Los caballos venían levantando la polvareda desde el horizonte. Se oían los cascos contra la tierra seca. Todavía quedaba el resplandor de la tarde cuando llegaron. Uno solo, el más alto, se bajó del caballo cuando vio al Tano.
Parece una imagen sacada de una novela al más puro estilo del Oeste, género literario que han querido recuperar escritoras como Mariana Travacio y su Como si existiese el perdón, de cuya novela hemos extraído este fragmento. Que en el siglo XXI, en plena era tecnológica, se vuelvan a plantear historias donde, en palabras de Jon Bilbao, el protagonista destila masculinidad y es un hombre sin fisuras, nos llama mucho la atención.
A lo largo del siglo XX, el género del Oeste puso de moda las vastas praderas desiertas y los estepicursores, movidos por un viento cálido y seco que se instala[ba] como un perro hambriento, que diría Travacio. Un espacio estereotipado como tantas otras imágenes, gracias en parte al cine, que nos presentaba una tierra mítica, prometida para unos y perdida para otros. Algunos críticos, de hecho, piensan que este género literario es el origen de uno cinematográfico superior, el wéstern, que se apropió de aquel y le otorgó una mayor dignidad que ha acabado por ensombrecer al wéstern literario.
Sus orígenes
No hay unanimidad en cuanto a la obra literaria que puso en marcha el género. Unos afirman que el primer wéstern canónico es El virginiano (1902), de Owen Wister, inolvidable en películas y en series de los sesenta; otros, sin embargo, nombran una novela escrita treinta años antes por una mujer, Emma Ghent Curtis: The Administratrix.
Después vinieron autores que cultivaron con éxito el género: O. Henry, que publicó su colección de cuentos El corazón del Oeste (1907); Stewart Edward White, autor de Los del Oeste (1901) y los relatos de Noches de Arizona, para muchos el mejor; Zane Grey siguió con un auténtico torrente de creaciones, como La herencia del desierto (1910) y Los jinetes de la pradera roja (1912). Asímismo, en las revistas pulp de los años treinta y cuarenta, publicaron autores como Eugene M. Rhodes, William MacLeod Raine, W. C. Tuttle, Clarence E. Mulford y muchos más quienes convirtieron sus textos en best-seller, y también el alemán Karl May disfrutó de un gran éxito, reflejado en el cine. En los cincuenta deslumbraron Frank Gruber, maestro del wéstern histórico, Dorothy M. Johnson y Alan Le May. Luego vendría Oakley Hall con la novela Warlock (1958), definida por el escritor Thomas Pynchon como una de las mejores novelas americanas.
“Novelitas de a duro”
El tema en cuestión remueve nuestros recuerdos y nos devuelve la imagen de ese padre leyendo aquellas “novelitas de a duro”, bien llamadas así por el coste que tenían en la moneda de entonces y que con sus escasos 15 cm cabían en el bolsillo del pantalón. Además se solían comprar en tacos grandes y cuando las terminaban iban al kiosko y se las cambiaban por un precio más barato. José Carlos Canalda las describe como colecciones escritas exclusivamente por autores españoles —con seudónimo en casi todos los casos—, con una periodicidad generalmente semanal o quincenal, de tamaño inferior al de los libros —aunque no siempre— y de una calidad más bien mediocre —aunque en esto, como en casi todo, hay excepciones.
Aquí debemos citar como precedente decimonónico a Esteban Hernández y Fernández, con su novela Hijos del desierto, y ya en el siglo XX a José Mallorquí, creador de El Coyote; a Francisco Javier Miguel Gómez, que escribió con el seudónimo de Lem Ryan; a Antonio Vera Ramírez, que para este género utilizó el alias Lou Carrigan; a Javier Tomeo, Keller, y hemos dejado para el final a los que más éxito tuvieron, verdaderos “titanes” en cuanto al número de ejemplares que editaron.
Marcial Lafuente Estefanía es uno de ellos. Se le considera el máximo representante del género en España, con sus 2.600 novelas. En plena posguerra, este general de la artillería republicana empezó a escribir desde prisión novelitas del Oeste donde los personajes del teatro del Siglo de Oro español se convertían en figuras del Far West. El haber recorrido parte del territorio de Estados Unidos entre los años 1928 y 1931 le sirvió para conocer la verdad histórica, geográfica y botánica de aquel país, material que utilizó para dar verosimilitud a sus historias y la vez transportar al lector a un mundo lleno de aventuras.
Silver Kane, seudónimo de Francisco González Ledesma, escribió más de mil novelas de a duro en pleno franquismo y bajo unas directrices férreas tanto de la editorial como de la censura. Es entendible que la calidad del conjunto se resintiera, pero detrás de todas ellas había ese algo que atrapaba. El cineasta Jodorowsky dijo de la obra de este escritor que sus novelitas están muy bien escritas, entretienen a rabiar, son crueles, supermachistas, inteligentes, embebidas en un surrealista sentido del humor, siempre diferentes las unas de las otras. Es tan anarquista su contenido que me parece un milagro que Franco no mandara fusilar a Silver Kane. Pero es que además, este periodista y abogado barcelonés que cultivó varios géneros —terror, policíaco, bélico, algo de ciencia ficción— y que llegó a ser redactor jefe del diario La Vanguardia, consiguió también hacerse con un prestigio fuera de la literatura de kiosko; su serie de novelas policíacas protagonizadas por el inspector Méndez y, sobre todo, el premio Planeta que obtuvo en 1984 por Crónica sentimental en rojo así lo atestiguan.
