que Umbral hizo un constante ejercicio de autoficción a lo largo de sus muchas obras narrativas (aunque sería inapropiado decir que es padre del género, como si nos olvidásemos de Unamuno, de Ramón, de otros autores que sin salirnos de nuestro país cultivaron lo que hoy parece moda y mirando nuestra propia historia tensa un hilo que más bien nos convence de que se trataba de una necesidad). En no pocos libros el ejercicio le salió mal, y es uno de los pecados de Umbral como narrador: fue a veces su peor imitador, sobre todo en sus últimas novelas se nota un cansancio, una desgana, que parece producir páginas por mera asimilación de un método que aún se sabe oportuno pero que queda en manos de quien ya no puede utilizarlo. Pero sería muy obtuso juzgar a un autor por sus defectos, por muy personales que estos sean.
No cabe duda de que las novelas de Umbral nacían todas con un sello de autor tan fuerte que las ponía en riesgo de dejarlas apenas en eso: una novela más de Umbral. Como todos los escritores de personalidad tan visible, el riesgo se multiplicaba porque convenció a muchos de que leídas un par de novelas suyas, ya estaban leídas todas. Sin embargo, en los años setenta y ochenta, en los que Umbral produjo mucha narrativa, a un ritmo de novela por año, vale la pena recordar que mientras en el panorama nacional se tendía al gusto por contar, a cautivar al lector con tramas e indagaciones psicológicas de personajes más o menos cotidianos, Umbral se aplicó a ampliar las fronteras de la novela con una mezcla imprecisa de lirismo, historia y erotismo -un erotismo, todo hay que decirlo, que esencialmente quería ponerle un pedestal al propio Umbral-. Esa mezcla a veces quedaba en cohete fallido, es cierto, pero cuando conseguía dar con las medidas exactas producía explosiones de gran intensidad que, estando a menudo más cerca del poema que de la crónica, no dejaba de cantar la flexibilidad de la novela como género.
La cansina cuestión de si Umbral practicó la mejor prosa que se haya escrito en español en el siglo XX es sólo para quienes consideren que los escritores son caballos de carreras y en cada carrera solo puede haber un ganador y hay una obligación de elegir a uno sobre otros. Hoy parece claro que el Umbral más vivo es el cronista, a juzgar por el número de clones que todavía utilizan sus métodos en la prensa, y sin embargo me parece que el Umbral que tiene más que decir y que más nos convendría es el Umbral novelista: alguien empeñado en exaltar la libertad de un género que parece cada vez más encorsetado y al que él le prestó aire mejorándolo como se mejora todo en esta vida, desde los géneros literarios a la gastronomía o, por supuesto, las razas: con la mezcla.