Revista Pijao
La destrucción de la literatura según George Orwell
La destrucción de la literatura según George Orwell

Por George Orwell

Revista Arcadia

La destrucción de la literatura

Hace cosa de un año asistí a una reunión del PEN Club con ocasión del tercer centenario de la Areopagítica de Milton, un panfleto, conviene recordarlo, en defensa de la libertad de prensa. La famosa frase de Milton sobre el pecado de «asesinar» un libro estaba impresa en los folletos repartidos con motivo del encuentro.

Había cuatro oradores en la tribuna. Uno pronunció un discurso sobre la libertad de prensa, pero solo en relación con la India; otro afirmó, dubitativo y en términos muy generales, que la libertad era buena; un tercero atacó las leyes sobre la obscenidad en la literatura, y el cuarto dedicó la mayor parte de su discurso a defender las purgas rusas. Durante el debate posterior, unos cuantos volvieron sobre la cuestión de la obscenidad y las leyes que la prohíben, mientras que los demás se limitaron a alabar la Rusia soviética. La libertad moral —la libertad de abordar sin tapujos cuestiones sexuales en una obra impresa— parecía gozar de la aprobación general, pero nadie aludió a la libertad política. En aquella reunión de varios centenares de personas, de las que probablemente la mitad estaban directamente relacionadas con el oficio de escribir, no hubo una sola que se atreviera a señalar que la libertad de prensa, si es que significa algo, consiste en la libertad de criticar y oponerse. Resulta muy significativo que ninguno de los oradores reprodujera la cita de la obra que supuestamente se estaba conmemorando, y tampoco se aludió a los muchos libros «asesinados» en nuestro país y en Estados Unidos durante la guerra. En conjunto, el encuentro fue una loa de la censura.*

No tiene nada de sorprendente. En nuestra época, la libertad intelectual está siendo atacada por dos flancos. Por un lado, están sus enemigos teóricos, los apologistas del totalitarismo, y, por otro, sus enemigos más inmediatos, los monopolios y la burocracia. Cualquier escritor o periodista que quiera conservar su integridad se ve más frustrado por la deriva general de la sociedad que por una persecución activa. Tiene en contra la concentración de la prensa en las manos de unos pocos magnates; la tenaza del monopolio existente en la radio y las películas; las reticencias del público a gastar dinero en libros, lo cual obliga a casi todos los escritores a ganarse la vida con trabajos periodísticos; las injerencias de organismos como el Ministerio de Información y el British Council, que ayudan al escritor a tener un sustento, pero que también le hacen perder el tiempo y le dictan sus opiniones, así como el constante ambiente bélico de los últimos diez años, a cuyos efectos distorsionadores no ha escapado nadie. Todo en nuestra época conspira para convertir al escritor, y a cualquier otro artista, en un funcionario de bajo rango, que trabaja en los asuntos que le dictan desde arriba y que nunca dice lo que considera la verdad. Al enfrentarse a su sino, no obtiene ayuda de los suyos; es decir, no hay ningún cuerpo de opinión que le garantice que está en lo cierto. En el pasado, al menos durante los siglos del protestantismo, la idea de la rebelión y la de la integridad intelectual estaban vinculadas. Un hereje —político, moral, religioso o estético— era alguien que se negaba a violentar su propia conciencia. Su perspectiva se resumía en las palabras del himno evangelista:

Atrévete a ser un Daniel,

atrévete a estar solo,

atrévete a ser firme en tu propósito,

atrévete a decirlo.**

Para poner este himno al día habría que decir «No te atrevas» al principio de cada verso, pues la peculiaridad de nuestra época es que quienes se rebelan contra el orden existente, en cualquier caso los más numerosos y representativos, se rebelan también contra la idea de la integridad individual. «Atreverse a estar solo» es criminal desde el punto de vista ideológico, y peligroso en la práctica. Fuerzas económicas difusas corroen la independencia del escritor y, al mismo tiempo, quienes deberían ser sus defensores se dedican a minarla. Es ese segundo proceso es el que me interesa.

