Revista Pijao
“El paisaje de la Antártida me llevó a lugares inesperados como la poesía”
“El paisaje de la Antártida me llevó a lugares inesperados como la poesía”

Por Pablo de Llano   Foto Jéssica Orellana

El País (Es)

Federico Bianchini (Buenos Aires, 1982) se pasó 25 días "encerrado en el hielo". Su libro Antártida (Tusquets; serie Mirada Crónica, editada por Leila Guerriero) es un relato de su estancia en una base argentina –alargada por el mal tiempo– que destaca por la voluntad pedagógica de acercar el trabajo científico a través del periodismo narrativo. Con humildad de aprendiz y curiosidad genuina, el reportero, una de las plumas más destacadas de la nueva generación de cronistas en lengua española, cuenta las labores de biólogos, geólogos, glaciólogos, ingenieros y militares y su limitada cotidianidad en un entorno antártico de belleza abstracta que describe en primera persona con estilo limpio, elegante y lleno de sentido del humor. "Camino junto a la costa, sobre las algas remolacha, verde batracial, amarillo apagado. Elásticas y flexibles. Resbalosas. Siento el olor ácido intenso, mezcla de pis, sal y frío".

Pregunta. ¿Cuál es el origen de su apellido?

Respuesta. Mi apellido es italiano. El mito familiar dice que mis antepasados vivían en la Lombardía italiana, cerca del Lago di Cuomo y que mi bisabuelo, para que el pan le saliera más barato, cruzaba la frontera e iba a comprarlo a Suiza. De allí proviene mi doble nacionalidad: tengo pendiente un viaje hacia la zona para recuperar esa parte de la historia familiar que llegó hasta aquí de manera difusa e interrumpida.

P. ¿De qué equipo argentino es?

R. Soy de River. Pero hace tiempo dejé de ir a la cancha. Lo hacía de más chico. En general, sigo a la selección (cubrí el último mundial en Brasil viajando de sede en sede sin entradas ni acreditación de periodista y, con ello, hice un librito digital de crónicas, gratuito, que se llama El mundial fue ficción y  publicó eCícero), pero me gusta más jugar al fútbol que verlo. En esos noventa minutos, como decía Borges que decía Coleridge, suspendo voluntariamente la incredulidad de la misma manera que lo hago al leer una novela y sin embargo creo que, lamentablemente, el fútbol forma parte de “Los juegos del circo”, de los que hablaba el poeta romano Juvenal hace más de dos mil años, con los que se puede distraer a una sociedad de las cosas que realmente importan (la pobreza, la falta de trabajo, el esclarecimiento de la desaparición de Santiago Maldonado y podría seguir).

P. ¿Tras estar en la Antártida con científicos se ha quedado más preocupado por el cambio climático?

R. Lo que descubrí, preguntándoles a ellos, es que hay mucha incertidumbre respecto a este tema. Es decir, la temperatura ha aumentado y eso es indudable pero ninguno (de todos los científicos que entrevisté que fueron unos 50) quiso afirmar que el aumento de la temperatura se daba al efecto humano. Me decían que tampoco podían afirmar que los cambios en el comportamiento animal se dieran por esta causa. “Lo estamos investigando”, repetían y aclaraban que se necesitarán años de estudios para comprobarlo: “más allá de que ciertas ONG indiquen que el apocalipsis es inminente”, coincidían.

P. ¿En la Antártida sacó alguna impresión sobre la idea de la nada?

R. No particularmente.

P. ¿Y sobre la soledad?

R. Pensé en ella bastante. Sobre todo porque fui a la Antártida en una época del año en que la base estaba repleta. Durante el año sólo viven unas veinte personas y en el verano éramos casi 80. Contra lo que uno podría pensar, en esa época del año (dentro de una base) era difícil estar solo. Antes de ir me habían advertido que una de las cosas peligrosas que podría pasar era “encerrarse en uno mismo”: pasaba entonces que cuando alguien veía a otro solo, lo pensaba quizás triste. Me sucedió de sentarme a leer una novela y que alguien se me sentara al lado y me preguntara: “¿Estás leyendo una novela? Yo el mes pasado leí una novela” y siguiera con el relato detallado del argumento de la suya, interrumpiéndome la lectura.

Distinto debe ser en los meses de invierno, cuando no se puede salir de la base por las tormentas de nieve, cuando uno pasa días y días encerrado, cuando es poca la gente con la que compartir experiencias y afecto. Sin embargo, la gente que suele viajar es gente muy tranquila, paciente y que disfruta la soledad. Supongo que tiene mucho que ver con la personalidad (definitivamente, yo no podría estar un año entero en la Antártida).

P. Una persona le dijo: "Llegaste al peor lugar de la tierra". ¿Se lo pareció?

R. Para nada. Supe después que lo decía porque había tenido problemas puntuales. Pero la Antártida es un lugar que todo el mundo debería tener la oportunidad de conocer (aunque sea una paradoja: ya que es lo que es y así se mantiene por ser un lugar particularmente inaccesible).

