Por Mercedez Alvarez
Revista Ñ
Juan José Millás es uno de los más reconocidos escritores españoles. Se dio a conocer en 1975 con Cerbero son las sombras (Premio Sésamo), y desde entonces no ha parado de escribir y publicar. Autor de libros como Tonto, muerto, bastardo, invisible, La soledad era esto (Premio Nadal, 1990), El orden alfabético, El Mundo (Premio Planeta, 2007), Ella imagina y Letra muerta, entre otras muchas obras; es también periodista y colaborador habitual del diario El País. En ocasión de la edición argentina de Mi verdadera historia (Seix Barral), conversó con Ñ.
–Hace poco, a propósito del estreno de Zama, la película que se hizo sobre el libro de Antonio Di Benedetto, dijo Lucrecia Martel que la identidad le parecía una cárcel, una trampa. En sus novelas la identidad juega un lugar central y esta idea aparece de alguna forma, por ejemplo, en Letra muerta, en La soledad era esto, y de un modo muy marcado en Mi verdadera historia.
–Efectivamente, la cuestión de la identidad recorre toda mi obra como una variante más del problema de la esencia y la existencia, o la apariencia y la realidad. La sospecha es que la identidad sería la apariencia de algo que no se puede nombrar, y por eso la identidad es tan frágil, y más frágil cuanto más intentamos afirmarla. Esto ocurre, por ejemplo, en la institución militar. Cuantas más medallas se cuelgan más frágiles ve uno esa identidad.
–El escritor Alberto Olmos ha dicho en su blog, a propósito de Mi verdadera historia, que refleja un malestar suyo: el malestar de ser un escritor premiado. ¿Está de acuerdo con esta afirmación?
–En ese artículo Olmos se refiere de pasada al ajuste de cuentas que puede leerse en mi novela sobre esa idea de que la literatura que se vende es mala y la que no vende es buena. Resulta de un esquematismo atroz pero es cierto que funciona. A ella he de enfrentarme con frecuencia. En mi novela, el padre del protagonista, que es crítico literario, se niega a leer un cuento de su hijo porque ha sido premiado en un concurso comercial. He ahí un ejemplo de lo que digo. El estigma del éxito que a mí, particularmente, no me ha hecho daño. Pero hay autores a los que sí. Es sabido que en el fracaso se está más acompañado que en el éxito.
– ¿Cómo fue la génesis de esta novela?
–Se publicó originalmente en El País con seudónimo. Pasó un poco inadvertida, porque fue en verano, y además ocupaba muy poco lugar en el periódico. A mí me gustaba muchísimo y me parecía de lo mejor que había escrito. Así que un día, hablando con mi editora, decidimos publicarla. Con mucha fortuna, puesto que en España alcanzó enseguida cuatro ediciones.
–El tema de la infancia en su literatura es recurrente. ¿Podría hablarnos del tratamiento de la infancia en su obra?
–La traté en el libro El Mundo, y luego creo que no ha ocupado tanto lugar, excepto ahora en esta novela, donde se trata la infancia y la adolescencia. Yo creo que son territorios que se tratan mejor en la madurez que en la juventud, sobre todo la adolescencia, que es una etapa muy conflictiva. El adolescente está deseando abandonarla, salir de ella, pero a los pocos años de haberla abandonado se encuentra con que tiene hijos adolescentes, y esos hijos adolescentes evocan su propia adolescencia. Hay una conflictividad por eso entre padres todavía jóvenes e hijos adolescentes.
–Se da un cruce entre edades e identidades.
–Porque la adolescencia es una edad de indeterminación, se pone en cuestión la identidad. Es una edad de búsqueda desesperada de modelos y de identidad. Esa indeterminación produce mucha confusión, y por eso es difícil acercarse desde la adolescencia. No había podido hasta ahora hacerlo, porque en El Mundo me había acercado a mi propia infancia y mi propia adolescencia, pero aquí hablo de la adolescencia en general, porque este joven puede representar o metaforizar a otros muchos. Suelo citar, cuando hablo de esto, los Diarios de John Cheever. El empieza diciendo: “en la madurez hay misterio, hay confusión”, y yo creo que esta primera frase de los Diarios de Cheever podría empezar también el diario de un adolescente. En la adolescencia hay misterio y hay confusión. Hay mucha más proximidad entre el adolescente y la persona madura que entre la persona de cuarenta o cincuenta años y el adolescente. La mejor época para acercarse a la adolescencia es la madurez, o por lo menos yo no había podido acercarme hasta ahora.
– ¿Qué puede decirnos de los personajes de Mi verdadera historia?
–A simple vista el protagonista es el adolescente, pero en una mirada más profunda, más detenida, hay dos protagonistas por lo menos que están enfrentados, que están compitiendo.
–Esta parece la historia de todos los hombres del universo.
–Exacto, es la historia de todos los hombres del universo.
–De todas formas, hay temas que retoma de libros anteriores, porque esta competencia con el padre está en otras novelas, y también la presencia de la madre, que siempre es omnisciente.
