Por Anatxu Zabalbeascoa Foto Lorenzo Castore
El País (Es)
Hace un lustro la exitosa escritora Jhumpa Lahiri (Londres, 1967) decidió convertir un año sabático en Roma en una transformación vital. Se quedó tres años con su marido y sus dos hijos y pasó a escribir en italiano. Hoy no quiere volver a hablar de los bengalíes que protagonizan El intérprete del dolor, En tierra desacostumbrada o La hondonada, publicados en España por Salamandra. La suya es la historia de una renuncia al éxito, al dinero y a la lengua para mantener las riendas de su vida.
La grandiosidad de la vista desde su ático en lo alto del Gianicolo contrasta con la sencillez con la que está amueblado el piso, como si lo importante quedara a los pies de la casa. Habla un italiano perfecto. “Ciao, amore”, saluda a su marido, el periodista neoyorquino de origen guatemalteco Alberto Vourvoulias. Y ofrece cerezas y agua con gas. Dulce, menuda, firme y con una fortaleza de junco, relata la historia del éxito que amenazó con devorarla. Y explica cómo le plantó cara.
La entrevista transcurre en la terraza, como si no pudiera separarse de las vistas al Aventino romano. Cuenta que Jhumpa, su seudónimo, no remite a nada, “no es como el nombre de mi padre, Amar, que significa inmortal”. Se lo puso su madre, igual que los de nacimiento, Nilanjana Sudeshna. “Los eligió confundida en el hospital de Londres. Tuvo que decidir en un momento lo que en India uno reflexiona durante un tiempo, hasta que el carácter del bebé termina por decidirlo”.
Empezó sin prisas pero imparable. Con 34 años logró el Pulitzer con su primer libro de cuentos, El intérprete del dolor. Luego siguieron ventas astronómicas y una película a partir de su primera novela… ¿Necesitó huir de tanto éxito? Tengo una relación difícil con esa identidad, la del éxito.
No es la primera vez que está incómoda en su piel. Mi primera incomodidad nació de mi relación con Estados Unidos. Pero el problema siempre ha sido el mismo: que mi identidad esté en manos de otras personas. He necesitado levantar barreras para construirme a mí misma.
Hace una década decidió estudiar italiano obsesivamente. Hoy ha abandonado el inglés y ha publicado dos pequeños ensayos en italiano. ¿Otra lengua consolidará su identidad? El italiano ha sido una pasión, una fuga y también una cura. Es lo que me ha permitido poco a poco llegar a ser otra.
¿Por qué necesitaba ser otra? ¿Por qué arriesgarse a expresarse en un idioma que no controla cuando se gana la vida escribiendo? Uno debe correr riesgos. Incluso en inglés crear era para mí un juego peligroso. Era ir contra las expectativas de mi familia.
Creí que su padre era bibliotecario. Pero eso tiene poco que ver con ser artista. Asumieron, y yo casi también, que tras el doctorado me convertiría en catedrática. Querían para mí la seguridad de la vida americana que ellos habían logrado. Irónicamente, ahora doy clase en Princeton, pero he llegado por otro camino: porque soy escritora, no por mis estudios. Y eso es lo que quiero ser.
Una autora en perpetua transformación. Aunque Beckett, Nabokov o Agota Kristof cambiaran de idioma, sorprende que escriba ahora en italiano. Para mí es una esquina más. Ya me pasó cuando decidí que quería escribir. Tenía mucho miedo, pero por costoso que sea, y lo es, se decide una vez si uno quiere ser libre o no. El resto son matices.
¿De dónde sacó el valor para intentar ser quien quería ser? Me volví loca de amor por la persona con la que supe que tenía que estar. Eso da fuerza. Mi vida parecía hecha, iba directa hacia una carrera académica. Pero tenía un secreto, escribía. Sentirme amada abrió ese secreto cerrado con llave.
Su marido la apoyó. Mi suegra era escultora. Alberto venía de un mundo en el que uno podía plantearse la vida ampliamente. En el momento oportuno, al borde de los 30, por fin encontré un buen hombre.
¿Conoció a muchos malos? Los suficientes para valorar al bueno.
Su primera decisión libre fue convertirse en escritora, la segunda hacer del italiano su lengua, ¿cada cuánto va a necesitar cambiar para sentirse dueña de su vida? ¿Quién sabe? Pero creo que este último cambio bastará. Variar de lengua con 45 años es bastante serio.
Particularmente si involucra a su familia. ¿Es posible reinventarse como persona sin sacrificarlo todo? Cualquier cambio requiere no solo sacrificio, también traición. [Cita en italiano: Ogni cambiamento richiere un tradimento]. Creo que es cierto incluso biológicamente. Para que mi hija sea quien es ha tenido que perderse la que fue hace tres años. Uno gana y pierde. Coge y suelta. Así nos alimentamos: tomamos y dejamos, de lo contrario no funcionaría. Creo que la identidad es eso.
¿Cree que sus editores hubieran publicado In altre parole, su memoria en italiano, si no hubiera sido una escritora famosa? No lo sé. Nunca lo había pensado.
