Mantener la vida es imposible, aunque siempre ha sido la utopía del hombre. El tema de la inmortalidad es un sofisma que sólo se explica por el espíritu, porque sus realizaciones pueden permanecer entre los vivos mientras gozan de perfecta impunidad entre los muertos.
Mi vida es el universo de la literatura. Un universo compuesto de muertos ilustres con quienes dialogo a través de sus obras. Ellos son muertos vivientes, no como los del cine, pero sí aquellos que viven en sus páginas y nos visitan, ya en la fuerza del recuerdo, ya en la necesidad de su lectura.
No sabemos si los muertos siguen discutiendo lo que en la superficie del mundo viviente fueran sus motivaciones más preciosas. Mi amigo Héctor Sánchez (1939-2018), muerto como quería, solo con sus libros y sus obsesiones, mi primo en la literatura, se mantiene activo en los anaqueles de mi pequeña biblioteca, porque su ejercicio espiritual e intelectual lo mantienen vigente. Y porque continuamos discutiendo de autores y de obras, conocemos nuestras posiciones y sabemos adónde se dirigen nuestros esfuerzos.
Por ejemplo, es claro en sus obras que Héctor siempre defendió el poder de la imaginación y de la fantasía por las cuales creó historias e invadió escenarios, estos sí reales y conocidos o reconocidos en la realidad. No de otra manera hubiera podido dejar en sus novelas el retrato más fiel del hombre de las llanuras ardientes del Tolima y se inventara aventuras que, para su verosimilitud, tienen que ver con lo que palpamos a diario en nuestra existencia terrena.
O creó episodios como el del río Amazonas (“El robo de la cañonera”) en el que nunca estuvo en cuerpo presente. Pero es tal la fuerza de su narrativa que ningún lector podrá dudar de su conocimiento del tema y de la alegoría que sobre el hombre colombiano, pícaro por excelencia, erigió en su obra narrativa.
En cambio yo si creo que es perfectamente válido que un escritor se apoye en hechos históricos para escribir sus obras. Es grande la capacidad imaginativa que se requiere para completar las ausencias sin desvirtuar los hechos. Y ahí están tantas novelas, que algunos llaman históricas, para aportar a la discusión que hemos mantenido sobre el oficio de escribir. Por eso me gusta su novela “Mis noches en casa de María Antonia”, porque es la más vivencial de sus obras, vertida a libro con su más exquisita prosa.
Para que Héctor siga interviniendo en esta eterna tertulia, se requiere leer su obra. Los invito a hacerlo. En ella están sus convicciones, sus conocimientos, su trayectoria por el mundo, sus fantasías y sus realidades.
Me duele hondo su partida, pero la liturgia continúa. La misa no ha terminado.
Tomado de Benhur Sánchez para El Nuevo Día