Revista Pijao
Hoteles contra la rutina
Hoteles contra la rutina

Por Juan Tallón

El País (ES)

Hoteles, pensiones o moteles en mitad de la nada son consustanciales a la novela desde hace siglos. Envuelven la acción, alimentan la intriga. Miles de personajes no tendrían sin ese techo un lugar donde refugiarse, ni aventuras que correr, ni soledad bastante, ni quizá secretos, ni un paraíso o un infierno al que descender. El hotel aporta lo que el escritor argentino Eduardo Berti denomina “territorio favorable”, en el que tienen lugar los “indispensables encuentros” de una trama. Los hoteles son símbolo de refugio, enigma, hogar, huida, infidelidad o crimen. En un hotel de Ruán, Emma Bovary y Leon Dupuis se dejan llevar en una electrizante aventura. Rodion Raskolnikov, en uno de los gestos culminantes de la novela rusa Crimen y castigo, mata a su casera en la pensión donde le alquila un cuarto inmundo. Hospedado en un hotel de playa, Seymour Glass saca una pistola de la maleta mientras su novia duerme y nos deja helados. Junta Larsen llega un día a la Santa María de Onetti e ingresa en el hotel Berna, donde se bebe y conspira. Gustav von Aschenbach se aloja en el Hotel des Bains a punto de enamorarse y morir en Venecia. Hoteles, hoteles y más hoteles.

El hotel es un complot contra la vida rutinaria, y “epicentro y unidad de lugar para un mosaico narrativo”, y puede decirse que “cada escritor hace de su hotel un emblema personal”, afirma Berti a propósito de Vidas de hotel, volumen publicado en la editorial Adriana Hidalgo, donde se recoge una treintena de relatos ambientados en hoteles. Henry James, Maupassant, Julio Cortázar, Dino Buzzati, Ricardo Piglia, Katherine Mansfield, James Joyce, Somerset Maugham, Roald Dahl, Chéjov o Scott Fitzgerald son algunos de sus autores.

Berti hace coincidir el esplendor de los hoteles modernos, pensados para viajeros acomodados, con la publicación en 1878 de El hotel encantado, de Wilkie Collins. A partir de entonces la narrativa ya no se detendría, llenándose de hoteles de todas las clases. El marinero Billy Bones, y el cofre en el que porta el mapa del tesoro, se hospeda en la vulgar posada del almirante Benbow. Marcel Proust se inventa un lujoso Gran Hotel al pie de la playa de Balbec, en Normandía. “En la apacible costa de la Riviera francesa, a mitad de camino aproximadamente entre Marsella y la frontera con Italia, se alza orgulloso un gran hotel de color rosado”, así comienza Suave es la noche, de Scott Fitzgerald, que convierte el Hôtel des Étrangers y la “brillante alfombra tostada que era su playa” en el enclave desde el que ahondar en la clase alta estadounidense y la caída de uno de sus triunfadores.

Joseph Roth condensa en las plantas del Savoy a una sociedad entera. En La habitación diecinueve, Doris Lessing retrata a un ama de casa harta de su familia, que cada día se hospeda durante dos horas en un hotelito de Londres. En los hoteles en los que se registran los personajes de También esto pasará, de Milena Busquets, se bebe, se hace el amor y se abandona a los amantes, como ocurriría en un hogar común. Celeste 65, la nueva novela de José C. Vales, transcurre durante los años sesenta en el Hotel Negresco, de Niza, en un ambiente pop y glamuroso. Stephen King, que en las vacaciones de 1974 se hospedó en el hotel Stanley (Colorado), aprovechó esa experiencia para años después imaginar el hotel Overlook y en torno a él escribir El resplandor.

Piglia sostenía que “vivir en un hotel es el mejor modo de no caer en la ilusión de ‘tener’ una vida personal, de no tener, quiero decir, nada personal para contar, salvo los rastros de los otros”. En 1969, ante la BBC, ya se pronunciaba así Vladímir Nabokov, que en Lolita sitúa la primera relación entre Humbert Humbert y la joven protagonista en el hotel El cazador encantado. El escritor de origen ruso residió parte de su vida en hoteles, al considerar: “Simplifica las cuestiones postales, elimina el estorbo de la propiedad privada, me fortalece en mi hábito favorito, el hábito de la libertad”.

A veces, un hotel es el destino, en la acepción de fuerza desconocida, del que no puede escaparse. Le pasa al protagonista de Hotel Atlántico, de João Gilberto Noll, que apenas se registra encuentra un cadáver en la escalera, y nada vuelve a ser igual. No es una novela policiaca pero con un inicio así podría haberlo sido. Determinados géneros, como la novela negra o las historias de espías, “parecen llevarse mejor con ciertos ámbitos”, señala Berti. Escritores como George Simenon y Agatha Christie, o Graham Greene y John Le Carré, supieron dotar a los hoteles de la atmósfera en la que empujar al límite la intriga y los secretos. Pero decir secretos es hablar de Gerald Foos, el dueño de un pequeño motel de Denver que espiaba a sus huéspedes, y que conocimos gracias a uno de los reportajes más polémicos de Gay Talese.

