Por Mariano Schuster Foto Alesi e Leonardi
La Nación (Ar)
“Es polémico”, me dijo un amigo antes del encuentro. “Claro”, contesté. Busqué en mi biblioteca ‘El oprobio del hambre’, su ensayo crítico sobre el rol de las ONG, las asociaciones de caridad y los organismos internacionales. Y recordé que era cierto. Repasé las páginas de ‘Contra la memoria’, un trabajo dedicado a discutir el “imperativo moral” de eso que llamamos recuerdo colectivo. No hacía falta otra comprobación. La obra de David Rieff definitivamente es polémica y genera todo tipo de sentimientos en sus lectores.
Rieff, hijo de la escritora Susan Sontag, nació en Boston en 1952 y es uno de los ensayistas más punzantes de nuestra época. Fue corresponsal de guerra en la antigua Yugoslavia, en varios países de África, en Israel y en Afganistán. Recientemente lanzó el libro ‘Elogio del olvido’ (Debate), una obra en la que aborda las tensiones entre la memoria y la historia.
En su libro plantea la idea de que, si bien el olvido puede constituir una injusticia con el pasado, la memoria también puede ser injusta con el presente. ¿Cómo se establecen, entonces, los parámetros de elección entre olvido y memoria?
Tengo una visión bastante pesimista tanto de la historia como del futuro. No soy progresista en el sentido filosófico. Creo que hay logros, pero que no podemos hablar de un progreso general en un sentido teleológico. El movimiento de derechos humanos es un movimiento legalista y kantiano, y, por ende, progresista. No me refiero a los movimientos como los conocen aquí –tan atravesados por la política–, sino al movimiento de derechos humanos global, cuya concepción última es que hay un rumbo de la historia hacia la justicia. Yo no comparto esa idea de que existen marchas y contramarchas de la historia. Tampoco creo que, finalmente, nos espere un futuro luminoso. Por lo tanto, hay que elegir entre el olvido y la memoria, y los parámetros de esas elecciones dependen del contexto específico.
Su crítica de la memoria apunta en esa dirección de oposición a la teleología y a la utopía del progreso...
Los diez libros que he escrito se lanzan contra las utopías. Y en eso incluyo a las utopías de la memoria. Mi tercer libro (‘The Exile’, sobre el primer exilio cubano en Estados Unidos) lo expresa claramente. Allí critico esa memoria construida por los exiliados sobre una “época dorada” de una Cuba que, en rigor, nunca existió. Ellos reivindican una suerte de ‘belle époque’, una Cuba llena de cultura y libertad. Esa construcción mitificada de la memoria es lo que quiero criticar. Porque, como dice Samuel Moyn, los derechos humanos son la “última utopía”. Ya ha caído la utopía marxista y también se perdió la utopía de la democracia liberal en manos del neoliberalismo.
Si no hay utopías, ¿qué queda? ¿No hay ninguna posibilidad de transformación?
De transformación necesariamente positiva, no. De transformación, sí. Porque cada actualidad se presenta de manera diferente. Ahora se habla de la posverdad. Y la posverdad es Trump, la izquierda universitaria y también, en otro sentido, la ‘memoria colectiva’. La memoria colectiva hace un uso del pasado para los fines del presente. No es historia y no es memoria. Se sirve del trabajo de los historiadores y de las memorias individuales, pero no es ninguna de ambas. Parte de esta discusión es la que sostuve con mi amigo Tzvetan Todorov. Aunque cada uno siguió con sus ideas, creo haberlo convencido de que su distinción entre uso y abuso de la memoria es insostenible.
¿Por qué todo uso es un abuso?
Porque la memoria colectiva no es historia. Es mito. El trabajo serio de la historia es establecer la diferencia entre pasado y presente. La memoria histórica, en cambio, es una manera de hablar del pasado como si se tratase del presente. Esa deformación está en el ADN de la memoria colectiva. El problema del debate entre uso y abuso es simple: ¿quién va a decidir? La memoria colectiva se transforma en cada época. Tal vez sea necesario. Pero es innegable que es una deformación.
Por lo tanto, la única memoria real sería la individual.
Desde el punto de vista neurológico, sí. La memoria colectiva es mito, solidaridad, política. Alguien que vivió una guerra la recuerda realmente. Pero sus hijos, que no la vivieron, no la recuerdan: en todo caso aceptarán un consenso creado en torno a ella o adoptarán una versión disidente respecto del pasado.
El libro plantea otra disyuntiva: la necesidad de elegir entre paz y justicia. ¿Por qué no pueden coexistir?
Depende del caso. Mi gran desacuerdo con el movimiento de derechos humanos es que considera que no es posible la paz sin justicia. Eso es empíricamente falso. Yo estuve en Bosnia y vi cadáveres en las calles. No hubo justicia de forma legal, pero hoy no hay guerra y los niños no son asesinados. Hay casos palpables como el de Irlanda del Norte, donde hubo que elegir entre opciones no muy agradables como el olvido o el silencio público. Allí era casi imposible reconciliar las memorias, y el acuerdo solamente podía hacerse sobre el presente y el futuro. Entre paz y justicia se decidieron, creo que correctamente, por la paz. El caso sudafricano también es representativo. Justicia para los verdugos del ‘apartheid’ hubiese sido la cárcel, pero Mandela y sus seguidores consideraron que para evitar una nueva guerra civil, eso no era lo adecuado.
También podríamos mencionar la situación de Colombia. El acuerdo de paz planteado el año pasado no logró convencer ni a la derecha de Álvaro Uribe ni a los organismos de derechos humanos, que insistieron en que con impunidad sería imposible una paz verdadera. Yo no estoy de acuerdo con eso.