Paradójicamente, ha sido el éxito del que quería escapar lo que la ha permitido escapar. No era olvido ni ignorancia, era distancia lo que necesitaba. Aprender italiano era completamente necesario para mi viaje personal. Si el objetivo es ser feliz y sentir armonía con el mundo, eso solo lo logré después de esta segunda decisión.
¿Cómo afectó esa decisión a su familia? Mi marido escribe y traduce, un trabajo privilegiado, pero pésimamente pagado. Ahora vivo de dar clase porque ya no cobro casi de lo que escribo. De los textos en italiano obtengo poco dinero.
¿No va a volver a escribir en inglés? De momento, no. Ha sido un sacrificio económico importante. Aunque encuentro liberador ganarme la vida con un trabajo que requiere energía pero le permite a uno irse a casa. Prefiero eso a la presión exagerada de tener que hacer un libro que se venda bien. No quiero escribir para complacer a nadie. Para eso preferiría convertirme en jardinera.
Cuando decidió mudarse a Italia, ¿se enfrentó más a sus padres o a sus editores? Pensábamos que tendríamos una pequeña aventura, nadie anticipó que transformaría nuestra vida. Pero un año no fue suficiente. Mi hija Noor era muy niña. Pero mi hijo Octavio se enfadó. No entendía lo que estábamos haciendo. Traté de explicárselo y siguió enfadado, pero escuchó. Si uno está dispuesto a arriesgar no hay vuelta atrás. Lo menos que podemos hacer en la vida es tratar de ser felices. No es ser egoísta, sino entender lo necesario. Lo que quiero transmitir a mis hijos es que se beban la vida hasta el final del vaso.
¿Qué crea las raíces? ¿Los lugares, la educación, la familia? El amor hacia otras personas, hacia la literatura —en mi caso— o hacia el barrio. Yo amo este lugar. Me gusta todo sobre mi vida cotidiana. Cuando me fui de Nueva York no eché de menos la ciudad. Alberto y mis hijos, sí, pero yo no. Estudié, trabajé y tuve hijos allí. Tengo recuerdos muy bonitos, pero no tenía raíces. En Roma me siento segura. Y valiente. Eso es lo que debe ser una casa: un lugar donde uno se siente protegido y alentado.
Sus relatos cuentan lo que se gana y se pierde con las elecciones vitales. Creo que siempre escribo sobre huidas. La desubicación y la metamorfosis están en mi trabajo desde el principio.
En italiano parece otra escritora. No me gusta sentirme responsable como creadora. Creo que es un error. Si fuera piloto de avión afrontaría mi trabajo con gran sentido de la responsabilidad. Pero cuando escribo solo quiero ser responsable ante mí misma. Y creo que hemos perdido esa noción del creador. Hoy los artistas dan explicaciones. Tienen que aclarar lo que significan las cosas… Ahora que trabajo en italiano muchos indoamericanos me han dicho: “¿Ya no vas a escribir de nosotros?”. ¡Mi intención nunca fue escribir sobre ustedes!
No quiere ser la voz de los bengalíes emigrantes. No puedo serlo. Yo me enamoré de la literatura sin encontrar jamás un personaje que ni remotamente se pareciera a mí o a mis experiencias. Crecí leyendo a Shakespeare, Thomas Hardy o Tolstói no porque me hablaran sus personajes, sino porque son obras de arte. Y las obras de arte tienen el poder de ir más allá de los mundos estrechos. ¿Si mis padres son inmigrantes solo debo leer historias de gente cuyos padres son inmigrantes? ¡Per carità! Si es literatura, debe ser capaz de hablar a todos.
Vivimos en un mundo de consumo a la carta. Todo el mundo online se basa en eso. Amazon envía continuamente mensajes: “Si compraste esas sillas te gustarán estas”. De modo que nunca te gustarán sillas completamente diferentes porque ni sabrás que existen. La vida está empobreciéndose por las simplificadoras herramientas del marketing. El arte y la literatura sirven para ampliar, no para limitar nuestros pequeños mundos.
¿Cuando era joven sentía deseo de pertenecer a una cultura? Sentía desesperación. Pero me liberé de eso. Era doloroso, un sentimiento de inferioridad y fracaso.
¿Por qué se sentía inferior? Porque no soy estadounidense. América para mi madre era el enemigo. Y yo me moría por integrarme porque odiaba sentirme diferente. Detestaba todo sobre mí misma: mi nombre, mi aspecto… Y ese es un sentimiento devastador.
¿Salió de todo eso sin ayuda? No. Tuve mucha ayuda. Me he psicoanalizado durante años.
¿A su hermana le pasó lo mismo? No puedo hablar por ella, pero creo que no vivió tan atormentada. Es siete años más joven, nació en América y para entonces mis padres llevaban una década fuera de India. Cuando yo nací mi madre se pasó años negando nuestras vidas. No quería que nada de lo que nos rodeaba nos tocara. Y eso es imposible. No confiaba en el lugar donde había ido a vivir. Todo para ella era una amenaza. Tuve que lidiar con eso. Cuando mi hermana nació, el hielo ya estaba roto.
