Por Jorge Cardona Alzate
Especial para El Espectador
Hace dos años, Angie-Mary Hickie tuvo un sueño que convirtió en misión. Gonzalo Arango la miró a los ojos y abrió y cerró dos veces un libro azul. Ella asumió que era una señal para ratificar y recordar lo que él le dijo días antes de morir durante su último viaje a Villa de Leyva. Que sus escritos finales, después de encontrar el camino al caer al abismo y encontrarse a sí mismo, serían entendidos y leídos sólo cuando pasaran 40 años. Ahora son libro escrito en español e inglés, con sus máximas, que ella define como oráculo, y también testimonio de un amor vigente.
Que comenzó a buscar desde sus días de infancia en el condado de Sommerset, suroeste de Inglaterra, porque la desarmonía de su familia y un internado rígido y victoriano en Cambridge a los que se vio sometida, la sacaron corriendo de su entraña. Atrás quedaron los días de ordeño o de escarbar la tierra y apilar el heno junto a sus padres y hermano, o las historias celtas de su abuelo irlandés, colmadas de duendes y magos. A los 16 años partió a España, aprendió a moverse en autoestop, y después tomó camino a Oriente, con el afán de encontrar su lugar en el mundo.
Su idea era llegar a India, como muchos otros jóvenes caminantes de mediados de los años 60 que vivían maravillosos tiempos de alucinada transición. Pasó por Italia, Rumania, Yugoslavia y Turquía. En cada pueblo o recodo del camino, hacia las cuatro de la tarde se hacía la misma pregunta: ¿Y ahora para dónde cojo? Trabajaba como mesera en cafeterías o bares y luego buscaba casas en construcción para dormir. Fueron casi tres años de un lado a otro, hasta que llegó a Israel en 1967, la cogió la Guerra de los Seis Días y terminó secuestrada por 24 horas.
De regreso a casa llegó a Gibraltar, pero conoció a dos polacos que renegaban del comunismo y con ellos se embarcó en un velero noruego a las Canarias. En un pequeño hotel frente a la playa creyó tocar su destino, pero cuando sus compañeros de travesía hablaron de América, no dudó en seguirlos. Con tránsito por la isla de Cabo Verde, después de 21 días en alta mar, con más ganas de aventura que miedo, arribó a la Guayana Francesa, donde el racismo y la violencia eran peores que el mito de la Isla del Diablo, de donde se fugó el célebre Henri Charrière, o Papillon.
La echaron de Cayena en la primera embarcación que apareció y fue a dar a Belén do Para, en Brasil, en pleno carnaval, donde asimiló cómo cantar y bailar sin pensar en mañana. Fue feliz en esa alegría por algún tiempo, pero tampoco dio con lo que buscaba su alma migrante. Andando fue a dar a Uruguay, pasó por Paraguay y Argentina. En Chile la adoptó una familia y fue un breve oasis, pero tampoco en Puerto Montt estaba su rumbo. Se marchó a Bolivia, subió a Perú y Ecuador y, a principios de 1969, entró a Colombia por Ipiales en un camión cargado de cebolla.
Revisando el mapa se impuso una meta: atravesar el país, viajar por mar hasta San Andrés, cruzar a Nicaragua y luego enrumbarse al norte para llegar a tiempo al Festival de Woodstock en Estados Unidos. Un largo itinerario hasta Barranquilla en su rebusque de siempre y luego en un barco pequeño hasta la isla en el Caribe. Pero ocurrió lo inesperado: se enfermó de hepatitis y fue a parar al hospital, donde fue tratada como reina. Los nativos estaban felices con la inglesa que cantaba y, con apoyo de los médicos, entre todos aliviaron su cuerpo y a medias su alma.
Además conoció a una pareja de hippies como ella, que le aportaron razones para desistir de su incesante periplo. Él había sido navegante o agente de viajes, pero ahora era el poeta Samuel Ceballos, con su nueva compañera, la pintora Fanny Salazar. Al decir de Elmo Valencia, anfitriones “del lugar donde el nadaísmo tenía el campamento experimental de poesía más alucinógena”. A falta de Woodstock, Angie-Mary Hickie terminó con ellos en el Festival del Coco, donde primero trató a Pablus Gallinazus, quien hizo honor a su seudónimo con la joven inglesa.