–Sí, la madre, efectivamente, tiene aquí una presencia excesiva en la vida del niño, tanto que es capaz de adivinar sus pensamientos, de leer y de adivinar todos sus movimientos, a diferencia del padre, que no sólo no es capaz de leer sus movimientos, ni de leer su prosa, sino que permanece completamente ajeno a él. Sin embargo, entre la madre y el hijo se produce una comunicación tan intensa que llega a ser incómoda.
–Saliendo de su obra: hace poco la escritora española Belén Gopegui decía que le parecía que en la literatura argentina había más necesidad de subvertir, más innovación, mientras que en la española hay menos riesgo. ¿Está de acuerdo?
–Yo no estoy tan al tanto como para poder hacer una afirmación como esa. Tampoco la contraria. Leo de un modo muy caótico, muy por impulso, y no establezco este tipo de distinciones. Me parece que son útiles, pero no van con mi temperamento. No lo sé, realmente. Soy muy poco profesoral.
–Hemos hablado de identidad, y usted viene de un lugar (Valencia) que tiene una marcada identidad y un idioma propio. ¿Qué opina del proceso independentista que está viviendo hoy Catalunya?
– ¿Y de cuánto tiempo disponemos para esta respuesta? (Risas). Bueno, la pulsión nacionalista en Catalunya existe, y posiblemente existirá siempre, pero la obligación de los políticos es que este asunto se arregle cada treinta o cuarenta años para un par de generaciones. Esto se podría haber arreglado para un par de generaciones sin haber llegado a esta situación. No se ha hecho, por torpeza política y también porque al Partido Popular le ha venido muy bien para cosechar votos en España, del mismo modo que el antiespañolismo le ha venido muy bien a la derecha nacionalista catalana para cosechar votos en Catalunya. Por supuesto esto es muy esquemático, es evidente. Pero así se ha llegado a esta situación desgraciada de la que espero podamos salir. Porque ya hay una ruptura afectiva –real y agrandada– entre Catalunya y España. Ya las empresas catalanas se están yendo a Madrid o a Valencia, o a Baleares, con el desastre económico que esto supone. La situación es dramática. Veremos cómo se resuelve, pero se podría haber evitado si los políticos no trabajaran con visiones cortoplacistas y meramente cuantitativas.
Mi verdadera historia, Juan José Millás. Seix Barral, 112 págs.
De la costumbre de mojar la cama
Un niño de doce años no es amado por su padre y todavía se mea en la cama. Por eso, toma una decisión radical: tirarse por un puente hacia una autopista, hacia los autos, y morir. Se para frente al puente pero, antes de saltar, decide probar la fuerza de gravedad y tira una bolita de vidrio. La bolita se estrella contra el parabrisas de un Mercedes y provoca un accidente. Toda la familia que va en él muere, menos una niña.
Si Millás nos había dicho, hace años, que escribir es “abrir una herida y cauterizarla al mismo tiempo”, como hacía su padre cuando probaba en trozos de carne su bisturí eléctrico, ahora retruca: “escribir es un modo respetable de seguir meándose en la cama”. Porque efectivamente, en cuanto el protagonista de este libro empieza a contar su verdadera historia, deja de mearse en la cama. Ya antes, viendo a su padre hablar por televisión en un programa sobre libros, había tenido la intuición: “Confirmé oscuramente que mi sitio, de tener yo un sitio, estaba entre los que escribían, porque no me costó imaginármelos meándose en la cama”.
Millás revisita en Mi verdadera historia los temas recurrentes de su literatura. La madre, siempre omnisciente, compartiendo el secreto. (Hay algo proustiano en la manera en que Millás plantea la relación del protagonista con la mujer en el libro. Ese beso que la madre le da al padre –crítico literario– luego de su primera intervención televisiva, que lo aflige más de lo que le alegra a él, y que es como ese beso que la madre no le da a Marcel en Combray por encontrarse en una fiesta. Esa madre ausente-presente, a quien él querría comunicarle su secreto, sin conseguirlo). El padre, espejo que el protagonista nunca alcanza, sordo a todo dolor del hijo (“en una relación amorosa”, diría Onetti, “hay por lo menos uno que es sordo. Por lo general los dos”), que espera hacerle llegar su mensaje convirtiéndose en escritor.
“Yo escribo porque mi padre leía”. Así empieza Mi verdadera historia, esta particular carta al padre, esta historia “morbosa” donde un niño se enamora de la única superviviente de un accidente que él mismo provocó.
La ironía de Millás en este libro es igual que el bisturí de su padre: abre y cauteriza heridas, pero nunca se abandona al cinismo. Nunca pierde profundidad.
¿Quién es el lector de esta novela? Poco más de cien páginas, un libro ilustrado, una tapa que desconcierta, también ilustrada (lo compraríamos para nuestro hijo o sobrino), y sin embargo, una frase nos advierte la impostura: “Comprendí […] que los adultos eran niños también, que eran personas muy desamparadas, que hacían frente a los ataques de la realidad, más que como debían, como podían”.
Mi verdadera historia es un libro para todos nosotros, lectores (o, como diría Millás, los que hacemos la cama que otros mean), niños y adultos-niños que avanzamos a tientas, muertos en vida como el protagonista de la historia, con la esperanza de poder cerrar la puerta desde el lado de afuera.