Pasaban los veranos en Calcuta. Creo que es imposible ir y no reaccionar ante lo que ves. Me interesaba mucho habiendo crecido en un lugar tan estéril como Nueva Inglaterra. Me estimulaba. Es un lugar visceral, como Roma elevado a la enésima potencia, un sitio que te hace pensar. Pero lo que no me gustaba era sentirme diferente también allí. Allí éramos los americanos: que si éramos ricos, que si teníamos máquinas que nos limpiaban la casa. Creo que pensaban que vivíamos en la Casa Blanca. Yo sentía la presión por tener allí una experiencia que no era mía: la de volver a casa. Aquello no era mi casa. Con todo, había algunas cosas por las que podía dejar de preocuparme. Por ejemplo, mi nombre. Parece poco, pero es mucho. Allí mis padres eran gente en un contexto. En América eran criaturas aisladas.
Pero todavía viven en Estados Unidos. Mi padre decidió que se quedaban. Su cultura es así, son los hombres los que deciden.
Sin embargo, como sucede con algunos de sus personajes, era su madre quien le buscaba a usted un marido. Sí.
¿De Calcuta? Eso era lo ideal, pero podía ser también un inmigrante indio, alguien como yo.
¿Qué dijo cuando apareció con su marido? No sabían qué hacer. Pero lo quieren mucho. Uno tiene que evolucionar. Mi insistencia en refugiarme en el cambio es una reacción a mi madre, que, básicamente, se negó a cambiar y rechazó la realidad porque la realidad es cambio. Todo se transforma. No hay otra manera de entender la vida. Mi madre estaba en contra de la vida. Y eso es una batalla perdida: garantiza tu propia infelicidad y la de quienes te rodean. Quiero a mi madre y me angustia que naciera en un tiempo y una cultura que esperaba de ella que se adaptara a los deseos de los demás. Ella tuvo una boda arreglada. Se casó con mi padre, que vivía en Londres. Como mi padre quería ir a América, ella fue; como quiso quedarse, ella se quedó. ¿Dónde queda una persona en una vida así? Creo que le aterrorizaba dejar de ser lo que era. Con sus fijaciones sobre cómo teníamos que vivir, vestir o comer nos enviaba el mensaje de que no podíamos dejar que el enemigo se colara en nuestra casa. He conseguido que mi vida no sea así y estoy agradecida.
¿Cómo es su madre hoy? Igual y distinta. Tiene 77 años y puede conducir un coche o irse a comer un trozo de pizza. Eso hubiera sido impensable en India. Sin embargo, tiene vivo el recuerdo de la chica que fue, de cómo durmió entre sus padres hasta que se casó.
¿De dónde se sienten sus hijos? Son americanos, pero espero que se sientan del mundo. Han aprendido a adaptarse. A lo mejor les hago daño. Pero asumo esa responsabilidad. Les pido que sean ellos mismos. Que estén cómodos en sus huesos. Que sean lo que quieran ser.
¿En el mundo ha encontrado más racismo, clasismo o sexismo? Todo eso. Toda mi vida he sido muy consciente de la intolerancia y los prejuicios.
¿Sus hijos no los han vivido? En parte sí y en parte no. Los humanos estamos más programados para defendernos que para mezclarnos. Podría decir que hoy hay menos sexismo: soy una mujer que da clase en Princeton. Lo mismo sucede con los estudiantes. Hace dos generaciones eran todos blancos. El mundo, mi mundo, parece haber cambiado. Pero en algunos aspectos nada se ha modificado y los cambios no van a mejor. La política lo refleja. Solo la ciencia me da esperanza en el mundo.
¿Cómo educar sin optimismo? Todo cambia. Si no aceptas ese principio básico, estás eligiendo una vida de infelicidad continua. Si no miramos hacia fuera para tratar de entender y escogemos obsesionarnos con nuestro pequeño mundo, al final lo que hacemos es construir miedos.
¿La visión del mundo que describe no precisa cierta posición económica? ¿Cualquiera puede permitirse esa apertura mental? Hay millones de personas con todo el dinero del mundo y cero innovadoras. Quiero creer que la apertura mental no depende del dinero. Depende de la lucidez más que de las oportunidades. La razón por la que pienso que uno puede abrir su mente sin dinero es porque creo en la literatura. Cualquiera que tiene acceso a una biblioteca puede hacerlo.
¿Qué libro abrió la suya? Leer. Ningún libro en concreto.
En sus obras hay miedo a la tecnología. Los teléfonos inteligentes nos hacen estúpidos. Han acaparado nuestra atención.
Ha escrito sobre cómo en el mundo animal para convertirse en mariposa debe desaparecer el gusano. En el mundo humano, incluso si alguien se cambia de sexo, no puede dejar atrás todo su pasado. Cargamos con lo que hemos sido. Podemos alterar, pero no deshacer. ¿Cuál es entonces la realidad? Eso es lo que me fascina y aterroriza a la vez: lo que nos hacemos a nosotros mismos para dejar de ver lo que tenemos delante.