Por Sorayda Peguedo Isaac
El Espectador
Fue lo único que encontraron en el coche accidentado: manchas de sangre y jirones de ropa. Una bruma espesa envolvía el lago Silent Pool. Varios hombres, vestidos con chaquetas de abrigo y boinas de lana, se abrían paso entre la maleza con varas de fresno. Buscaban a la mujer que conducía el coche abandonado en la cuneta. Se llamaba Agatha.
Las primeras investigaciones señalaban al marido como principal sospechoso. Horas antes de la desaparición, el 3 de diciembre de 1926, el coronel Archibald –un atractivo aviador inglés–, le dijo a su mujer que estaba enamorado de la señorita Neele, su secretaria personal. El coronel Archibald quería el divorcio.
Ella tenía 36 años. Dos vueltas de perlas alrededor del cuello. El pelo ondulado y corto, estilo garçon. La frente amplia. Un ligero toque de carmín en los labios y, por aquellos días, la mirada más triste de Reino Unido. Pero sonría. Le sonreía a todos: a los camareros, a los botones y a las tres señoras que tomaban el té en el vestíbulo. Antes de registrarse, se detuvo en la entrada del hotel Swan Hydropathic. Contempló la fachada. Por poco tiempo. El suficiente para suspirar.
—Su nombre, señora.
—Teresa. Teresa Neele.
— ¿Es usted de Yorkshire, señora Neele?
—No. Vengo desde muy lejos.
—Bienvenida al Swan Hydropathic, señora Neele. Disfrute su estadía.
—Cuente usted con ello.
No podía dormir con las luces apagadas. A solas, en la habitación del hotel, recordó que cuando era niña tenía pesadillas con un fantasma. Era un hombre de ojos intensamente azules. Un soldado francés de la edad media. Recordó cuánto había soñado con casarse. ¡Dios! Lo había deseado tanto... Tener su propia familia, sentirse segura, a salvo de los fantasmas, del miedo a quedarse sola. “¿Cuánto dura la dicha de un matrimonio? ¿Tres años? ¿Siete, quizás? ¿Lo que tarda en deshacerse una mentira? Qué absurdo es todo esto”, pensó.
Durmió dos horas. Después bajó a la sala de fiestas del hotel. Bailó charlestón toda la noche. Hasta que sus pies necesitaron una tregua. Cuando un joven camarero invitó a los huéspedes a participar en un concurso de canto, fue la primera en inscribirse. “Canta usted como una diosa”, le murmuró un señor que se acercó a su mesa para saludarla. Un gesto amable, sin duda, pero a ella no le gustó el modo en que la miraba.
La fotografía de Agatha estaba en todos los periódicos. Quien pudiera dar pistas de su paradero obtendría una recompensa de 100 libras. Se emplearon varios recursos en su búsqueda: 15.000 voluntarios, un despliegue policial insólito y aviones que rastrearon los bosques de Newlands Corner sin éxito. Dicen que hasta el mismísimo Arthur Conan Doyle –padre literario de Sherlock Holmes– le ofreció un guante de la desaparecida a una famosa vidente.
¿Un asesinato planeado por su marido? ¿Un suicidio? ¿Un secuestro? La respuesta se reveló 11 días después de la desaparición, cuando un huésped del Swan Hydropathic avisó a la policía: “La señora que buscan está aquí”.
El coronel Archibald no tardó en presentarse en el hotel.
—¿Tienes idea de la angustia que hemos pasado estos días? ¿Sabes cuántas noches llevo sin dormir? ¡Por favor, Agatha! ¿Acaso pensaste en nuestra hija?
—¿Quién es usted? ¿De qué me está hablando?
—¿Es que no me reconoces? Soy yo, Archibald Christie, tu marido. Y tú eres Agatha Christie.
La desaparecida, que se había registrado en el hotel con un nombre falso –y con el apellido de la amante de su marido–, lo miró desconcertada.
—Disculpe, señor. Yo a usted no lo conozco.
***
“No estaré en casa esta noche. Mañana ya te diré dónde estoy”. Eso decía la nota que dejó. Pero su secretaria no supo nada más. Cuando su esposo la encontró, a 500 kilómetros de su casa, la Policía seguía buscando a una escritora malograda, o lo que quedara de ella. Nadie esperaba que Agatha Christie siguiera viva.
¿Cómo se las arregló para llegar hasta allí? Sus cuentas bancarias estaban intactas. No hizo ningún movimiento financiero durante aquellos 11 días. ¿Y a qué venía eso de Teresa Neele? ¿Por qué se registró en el hotel con el apellido de la amante de su esposo? Agatha Christie tenía mucho que explicar. Pero no lo haría. No pensaba disculparse. No pensaba hablar del asunto. Nunca. Dijo que no recordaba nada y, al hacerlo, puso en marcha el libre albedrío de la imaginación colectiva.
Agatha Christie, a la que siempre le gustaron las historias de detectives, que escribía sus borradores en una vieja máquina y que usaba un dictáfono para las historias cortas, tenía una facilidad para jugar con la mente de sus lectores que provocaba fascinación y desconcierto a partes iguales. Su profundo conocimiento de la naturaleza humana, habilidad que fue adquiriendo con los años, la convirtió en una maestra de la trama. “El trabajo más difícil es el de pensar el desarrollo de la historia y darle vueltas hasta que encaja –decía sobre su proceso creativo–. Eso puede demorar. Entonces, cuando tienes todo el material junto, lo único que hace falta es tiempo para empezar a escribirlo”.
La escritura era una cabina de oxígeno para la niña solitaria que fue. Esa niña, que empezó a leer a los cinco años sin que nadie lo supiera, construía sus propias historias con una asombrosa cantidad de personajes y era capaz de colocar a cada uno en el lugar adecuado. Tiempo y silencio. Era todo lo que necesitaba para convertirse en una novelista experta. Agatha Christie lo aprendió pronto. Después aprendió lo mucho que dolía: “Tú estás en una habitación, mordiendo lápices, mirando una máquina de escribir, caminando alrededor o lanzándote sobre un sofá, sintiendo que vas a llorar”. Y no importaba si no le gustaba lo que escribía, si el argumento le parecía flojo o si no tenía ganas de seguir tecleando. Escribir no era un capricho. Era un compromiso para el que no necesitaba firmar ningún documento.
Se llegó a decir que la desaparición de “la Reina del Crimen” fue un truco publicitario con el que pretendía disparar las ventas de El asesinato de Roger Acroit, la novela que puso los ojos de la crítica sobre ella. Algunos biógrafos dijeron que la escritora desapareció adrede, para vengarse del desamor de su marido. Y no faltaron médicos que adjudicaran el incidente a una fuga disociativa: un tipo de amnesia. Ninguna de las hipótesis ha sido comprobada. En 1928, poco tiempo después de divorciarse de su esposa, Archibald Christie se casó con su secretaria.
Pudo pasar así. Horas antes de la fuga, Agatha Christie, dictáfono en mano, está dando pasos cortos delante de su escritorio. Con la otra mano, aprieta un pañuelo de muselina bordado con las iniciales A y C. “Quizás no vuelva –dice, con sus labios rozando el micrófono–. Quizás no vuelva nunca. Que se arrepienta de cada palabra. Que sepa, como yo lo sé, que no hay dolor como este”.