Por Juan Carlos Sanz
Especial para El País (ES)
Con fina ironía judía, simboliza su flamante premio Man Booker con el primer ejemplar de bolsillo de A Horse Walks into a Bar obra por la que acaba de recibir uno de los más altos reconocimientos internacionales para ficción no inglesa. Ocupa el lugar central en el sanctasanctórum de la “egoteca”, la estantería que acumula todos los libros de David Grossman (Jerusalén, 1954), incluidos los traducidos a decenas de lenguas. Ese título —el comienzo de un cínico chiste de Dovaleh, arquetipo de cómico fracasado que protagoniza la novela— fue versionado al español como Gran cabaret, en edición de Lumen. En el más alto hito de su carrera, Grossman recuerda cómo se hizo escritor durante una conversación en su casa de Mevasseret Sion, desde donde se divisa el perfil de la Ciudad Santa a unos seis kilómetros al este.
“Jerusalén es un lugar extraño, con tantos conflictos: entre religiosos y laicos, entre judíos y árabes… Cuando trabajaba en Radio Israel atravesaba zonas muy diferentes hasta llegar al centro de la ciudad. Tiene demasiada historia, demasiada religión, demasiada tensión. Es un lugar muy crispado, donde no deja de oírse la voz del pasado. A prudente distancia de una ciudad tan agotadora uno puede vivir mucho más tranquilo. Después de 3.000 años de historia, de cultura, de religión, de filosofía… debería ser la urbe más ilustrada del mundo. Pero es todo lo contrario: fanática, fundamentalista, extremista. Si Tel Aviv es el Mediterráneo, Jerusalén es Oriente Próximo. La gente ya no quiere vivir allí”.
A Grossman le despidieron de la radio pública cuando Yasir Arafat reconoció en 1988 la existencia de Israel en nombre de los palestinos. Él era el presentador del principal espacio de la mañana. “Pregunté por qué no abría el informativo la noticia, y me dijeron que obedecían las instrucciones del Ministerio de Defensa, que entonces dirigía Isaac Rabin. En ese caso, repliqué, no me puedo seguir haciendo cargo del programa. Al día siguiente, mi mujer leía el periódico Haaretz y se topó en la página cuatro con la información de que yo había sido despedido por desobediencia. Les pareció más barato llamar al diario, así que me enteré por la prensa. Fue una lección muy interesante. Ver cómo gente con valores morales se había adaptado al llamado espíritu del mando, que implica boicotear a aquel que se salga del camino trazado. Ese era el espíritu dominante entonces en Israel. Ahora es mucho peor, por supuesto”.
—Le hicieron un favor, ¿no es así?
“Decidí convertirme en escritor. Me di cuenta de que podía vivir de mis libros. Ya había publicado un par de novelas y El viento amarillo (EL PAÍS Aguilar, 1988), un largo reportaje sobre los territorios ocupados. Cuando se editó, fui sometido a un creciente acoso por parte de mis superiores. “Al entrevistar al primer ministro Isaac Shamir su sonrisa era sarcástica”, me acusaron una vez. ¿Cómo habían podido verlo a través de la radio? En realidad buscaban cualquier excusa para incordiarme. Claro que les debo el haberme convertido en un autor literario a tiempo completo”.
Tres décadas después, tras recibir el mayor galardón británico a una novela extranjera, el escritor israelí se declara ajeno a la fama, como el protagonista de Gran cabaret. “Tal vez todos seamos unos perdedores. Lo vamos sabiendo conforme nos hacemos más viejos y débiles. Hay momentos en los que nos sentimos ganadores. Como ahora, cuando he recibido este premio. Es bonito, porque sientes que tu mensaje ha sido entendido, pero no es algo que nadie pueda dar por hecho. El personaje de Dovaleh muestra dos identidades. Una es la que nos recuerda a nosotros mismos. Y la otra es más profunda, más existencial. A pesar de su rudeza y brutalidad, al final sentimos empatía por él: un perdedor que no vive su vida real. Vive en paralelo, protege su mundo interior con la vulgaridad y la agresión”.
— ¿Usted también escribe para que la gente le quiera?
“Creo que hay formas mejores para ser querido que ponerse a contar historias. Tal vez al inicio de mi carrera fuera así, no lo niego. Pero la mejor recompensa de la literatura es el hecho de escribir, en sí mismo. Crear es un privilegio. Tras meses de escritura, lo único que cuenta es el campo magnético de la obra. Escribo por la propia narración, su poder es asombroso. Las historias que invento tienen vida paralela. A veces incluso más auténticas que la existencia que he tenido”.
— ¿Puede vivir al margen de los conflictos de su país, ser solo un contador de historias?
“Intento ser honrado al escribir. Cuando viajo me preguntan si Dovaleh es un símbolo del Estado hebreo. Es fácil escribir sobre símbolos, lo difícil es crear un personaje. En Israel también estamos viviendo una existencia paralela a la vida que deberíamos tener”.
La mano que atiza los traumas del pasado judío
“En un momento crucial estamos paralizados por la falta de iniciativa de diálogo con nuestros vecinos palestinos”, reflexiona Grossman, vinculado desde su juventud a la izquierda. “Hay una desesperación existencial; la mayoría de los israelíes no creen que en la próxima generación puedan gozar de una situación con paz y seguridad”.
“En la guerra de los Seis Días [1967] yo tenía 13 años y estaba seguro de que iba morir. Un día vinieron al patio de mi colegio unos rabinos y oficiaron una extraña ceremonia. Estaban consagrando el terreno para usarlo como cementerio militar. Venimos de una larga historia, trágica y terrible. Vivimos en uno de los lugares más violentos de la Tierra, donde muchos países vecinos no quieren que existamos aquí. No podemos embellecer la realidad. El israelí medio tiene muy buenas razones para tener miedo. La única forma de sobrevivir es contar con un Ejército fuerte para defendernos. Pero también necesitamos la paz. Solo con el Ejército no se puede dar una respuesta completa a la complejidad de nuestra existencia”.
“Nuestros miedos no son imaginarios. El problema es que tenemos un primer ministro, Benjamín Netanyahu, que es un genio en reavivar los ecos de traumas del pasado. Somos una sociedad traumatizada por el Holocausto, por las guerras, y estamos absolutamente inermes frente a la manipulación de Netanyahu”.
Grossman pagó un alto precio en la guerra de Líbano de 2006. “Perdimos a nuestro hijo Uri. Nadie me ha mostrado una solución al conflicto mejor que la de los dos Estados. Lo que ocurrió en mi familia me afectó, y mucho, pero no cambió mi posición política”.