Por Rafael Gumucio
El País (ES)
Se cumplen 50 años de la publicación de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, el libro que hizo completamente inevitable el boom latinoamericano. La mayor parte de los protagonistas de este extraño fenómeno que nos dejó dos premios Nobel, y la costosa ilusión que escribir en latinoamericano podía ser rentable y hasta glorioso, están muertos. Los libros que quedan, los que sobrevivieron a su propia ambición — Conversación en La Catedral, Rayuela o El obsceno pájaro de la noche—, bebían de la idea de absorber todos los demonios de la patria a través de los demonios más personales del autor. Fueron best sellers paradojalmente porque eran libros exigentes, que pedían de alguna forma no sólo la complicidad del lector sino una especie de militancia. Eran libros que le debían mucho a Faulkner, Hemingway, Henry James y Sartre, pero también a Borges, Onetti y Juan Rulfo.
Son esos últimos autores lo que quizás explica el vínculo secreto entre la literatura latinoamericana más joven (los que nacieron del sesenta en adelante) y sus abuelos del boom. A la pregunta impertinente de “¿qué hay de nuevo en México?”, tendría que responder “Juan Rulfo”, que no sólo es el protagonista de la implacable Había mucha niebla, humo o no sé qué, de Cristina Rivera Garza, sino que está en la raíz misma de la indagación a la violencia mexicana a la que se han lanzado con todas las ambiciones literarias posible el imprescindible Emiliano Monge y los también inesperados Juan Pablo Villalobos y Yuri Herrera. Que otro de los grandes escritores mexicanos de hoy, Julián Herbert, venga (y vuelva) de la poesía es quizás también una señal de la relación con el lenguaje que marca su generación. Una seña de identidad, la relación con la poesía, que Herbert comparte con el chileno Alejandro Zambra, el peruano Jerónimo Pimentel y los argentinos Pedro Mairal y el fulgurante Fabián Casas. Tampoco están nunca lejos del verso el colombiano Juan Cárdenas y el chileno Matías Celedón, autores de una obra que no se parece a nadie ni a nada.
Si Rulfo, Borges o Silvina Ocampo, fantasma del que la argentina Mariana Enríquez ha sabido extraer los más curiosos secretos, son más actuales que nunca, nada parece haber envejecido más que los manifiestos de McOndo o del Crack mexicano. Su obsesión por dar por superado el boom, que contrastaba con su fascinación por la figura mundana de Fuentes, García Márquez o Vargas Llosa, deja a sus hermanos menores entre perplejos e indiferentes. Alberto Fuguet tuvo al menos la audacia de llevar esa doble obsesión hasta el límite, es decir, el delirio, en Sudor. Lejos de la pretensión de escribir en un español neutro, Gabriela Alemán, que es ecuatoriana, acaba de publicar Humo, la mejor novela paraguaya desde Yo el Supremo, de Roa Bastos. Por su parte, la chilena Lola Larra añade cómics a sus novelas mientras su compatriota Miguel Lafferte escribe con humor sobre la colonia Dignidad, un enclave alemán en el sur de Chile donde se ejercía la tortura y la pedofilia a diario. La violencia es también la protagonista de la obra de otra chilena, Nona Fernández, y de un modo terriblemente personal en la de Renato Cisneros.
Nada, o casi, tienen que ver los libros de Carlos Fonseca, Alejandra Costamagna, Álvaro Bisama o Diego Zúñiga, a no ser justamente que no son ligeros, ni internacionales, ni se hacen los tontos con el pasado de los países en que escriben, o contra el que escriben en el caso de la chilena Lina Meruane. El peruano Jeremías Gamboa escribe con ansia, con rabia, con una indesmentible gana que escapa del todo a la ironía y la distancia a la que nuestra política debería obligarnos. Con más pudor, también desde su historia personal se preguntan por la historia del país el argentino Mauro Libertella y la mexicana Guadalupe Nettel.
La mayor parte de esos libros y sus autores no puede permitirse quizás el lujo de intentar la novela total del boom, como no pueden permitirse el lujo de la revolución que embriagó a sus mayores. Pero leído con la distancia necesaria siguen contando la eterna historia del Comala de Rulfo, del Santa María de Onetti, del Macondo de García Márquez, de la Santa Teresa de Bolaño o de Open Door, el manicomio a cielo descubierto en que insiste en volver el argentino Iosi Havilio.
La literatura latinoamericana de hoy, cerca aún de la fogata en que se cuentan cuentos para dormir, pero cerca también de la ciudad alucinada y ruidosa, conserva esa que era quizás la fórmula del boom: unas ganas primitivas de contar y fundar mitos, y una conciencia sofisticada de las formas de cómo destruirlos. La literatura latinoamericana es hoy como ayer, una literatura tan viva que puede darse el lujo de dejar hablar a los muertos.
Rafael Gumucio (Santiago de Chile, 1970) es autor de novelas como ‘El galán imperfecto’ y ‘Milagro en Haití’ (Literatura Random House).