Por Carlos Pardo
El País (ES)
A los cangrejos ermitaños la naturaleza les proporciona pinzas y una cabeza cubierta por un exoesqueleto, pero carecen de un abdomen duro, por lo que se ven obligados a vivir dentro de las conchas vacías de los moluscos. Es decir, viven protegiendo sus vulnerables entrañas en los huecos y abandonos de otro. Esta comparación surge repetidas veces durante la lectura de Conjunto vacío, primera novela de la artista visual Verónica Gerber Bicecci (Ciudad de México, 1981), pero precisémosla: según crecen, los ermitaños deben cambiar de concha. Este momento de crisis es precisamente el que aborda la novela. Un personaje llamado Verónica, como la autora, debe reconstruir su vida rellenando varias ausencias: su novio acaba de abandonarla; joven y sin trabajo, se ha convertido “en un personaje secundario” de su propia vida; y en un nivel más profundo su madre, exiliada de la dictadura militar argentina, los abandonó a ella y a su hermano cuando apenas comenzaban la adolescencia.
Conjunto vacío se construye con fragmentos breves, esbozos y momentos “que no se pueden contar con palabras”, por ello echa mano del dibujo, de los diagramas de la teoría de conjuntos y de un paradójico uso de la écfrasis. En esto Gerber recuerda a dos escritoras fundamentales que han hecho fuerza de un estilo oblicuo que trabaja por pequeños acosos que disimulan la narración: la francesa Valérie Mréjen, también artista visual, y la española Natalia Carrero, autora del reciente Yo misma, supongo (Rata). Conjunto vacío apunta a lo esencial de cualquier relato: dar sentido a un tiempo fortuito, en este caso habitar la propia vida a través de una historia. Gerber juega con las expectativas de una lectura lineal (si la novela comienza con una ruptura debería finalizar con un nuevo amor, otro comienzo) y las enfrenta a irónicos juegos circulares. La propia narradora es víctima de una supersticiosa necesidad de sentido: piensa y clasifica, pasa el tiempo indagando huellas, señales e indicios. Una de las subtramas merece destacarse. Verónica consigue un trabajo ordenando el fichero de una escritora recién fallecida, también exiliada argentina, Marisa Chubut. En determinado momento, para la narradora “ser” consistirá en apropiarse de la cáscara dejada por Chubut. Parafraseando una voz de Porchia: Verónica será alguien en la medida en que se parezca a alguien.
Conjunto vacío es un libro que se niega a pertenecer a un género identificable. No obstante, numerosas pistas señalan su cercanía a una poética que resume el célebre aforismo de Nietzsche: “No quiero leer a ningún autor de quien se note que quería hacer un libro, sino sólo a aquéllos cuyos pensamientos llegaron a formar un libro sin que ellos se dieran cuenta”. Esto conlleva reinventar un realismo no sujeto a la causalidad de la trama y para ello se sirve de la escritura sedimentaria de los diarios (sin ser un diario, ojo) y de los extrañamientos de la poesía. Su peligro es caer en otro tipo de retórica prestigiada y arty: clasificaciones juguetonas, leves digresiones científicas y archivos irónicos. Desde su primera edición en México en 2015, Conjunto vacío ha sido reconocida como una de las novelas más imaginativas de la literatura latinoamericana reciente, y lo merece.
Conjunto vacío. Verónica Gerber Bicecci. Pepitas de Calabaza, 2017. 198 páginas.