Pero en otros casos ha prevalecido la justicia...
Sí. En Argentina, por ejemplo. Hoy no hay un “partido de la dictadura”. Por más problemas que tenga la democracia, hay consensos establecidos. Yo creo que el fin de la amnistía y los indultos en Argentina fue una muy buena medida. Pero todo depende del momento. Tal vez, quienes los pusieron también pudieron tener razón en su tiempo. Con un consenso más importante sí se puede pedir justicia, paz y verdad.
Los casos más complejos suelen ser aquellos en los que hay dos bandos enfrentados con recuerdos muy diferentes, ¿no es así?
Claro, volvamos a Irlanda del Norte. ¿Cómo van a reconciliar los mitos republicanos y protestantes? Son incompatibles. Por lo tanto, si quieren paz deben aceptar que cada lado tenía mitos propios que son contradictorios, o que hay que olvidar todo y recomenzar.
Usted hace un elogio del olvido, lo cual es una apuesta contundente.
Sí, pero lo hago para algunos casos. No para todos. Sucede que a la editorial no le convencía poner un título como ‘Elogio del olvido en algunos casos y de la memoria en otros’ (risas). Lo cierto es que hay momentos históricos en el mundo, sobre todo los de guerras y crisis, en los cuales el recuerdo puede servir como arma de guerra y el olvido puede ayudar a construir la paz.
Usted afirma que la memoria colectiva es mitificación y, por tanto, distorsión, pero ¿puede ser útil en algunos casos?
Veamos el caso argentino. Creo que es un error discutir la cifra de desaparecidos. Es cierto que puede ser incorrecta, pero tiene sus usos positivos. Esto también se expresa en el caso de Europa. Cuando alguien afirma que no murieron seis millones de judíos sino cuatro millones, empieza el negacionismo. Decir algo así hoy es alimentar esos negacionistas, que son fuertes en algunos países.
En su concepción subyace un escepticismo que excede la memoria y apunta a la condición humana. Usted considera que conocer determinados acontecimientos trágicos no garantiza la no repetición de estos. ¿Al conocer lo ocurrido no queda, sin embargo, cierta memoria y una idea sobre el ‘mal’?
Todorov me dijo algo muy parecido en un correo que me envió, criticando este libro. Él tenía la idea de que ciertos eventos trágicos y de crímenes deben ser recordados para tener un punto de referencia absoluto. Simplemente, soy más escéptico. Parto de un pesimismo mórbido. Porque un día todo será olvidado. Y esa sí es la condición humana. No lo digo con placer, pero es inevitable. ¿En 10.000 años van a discutir la Shoah? Es imposible. Y, aun así, veo el problema que mencionas. Es el peligro del nihilismo trágico. Tristemente, no veo cómo evitarlo. Nosotros hemos visto el olvido. No recordamos acontecimientos terribles de siglos pasados. No aprendemos de ellos. Y también hemos olvidado ideas de otros tiempos. Finalmente, toda idea va a morir. De una manera u otra, la filosofía moderna del progreso lleva a la idea del juicio final. Es la idea de que, como antes éramos juzgados por Dios, ahora lo somos por la historia. La verdad es que preferiría acordar con los optimistas, pero no puedo.
Ese sí que es un pesimismo radical.
Sí. Y, para colmo, creo que la tecnología no va a rescatarnos y que no va a llegar la revolución.
Usted pone el dedo en la llaga cuando discute la idea de que las víctimas deban ser los árbitros de la memoria...
En Ruanda aprendí que las víctimas de ayer pueden ser los victimarios futuros. Los tutsis entraron para salvar a los miembros de su comunidad y mataron a cientos de miles de personas.
También menciona el caso de Israel, un Estado fundado, al menos parcialmente, como modo de reparación a las víctimas de los crímenes de la Shoah.
Sí, el caso del Estado de Israel tiene una clara vinculación con esto. Y no solo por el rol de la derecha. Hay un sionismo liberal que pretende que el problema es Netanyahu, pero en el ADN de Israel está el hecho de que –al ser los judíos unos de los grandes pueblos víctimas en la historia–eso les permite hacer cosas absolutamente reprobables. Sucede como decía el poeta W. H Auden: aquellos a quienes se les hace el mal hacen el mal a cambio. Y, tal vez, las víctimas son particularmente peligrosas. No creo que el sionismo sea históricamente dependiente de la Shoah. Como sabemos, la precede. Sin embargo, el discurso sionista de nuestra época tiene a la Shoah como centro, y esto causa un problema enorme.
El historiador Tony Judt alertaba sobre los peligros de los monumentos conmemorativos. Afirmaba que el siglo pasado podía convertirse en una ‘cámara de horrores históricos’ con estaciones llamadas ‘Múnich’, ‘Auschwitz’, ‘Bosnia’ o ‘Gulag’. Sostenía que ‘memorializar’ el pasado en edificios era una forma de desentenderse de él. ¿Qué opina de los monumentos de memoria?
Judt tenía razón. Ahora se ve con claridad. Y con ello hay otras situaciones que apuntar. Para los jóvenes de la migración musulmana que llegan a Europa, insistir sobre la Shoah es una forma más de discriminación. Es un gran problema. Conozco a profesores y maestros en Alemania que dicen que no saben cómo enseñar sobre esto. Una placa no construirá nada así. Pasa también en Londres, atestada de placas azules con inscripciones que dicen ‘Aquí vivió Bertrand Russell’ o ‘Aquí vivió Karl Marx’. La gran mayoría de personas no saben quiénes son. ¿De qué memoria se habla? No lo sé: quizás estemos en un momento de olvido.