Por último destacamos a dos autores más: Curtis Garland, alias de Juan Gallardo Muñoz, prolífico escritor que tocó varios palos en el mundo de la literatura y escribió tantas novelas del oeste como policíacas y Francisco Caudet Yarza, habitualmente Frank Caudett, aunque a veces Clint Reno o Winston McNeil. Un escritor minucioso y un artista a la hora de crear suspense. Con él llegó la modernidad al género porque supo convertir la parte descriptiva de la novela en material dramático.
La mayoría de los críticos están de acuerdo en que la novela del Oeste es un género narrativo de la literatura popular o de consumo, ambientada habitualmente en el siglo XIX en los Estados Unidos de América. Sus personajes son el sheriff, los vaqueros, el forajido pistolero, el ganadero, los indios, los mexicanos, los buscadores de oro, los rancheros… con todos los tópicos fraguados por los creadores del género. En España floreció en la década de los sesenta, pero su lectura perduró durante toda la posguerra civil, la transición y se ha mantenido incluso hasta nuestros días. Su personaje principal es similar al gaucho argentino o al charro mejicano, una especie de jinete a caballo muchas veces pastor de vacas (cowboy) que debe superar infinidad de dificultades creadas en sus encuentros con el ejército o contra los indios o sus vecinos colonos.
En la actualidad
Como consecuencia de su popularidad y del consumo de esta especie de fast literatura se ha considerado a este género como menor. Y aquí es donde hace su aparición Alfredo Lara López afirmando que la literatura del Oeste es un género con tantas obras maestras como el resto de vertientes literarias. Cree además que no está suficientemente valorado en nuestro país debido a la mala fama del bolsilibro y su identificación con productos destinados a un consumo masivo en los kioscos. Y el que afirma esto sabe de lo que habla porque es el editor que está al frente de la colección que el sello Valdemar dedica al wéstern desde 2011 y se ha empeñado en rescatar los clásicos inéditos en español y en ofrecer a los lectores las mejores obras de la literatura del Oeste. Para comenzar esta colección pensó en alguien digno de encabezarla, así que eligió a una reputada autora norteamericana, habitual en antologías de relatos contemporáneos, que despliega un estilo contundente, irónico y, a veces, cruel: Dorothy Johnson y su Indian Country. Como curiosidad diremos que algunos de los relatos de esta autora que luego se convirtieron en películas emblemáticas del wéstern fueron El hombre que mató a Liberty Valance, El árbol del ahorcado o Un hombre llamado caballo.
Hoy nos sorprende una nómina de autores que despunta dentro del género de novela del Oeste. Hernán Díaz con su A lo lejos quedó entre los finalistas del premio Pulitzer poniendo al wéstern en la palestra y haciendo que pise fuerte en un terreno sagrado como el de la literatura, y además lo consigue en un momento en el que las fronteras de los géneros se desdibujan. A Díaz le interesa el asunto del forastero y del desierto, y reflexiona sobre cómo alguien puede ser considerado extranjero en un lugar en el que las raíces no existen. Nada que ver con lo que plantea Jon Bilbao, traductor de la obra de Díaz que ha irrumpido con su novela Basilisco: un duelo en el que un hombre del siglo XXI, en plena crisis personal, se mira en el cowboy clásico sobre el que está escribiendo. Maria Travacio, con su novela anteriormente citada, nos trae una historia en la que una tierra desolada acoge el duelo entre personajes cuya vida está marcada por la fatalidad.
¿Por qué estos autores recuperan, ahora, el mito del salvaje oeste y lo remodelan? El historiador George-Albert Astre indaga sobre este tema y afirma que el wéstern es una de las pasiones contemporáneas más universales, porque en él se encuentra la materialización de una sorprendente mitología y el desarrollo de un cierto ceremonial, y este consiste en la celebración de una fiesta ritual en la que se consume […] una visión irrisoria de las civilizaciones occidentales.
De las palabras de este autor se desprende que en la esencia del wéstern, encontramos una parte de leyenda, de mito y de ceremonia característica de cualquier sociedad; de ahí la necesidad de construir un territorio imaginario y fantástico que, de alguna manera, respete unas señas de identidad históricas y comunes. El wéstern es para los Estados Unidos lo que la Iliada para la cultura grecolatina o los poemas épicos medievales para la sociedad europea. En unos maravillosos paisajes naturales conviven una galería de personajes aferrada al imaginario colectivo. Personajes con comportamientos arquetípicos que marcan el desarrollo de las narraciones: duelos entre pistoleros y justicieros; la lucha de colonos contra indios, unos por establecerse, otros por defender su tierra; los conflictos entre ganaderos y agricultores… Y de entre todos los personajes, destaca el cowboy con unas características físicas y cierto rictus fatalista, errante sin ataduras, hombre libre frente a todos y que representa el heroísmo, el coraje, la lealtad, la fortaleza de espíritu, la entereza ante la muerte; en definitiva, los rasgos clásicos griegos y latinos que exalta la mitología.
Quizá sea por esa dimensión épica de este tipo de historias o quizá porque el escritor —en un mundo tan controlado actualmente— necesite volver a esa era de la ficción incontrolablemente primitiva. Sea por lo que fuere el género del wéstern, tan venerado y con una larga historia en el cine, viene pisando fuerte y en busca del hueco que, por derecho, le corresponde y que nunca ha encontrado en la literatura, porque la crítica y el mundo editorial se lo han negado. Está claro que la novela del oeste ha vuelto a la pradera para quedarse, y con todas las de la ley.
Tomado de Serescritor.com
Manu de Ordoñana