Emil Cioran anotó en sus Cuadernos: "Desde hace 25 años vivo en hoteles. Entraña una ventaja: no estás fijo en ninguna parte, no te apegas a nada, llevas una vida de transeúnte". En ellos, a veces los problemas se disfrazan de tranquilidad, como en Gato bajo la lluvia, de Ernest Hemingway, que a primera vista parece un cuento sobre una pareja recién casada, se supone que feliz, alojada en un hotel italiano con vistas al mar. En un día desapacible, mirando a través de la ventana de su habitación, la esposa se encapricha de un gato bajo la lluvia. Cuando el relato finaliza, el lector comienza a advertir la soledad que siente la mujer en compañía de su joven marido, y la suposición de felicidad se tambalea. La vida inesperada acecha en otros cuentos de Hemingway, caso de Los asesinos, donde Ole Andreson lleva una vida apacible en la pensión Hirsch cuando aparecen en el pueblo dos forasteros dispuestos a matarlo, sin que se sepa nunca la razón.

Algunos críticos creen que el cuento La espera, de Jorge Luis Borges es una respuesta al de Hemingway. Un hombre llamado Villari llega a una posada y se encierra en su habitación huyendo de otro hombre, también llamado Villari, que lo busca para matarlo. Encerrado en su habitación sueña una y otra vez con que los criminales que lo persiguen —y cuyos motivos también aquí son ignorados— lo encuentran. Aunque quizá no haya hotel más celebre en la obra de Borges que el hotel de Adrogué, donde se encuentra un tomo de una extraña enciclopedia que habla de la existencia de un planeta imaginario, llamado Tlön, al que la tierra se acabará pareciendo. Menos especulativos, pero también fascinantes, son los hoteles de otro escritor argentino como Julio Cortázar. Abundan los hoteles en Rayuela.

La primera vez que la Maga y Oliveira hicieron el amor fue en uno de la rue Valette, un día de llovizna que “andaban por ahí vagando y parándose en los portales” de París. Uno de los instantes más disparatados de Los autonautas de la cosmopista se produce la primera noche que Cortázar y Carol Dunlop tienen ocasión de dormir en un motel de la autopista entre París y Marsella. Felices de haber encontrado habitación, tras demasiadas noches durmiendo en su Volkswagen Combi, buscaron dos botellitas de whisky. Julio probó el suyo y supo “que había caído en una vieja, repetida trampa”, urdida por un antiguo huésped que bebió el whisky y rellenó la botella con su orina, para no pagarlo. Cortázar se enjuagó la boca y abrió una botellita de Martini, mientras deseaba que el autor de la broma “se estrellara en cualquier lugar de la autopista”.[…].

Como en su propia casa o mejor

Los hoteles forman parte de la obra, pero también de la vida de muchos escritores. Cortázar escribió Rayuela durante una larga estancia en una habitación del hotel Esmeralda, en la rue Saint Julien-le-Pauvre. En 1951, también en París, apareció por el hotel La Louisiane el escritor egipcio Albert Cossery, y allí se quedó hasta su muerte, en 2008. Escribía no más de dos frases a la semana, y sobrevivía gracias a una modesta suma que le enviaba la editorial Gallimard, así como de intercambiar cuadros que le regalaban sus amigos artistas. Por los pasillos y el hall de aquel hotel vio pasar a Miles Davis, Chet Baker, Albert Camus, Simone de Beauvoir, Sartre o Keith Haring. El escritor chileno Andrés Felipe Solano cuenta que Quentin Tarantino, también huésped habitual, “se inspiró en los angostos corredores y las alfombras vino tinto y crema de este hotel para iluminar un par de escenas de Pulp Fiction”.

El idilio entre París y los escritores hizo del Lutetia un punto habitual de encuentro. “Difícil, sino imposible, que un escritor de paso no termine tomando algo en la siempre majestuosa cafetería del hotel”, recuerda Berti. Rilke, en 1913; André Gide en 1921; Nina Berberova, en 1926, o James Joyce, en 1939, acompañado por Samuel Beckett, que le ayudó a transportar decenas de libros, escogieron el Lutetia “como refugio para el descanso o la inspiración”.

Algunos de los hoteles más prestigiosos del mundo lo son porque entre sus huéspedes han tenido a escritores y artistas. Es el caso del Chelsea o el Algonquin de Nueva York. La leyenda del primero se inició con Mark Twain y continuó con Dylan Thomas, Sherwood Anderson, Arthur Miller, Gore Vidal, Thomas Wolfe, Arthur C. Clarke, Tennessee Williams, Ginsberg, Burroughs, Peggy Biderman o Bukowski. Apuntalaron su leyenda Jimi Hendrix, Janis Joplin, Leonard Cohen o Cartier-Bresson. En ciertos casos, como los de Dylan Thomas o Wolfe, el hotel dispuso su nombre en una placa. Brendan Behan, que se encerró en una de sus habitaciones para escribir sus mejores páginas sobre la ciudad, señala en Mi Nueva York: "Elogiar la maravillosa obra de Dylan Thomas sería una impertinencia, aunque debo decir que queda oscurecida por sus aventuras en el terreno de la bebida, si es que uno quiere llamar aventura a la bebida. Sin embargo, el Chelsea le trata como a un gran artista, y yo espero que el Sr. Bard, el propietario, y su hijo Stanley […] reserven un espacio en la placa para mí”.

El Algonquin, menos agitado, tuvo una fuerte presencia femenina, con visitantes como Gertrude Stein, Marion Anderson, Simone de Beauvoir o Dorothy Parker. El Ritz de París, al que Scott Fitzgerald o Hemingway otorgaron categoría de hogar, es otro de los más célebres, junto al Roma de Turín, que acogió a Salgari, Primo Levi, Italo Calvino o Cesare Pavese, quien en 1950 se suicidó en la habitación 346.

El hotel de la fotografía es El Grand Hôtel du Cap-Martin, en los Alpes marítimos franceses, que recreó F. Scott Fitzgerald en su novela 'Suave es la noche', de 1934. La imagen es una postal de 1920.


Más notas de Actualidad