Por Juan Esteban Constaín
El Espectador
Sócrates a su esposa Jantipa:
"Salud
"Los dioses insisten en estar de mi lado. Ni la desgracia me ha redimido de semejante peso que, como lo preví, ha terminado por hundirme sin remedio. Al oír a mis jueces sólo sentía la fuerza de tu corazón, que siempre fue tu fuerza y la mía; tu cara serena me distrajo de entender la sentencia de la ciudad y la condena que me fue impuesta. Tu cara serena me distrajo del mundo, y hoy me obliga a estar en él por única vez para dejarlo. Soy Sócrates, no lo niego, y me aflige pensar que estás a mi lado por ese hecho y que si yo fuese otro hombre cualquiera, un ciudadano más, tú estarías con Sócrates, y no conmigo. Pero soy Sócrates, y debo aceptarlo así. He pasado tres noches sin poder dormir y sólo por breves momentos logro cerrar los ojos para descansar. Hay algo de desasosiego en mi desvelo, ciertamente, y un temor reverencial a la pesadilla que me acompaña desde el día del juicio. Ayer en la tarde, mientras me tendía en una losa del campo de nuestra casa, vino a mí y me sacudió sin piedad: en ella estabas tú con aquella alegría de tu juventud que, según dice Filón, hacía llorar a tu padre cuando nadie lo veía; una luz bienhechora bañaba nuestro mundo; de repente, tus ojos y los míos se encontraron y permanecimos en silencio; el sol arreció sobre nosotros y la alegría se fue de tu rostro. No te vi más y sentí que mi castigo se teje con tu ausencia. Como lo imaginarás, me desperté aturdido. Hoy le temo más al sueño que a la muerte.
"Lo has callado, pero ya mis amigos me lo han hecho saber: dicen que cuando caminas por las calles, el desdén fingido de los hombres y la risa de las mujeres te persiguen. Buscas ignorarlos —también eso me lo han contado—, pero no lo logras y la sombra de mis faltas te atormenta también a ti. ¿Dirán que tú, como yo, eres una sofista y una hacedora de dioses contrarios a la tradición? Quizá, pues la opinión del pueblo es capaz de cualquier cosa, y más cuando se trata de darles brillo a la vulgaridad y a la infamia. Mis discípulos creen que soy el hombre más inteligente de Grecia y todos los días me extienden halagos, que yo rechazo, en nombre de su gratitud. He tratado de asegurarles que se equivocan en grado sumo, y ellos, como ya lo hicieron mis jueces llamándome embustero, suponen que finjo para resaltar todavía más mi inteligencia. Pero te amo, y gracias a ti todos los días me siento más pequeño e ignorante. Toda mi vida he pretendido asir el universo con mis pensamientos y con mi alma y siempre he encontrado confusión; en tus ojos, en cambio, la claridad se apodera de todo y con sólo verte regar tus plantas o darles órdenes a los esclavos sé que la sabiduría es toda tuya y que nunca podré ser como tú. Nunca seré sabio. Muchos insisten en que una intriga a su debido tiempo habría podido rescatarme, y que con la misma habilidad de mis discursos en el ágora habría podido seducir a los ciudadanos para convencerlos de mi inocencia. Sabes que detrás de esto hay móviles más fuertes que nosotros mismos, y que la verdad y mi actitud discreta han sido enemigas de los usurpadores desde que llegaron al mando para estropearlo todo. Los dioses han trazado el camino de mi perdición y mi deber, hoy lo sé, ha consistido en andarlo tranquilamente. Quienes aún me alaban van por los salones hablando de mi muerte próxima como si se tratase de un sacrificio a la justicia de las leyes de Atenas. ¡Ah, lo que consigue la idiotez! ¿Es que nadie sabe que muero porque tú lo has querido? ¿Nadie es capaz de ver que en tu severidad yo tengo al más certero de los tribunales? Permaneces en silencio y, como en la pesadilla, no le das oportunidad a la alegría. Muero por ti, para ser digno de haberte amado. Muero también porque te has enterado de mi hijo con Kalastra, y me has pedido que beba la cicuta para evitarle a él la vergüenza en sus años adultos.
"Que así sea".