Revista Pijao
Joan Didion: encantadora de serpientes
Joan Didion: encantadora de serpientes

Por Óscar Molina V.

El Espectador

La veremos casi siempre así: sentada en el sillón blanco de su departamento neoyorquino. El plano no se abrirá más allá de donde sus manos se extiendan cuando intente recordar, explicar o remarcar algo. Vestirá el mismo saquito gris, de lana, con una fina cadena de oro encima. La melena le caerá ordenada, sin preocupación. Tenerla así de cerca, tan al frente nuestro, nos remarcará su vejez con insistencia: los dientes amarillos, la mirada líquida. Desde esa distancia calculada, y durante la corta hora y media que dura el  documental Joan Didion: The Center Will Not Hold (disponible en Netflix), escucharemos las memorias retaceadas de esta brillante autora estadounidense que en 1979 escribió: “Nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir”. Esta vez,  como ya lo ha hecho antes en sus libros, ella repasará la suya sin autocompasión: una historia signada por la pérdida, los hallazgos, el amor y las serpientes.

Para los lectores/fans de Didion, el material recopilado por su sobrino Griffin Dunne, director de la cinta, quizá no resulte del todo revelador, pues el principal hilo conductor de este perfil tardío son algunos de los textos con los que la escritora empezó a forjar, a finales de los años 60, su acertada fama de observadora elegante, sagaz y hasta neurótica. Leídos por gente de su entorno y por ella misma, los fragmentos de sus piezas periodísticas van apareciendo como la música de fondo de imágenes de archivo que no llegan a ser tan sugerentes como su prosa quirúrgica. Basta un ejemplo: en 1967, allí donde el resto del mundo contemplaba a los hippies como un movimiento contracultural en su máximo esplendor, Didion, en su magnífica crónica Arrastrarse hacia Belén, lo definía como “el intento desesperado, por parte de un puñado de muchachos patéticamente desprovistos de recursos, de crear una comunidad en medio de un vacío social”. Si por algo importa tanto retratarla es porque ella, como pocas, ha sabido desentrañar las decepciones intrínsecas de esa y otras tantas utopías.

“La extrañeza de Estados Unidos se metió en sus huesos y salió del otro lado de la máquina de escribir”, dice convencido el crítico y escritor Hilton Als, para quien Didion logró construir una narrativa sin concesiones sobre el desequilibrio de una época. Como él, otros críticos, otros amigos y otros familiares van acumulando opiniones halagadoras sobre ella, así como también van exponiendo detalles más cercanos al cotilleo que a las verdades íntimas. Su editora Shelley Wanger, para muestra, cuenta que Didion es tan perfeccionista que cuando está atascada con una historia, guarda el manuscrito en la refrigeradora. La escritora Susanna Moore, que vivió con Didion en Hollywood durante un tiempo, recuerda que siempre la veía bajar a la cocina, muy tarde a la mañana, completamente sedienta: “Bebía una Coca-Cola fría, usaba gafas de sol y no hablaba”. Así, el mito, la mujer y la autora se apretujan en una misma cinta que intenta, sin ningún disimulo, convertir a Didion en lo que ya es desde hace mucho: un ícono pop.

Pero aún con sus costuras y omisiones, la película —sensiblemente musicalizada por Nathan Halpern— también nos regala momentos conmovedores. Uno de ellos ocurre cuando su sobrino le cuenta al oído qué pasó cuando se conocieron y ella, con la mirada dislocada por la emoción, se ríe como una niña a la que se le relata, por primera vez, los secretos del mundo. Otro sucede cuando ella y su amiga Vanessa Redgrave, sentadas una junto a la otra, revisan un álbum de fotos y rememoran —ya sin dolor— a sus muertos. Al igual que la poeta Elizabeth Bishop, Joan Didion aprendió a dominar el arte de perder: en 2003 murió John Gregory Dunne, su amigo, su compañero, su mejor lector; dos años después, la que falleció fue Quintana, su hija adoptiva. De aquellos episodios traumáticos para cualquier mortal nacieron dos de sus mejores y más luminosos libros: El año del pensamiento mágico (2005) y Noches azules (2011). En ellos, la mujer frágil a la que veremos retirarse a paso lento a su habitación despliega una de sus reflexiones más íntimas, sensatas y temerarias: que los miedos, los benditos miedos, son apenas serpientes a las que hay que saber mirar de frente.


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