Por José Luis Ramírez León
El Espectador
Malvivió en hoteles, generoso a manos llenas compartiendo lo poco que tenía, siempre debió, bebió y escribió en público rodeado de amigos y conocidos, en restaurantes, cafés o bares.
Afirmaba ser hijo de un conde polaco, haber sido oficial del Imperio Austro-húngaro en la Gran Guerra, haber conocido a Trotsky y haberse convertido al catolicismo. Todo esto hacía parte de una ficción que le gustaba propagar para generar un halo de misterio y gozar de los incautos que le creían. Sin lugar a dudas su mejor obra fue su propia vida. No en vano el certificado de defunción lo catalogó como “un individuo sin profesión”. Cruel paradoja.
Había nacido en Brody, en 1894, ciudad por entonces perteneciente a la Galitzia del Imperio de los Habsburgo, en la frontera polaca con Rusia. De familia judía y clase media baja, estudió la Universidad en Viena, capital imperial, e ingresó al ejército -como suboficial- en la Primera Guerra Mundial. Con la desintegración del Imperio su ciudad natal terminaría en Ucrania. A partir de entonces vivió interiormente como apátrida, pues a pesar de que adoptó la ciudadanía austríaca, nunca terminó de desprenderse de un pasado ya inexistente. Varios de sus libros, La Marcha Radetzky, Fuga sin Fin y El Busto del Emperador, entre otros, así lo evidencian. Coqueteó con el socialismo y el anarquismo, a comienzos de los años veinte. Sin embargo, un viaje periodístico a la Unión Soviética lo curó de dichas simpatías y lo afianzó como monarquista, defensor acérrimo del fallecido Emperador Francisco José y, más adelante, del retorno de su sucesor al trono.
A pesar de “profesar el arte de ser judío, pero no ser como un judío”, en sus últimos años se decía católico. Su propio entierro, fuera de generar un gran problema entre sus amigos de ambas creencias, fue otra muestra de su peculiar historia personal. Asistieron: un sacerdote, un rabino, tres de las mujeres a las que amó, pues su esposa judía había padecido una enfermedad mental y terminó en un hospital siquiátrico, para luego ser asesinada por los nazis en Austria. También estaban presentes el secretario personal del heredero al trono Austro-húngaro, la ex esposa de Stefan Zweig, dado que el escritor, su gran amigo, no alcanzó a llegar, un alto representantes de los comunistas austríacos, exiliados de toda Europa, escritores, periodistas y más de un apátrida al que el “Santo Bebedor” le dio la mano, a pesar de su propia pobreza.
Su obra está compuesta por 13 novelas, 8 relatos y una gran cantidad de artículos que publicó en diferentes medios impresos en varios países, en especial el Frankfurter Zeitung. Como dice Antonio Muñoz Molina “escribía sus artículos a toda prisa en agobios de última hora que se convertían en rachas de inspiración. También sus novelas más ambiciosas…”. Era lógico pues sobrevivía gracias a los anticipos que recibía por los libros o artículos por publicar. De ahí su afán en poder enviar textos para cumplir y esperar un próximo anticipo. Hay quienes lo califican como poseedor de un estilo “melancólico, irónico-burlón”, para otros como alguien que logró incorporar la poesía en su prosa, y otros más como un escritor oscuro. Con seguridad hay algo, o mucho, de esto en él. Un amigo suyo dijo que “a Roth le interesaban muy poco las teorías de la novela. En ese sentido era un artista naif. Tenía la relación de un artesano con su oficio”. El propio autor escribió: “siempre me ha faltado corazón. Desde que soy capaz de pensar, pienso sin piedad”.
Lo cierto es que su angustiante y atormentada vida, regada por el licor, pudo haber quedado olvidada para siempre bajo los escombros de la guerra. Stefan Zweig, con quien mantuvo una muy activa correspondencia, quiso escribir un libro sobre Roth, a quien invitó a ir a Brasil con él. El suicidio de Sweig en Florianápolis no le permitió plasmar este testimonio sinigual. En una de las cartas cruzadas, Joseph Roth le suelta al gran historiador una frase lapidaria: “ser amigo mío es funesto”.
Para el lector que desea saber un poco más de este personaje de novela, se da pronta cuenta de que más que un escritor de culto, es un referente obligado para una gran cantidad de fieles lectores, críticos y académicos que continúan reivindicando su obra. Job, La Cripta de los Capuchinos, Hotel Savoy, La historia de la noche mil dos, El Profeta Mudo, El Anticristo, El Triunfo de la Belleza, el Jefe de Estación Fallmerayer, y la recopilación de sus crónicas en Judíos Errantes, El juicio de la historia o La filial del infierno en la tierra, son de lectura obligatoria. Varios de sus libros y relatos fueron llevados al cine o al teatro. Uno de los más bellos es La leyenda del Santo Bebedor, texto con mucho de autobiográfico, producción dirigida por Ermanno Olmi.
Como un profeta del apocalipsis que se avecinaba, Roth escribió esta frase premonitoria en 1932, en Berlin, un año antes de la llegada de los nazis al poder en Alemania: “Es hora de partir. Quemarán nuestros libros y a nosotros con ellos (…) hay que irse para que solo sean los libros los que van a quemar en la hoguera”. De allí su exilio en París. Como señala otro de sus críticos, “en Roth, el periodismo nunca fue pasado, siempre estuvo presente”. En 1984 Klaus Westermann recogió del olvido en las hemerotecas los trabajos periodísticos de un autor que “había fascinado a dos generaciones antes”. Aventurando una hipótesis, su relación indisoluble periodismo/literatura vendría a ser rediviva muchos años después, y de qué manera, por el Maestro Gabo. Es un tema que da para una mayor profundización.
Pocos días antes de morir escribe una serie de artículos sobre la Guerra Civil española. Uno de ellos, El payaso desconocido de Barcelona, es una pieza magistral, digna de una antología de textos poéticos dentro del horror de un conflicto armado. Escéptico por naturaleza creía ser “… totalmente incapaz de preservar más espacio en mí para clase alguna de entusiasmo en detrimento de mi escepticismo”. Ahí queda pues un maravilloso autor y personaje a la espera de buenos lectores.