P. "Pensé en lo difícil que es explicar una pasión", escribe. ¿Sacó alguna conclusión sobre ello?

R. Es algo que me interesa y que vengo pensando hace bastante. Tanto en mi primer libro (Desafiar al cuerpo, Aguilar, 2014), en el que entrevisté a nadadores que bracean durante más de 80 kilómetros sin parar o corredores que no se detienen durante horas; como en Cuerpos al límite, que estoy por publicar, intenté entender por qué esas personas hacen lo que hacen. Por qué sufren como sufren (Damian Blaum, que fue campeón mundial de aguas abiertas, me contaba que, mientras nadaba, y lo decía como algo natural, hacía pis, caca, vomitaba), qué los lleva a hacer eso. Es algo que se puede extrapolar a la escritura: ¿Por qué una persona pasaría la mayor parte de su vida en silencio mirando letras para, luego, escribir unas pocas? No tengo la menor idea, pero a mí me encanta hacerlo.

P. ¿La Antártida supuso un desafío para su capacidad de descripción?

R. Totalmente. El paisaje me llevó a lugares inesperados como la poesía. Al volver, tratar de transmitir lo que había visto ya no era un desafío sino un problema. ¿Cómo reflejar esas sensaciones? Hablando con Alicia Genovese, amiga y gran poeta, me di cuenta de que tal vez lo mejor fuera correrme del registro periodístico. No iba a lograr describir, puntilloso, los lugares que había visto. Tal vez, entonces, lo que podía hacer era darle ciertas “pistas” al lector para que en su cabeza construyera esa Antártida mítica de la que todos, alguna vez, hemos tenido referencias.

Luego de que el libro salió publicado, un amigo poeta me sugirió si no tenía ganas de escribir algo más sobre la Antártida para una revista: pensé, "lo que tenía para decir ya lo dije". Así que se me ocurrió atravesar el tema desde otro costado y escribí algunos sonetos. Aquí va uno, titulado Invierno.

La penumbra dubita demorada.

¡Qué dolor, hundirse en uno mismo!

Da más vértigo la angustia que el abismo.

En invierno sin luz, sombra manchada

El sol es su ausencia proyectada.

Día y noche son un eufemismo

La nevada rige este monismo

que deja sin valor a la mirada.

Anochece constante y paciente

No hay brillo ni dios, sólo tristeza

gélida, opaca, iridiscente.

El continente forma una pieza

en el mapa, desierta y sin gente

que, aislada, condensa la belleza.

P. ¿Quién es su periodista favorito?

R. Es difícil elegir uno solo: ¿Pensamos en la valentía? ¿En su capacidad retórica? Si nos centramos en el manejo de las palabras, dejando de lado su complejo recorrido ideológico, el italiano Curzio Malaparte es admirable. Las crónicas que hizo, entre cadáveres y explosiones, en la primera línea del frente ruso durante la segunda guerra mundial creo que pueden pensarse como una obra de arte.

P. ¿En la escuela fue buen estudiante? ¿Qué tal se le daba la materia de biología?

R. En los cinco años de la secundaria, nunca me llevé materias (es algo de lo que luego me arrepentí, creo que uno debería pasar por esas instancias de “micro-fracaso”). Cursé en un colegio (el Nacional Buenos Aires), dependiente de la Universidad de Buenos Aires: los programas eran distintos a los de otros secundarios. Veíamos cosas que luego se estudiaban en la universidad. Puntualmente respecto de biología: no voy a olvidarme de un parcial que di a los quince años en el que el profesor preguntó qué era “una anfipátida”. No lo había dicho en las clases ni estaba en los apuntes. El libro del que estudiábamos, el “Curtis” por el apellido de una de sus autoras, tenía más de mil páginas y nadie pensaba en leerlo completo. ¿Cómo iba a saberlo? Pasé infructuosos minutos tratando, frente a esa hoja, de dilucidar qué quería decir esa palabra. La consecuencia es que, aunque no me sirva para nada, nunca voy a olvidarme de esa molécula con una parte hidrofílica y otra parte hidrofóbica (el jabón tiene comportamiento anfipátido y, por eso, arrastra la suciedad de las manos pero también se va con el agua).

P. Por lo que pudo observar en la base, ¿cuál diría que es la diferencia entre un militar y un científico?

R. Cualquier definición que pudiera dar entraría en el terreno del estereotipo. El lugar común sería decir que los científicos provienen de familias más pudientes y que los militares de familias humildes (por eso entran en el ejército: donde además de poder estudiar reciben un sueldo) y, sin embargo, apenas pensar en esto ya se me ocurren dos excepciones. Por lo que prefiero no establecer generalizaciones (trato de evitarlas: creo que no conducen a nada).


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