La libertad de expresión y la libertad de prensa suelen ser atacadas con argumentos en los que no vale la pena detenerse. Cualquiera que tenga experiencia en pronunciar conferencias y haya participado en debates los conoce al dedillo. No pretendo rebatir la conocida afirmación de que la libertad es una ilusión, o la de que hay más libertad en los países totalitarios que en los democrá­ ticos, sino la mucho más peligrosa y defendible de que la libertad es indeseable y de que la honradez intelectual es una forma de egoísmo antisocial. Aunque suelen subrayarse otros aspectos de la cuestión, la controversia sobre la libertad de expresión y la libertad de prensa es en el fondo una controversia sobre si mentir es deseable o no. Lo que de verdad está en juego es el derecho a informar de los sucesos contemporáneos fielmente, o al menos con tanta fidelidad como lo permitan la ignorancia, el sesgo y el engaño a los que está sometido siempre cualquier observador. Al afirmar esto podría dar la impresión de que la única rama de la literatura a la que concedo importancia es el simple «reportaje», pero más adelante intentaré demostrar que la misma cuestión se plantea, de manera más o menos sutil, en todos los ámbitos literarios, y probablemente en todas las artes. Entretanto, es necesario despejar los aspectos intrascendentes en que suele envolverse a esta controversia.

Los enemigos de la libertad intelectual acostumbran a defender su postura anteponiendo la disciplina al individualismo y dejan en un segundo plano, siempre que pueden, la cuestión de la verdad y la mentira. Aunque la intensidad de los ataques puede variar, el escritor que se niega a transigir en sus opiniones siempre acaba siendo tildado de egoísta. Es decir, se le acusa, o bien de querer encerrarse en una torre de marfil, o bien de hacer un alarde exhibicionista de su personalidad, o bien de resistirse a la corriente inevitable de la historia en un intento de aferrarse a privilegios injustificados. Los católicos y los comunistas coinciden en dar por sentado que sus oponentes no pueden ser honrados e inteligentes al mismo tiempo. Ambos defienden de manera tácita que «la verdad» ya ha sido revelada y que el hereje, o bien es idiota, o bien conoce «la verdad» y se opone a ella por motivos egoístas. En la literatura comunista, los ataques contra la libertad intelectual suelen enmascararse con oratoria sobre el «individualismo pequeñoburgués», «las ilusiones del liberalismo decimonónico», etcétera, respaldada por descalificaciones como «romántico» y «sentimental» que, al no tener un significado claro, son difí­ ciles de refutar. De ese modo, la controversia se ve apartada del verdadero problema. Es posible aceptar, como hace la mayoría de la gente ilustrada, la tesis comunista de que la libertad pura solo existirá en una sociedad sin clases y de que se es más libre cuando se trabaja en pro del advenimiento de dicha sociedad. Pero junto con eso se introduce la afirmación de que el Partido Comunista tiene como objetivo el establecimiento de una sociedad sin clases, y de que en la URSS dicho objetivo está en vías de cumplirse. Si permite que lo primero lleve aparejado lo segundo, puede justificarse casi cualquier asalto al sentido común y la decencia.

Sin embargo, se ha eludido la cuestión principal. La libertad intelectual es la libertad de informar de lo que uno ha visto, oído y sentido, sin estar obligado a inventar hechos y sentimientos imaginarios. Las habituales diatribas contra el «escapismo», el «individualismo», el «romanticismo» y demás son solo un truco escolástico, cuyo objetivo es hacer que la perversión de la historia parezca aceptable.

* Es de justicia admitir que las celebraciones del PEN Club duraron una semana o más y que no siempre tuvieron ese tono. A mí me tocó un mal día. Pero un estudio de los discursos (impresos con el título La libertad de expresión) demuestra que casi nadie en nuestro tiempo es capaz de hablar de un modo tan rotundo a favor de la libertad intelectual como Milton hace trescientos años; y eso que él escribía en plena guerra civil. (N. del A.)

** «Dare to be a Daniel, / Dare to stand alone; / Dare to have a purpose firm, / Dare to make it known.»


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