Todos eran estrellas, pero ella no conocía a ninguno. Ana y Jaime, Eliana, Elkin Mesa, y Angie con su bolsa viajera y su guitarra, hasta que apareció uno de los jurados ataviado con una mochila guajira de colores. Ella dice que no se conocieron, que se reconocieron. Lo cierto fue que se enamoraron y, como escribió el “monje loco” en su libro Bodas sin oro, se abrazaron y besaron mientras el mar los miraba con envidia. Él era un escritor reconocido y ella una inglesa anónima de 21 años. Desde orillas contrarias buscaban una luz al final de un túnel que ninguno entendía.
“Encontré a Gonzalito y asumí que terminaba mi viaje”, refiere mientras sus ojos verdes observan un acrílico con el rostro del “profeta de la nueva oscuridad”, que un día de finales de los años 50 fue a la cárcel por sacrílego y detonó la pólvora del nadaísmo convencido de “no dejar una fe intacta ni un ídolo en su sitio”, pero que después de una década larga de irreverencia lúcida, comenzó a decir adiós convencido de que su vida pública había expirado. Se quedaron tres meses entre San Andrés y Providencia y luego se fueron a un apartamento en La Perseverancia.
Gonzalo Arango vivía cercado por cerros de papeles y cuentas sin cobrar hasta el nivel de su cama, con un extraño ritual que evidenciaba su vida en reversa: dormía de día y trabajaba de noche. Luego se mudaron a otro refugio en el Bosque Izquierdo, entorno de un parque legendario, donde se concentraban sus amigos o se asomaban personajes públicos o curiosos, todos ávidos de conocer al principal inventor del nadaísmo. Ella sumó la pintura a su quehacer de collares y manillas, como un antídoto certero para agitar la revolución interna de su encuentro.
Fueron apenas seis años, pero suficientes para cambiarlo todo. Él renovó sus lazos claves. Ella recibió a su madre, “Leydi” Gladys, como Gonzalo la llamaba, para vivir días comunes de reencuentro. Luego adoptaron una segunda casa en Villa de Leyva y empezaron a viajar juntos o con amigos. A los Llanos Orientales con Pedro López, hermano de Alfonso, el político que fue presidente; a las selvas del Vaupés con Eduardo Escobar, otro que ratificó que la sociedad apestaba, o siempre a Providencia, convencidos de penetrar hasta la verde célula del alma o a la aurora del sentir absoluto.
Una tarde en Bogotá, Gonzalo volvió agotado después de esperar seis horas a un cliente publicitario para la revista Nadaísmo 70. Entonces tomó una decisión inesperada: empacó sus papeles en 15 cajas, incluyendo decenas de dibujos que siempre le regalaba su amigo Fernando Botero, y se los regaló al dueño de una fábrica de colchones que, sin clasificarlos, los utilizó como relleno. De un día para otro se aburrió de recibir en casa hasta a sus cómplices nadaístas. Prefería leer el Evangelio Acuariano de Jesús el Cristo o rebuscar en los umbrales de un nuevo paradigma.
Muchos amigos o admiradores hicieron causa con los gavilanes de la crítica, y ella fue señalada de influir en la postura de beato del difuso rebelde. Angelita tiene otra lectura: “Se liberó, se iluminó, él mismo quemó su fama y su vanidad, todo lo que no encajara en su alma inamansable”. Así llegaron libros de su renovada factura. Fuego en el altar, Providencia y Adangelios, mientras ella alcanzaba notoriedad con Me amarás mañana, que en las listas musicales de 1973 significó un canto a la metamorfosis que él iba construyendo en sus cartas y cuadernos de notas.
El jueves 25 de septiembre de 1976, amasando la idea de viajar a Inglaterra para conocer las raíces de Angelita, partieron juntos a Villa de Leyva en un taxi de servicio público. Pero a la altura de Gachancipá, un bus en sentido contrario los embistió con violencia. Cuando sobrevino el choque, él iba cantando Soplando en el viento de Bob Dylan y al advertir lo inevitable alcanzó a decir una palabra: “Mierda”. Lo demás salió en los periódicos. Cuando ella despertó de su inconsciencia, corrieron a llevarlo a un puesto de salud, pero nada se pudo hacer. A sus 45 años murió Gonzalo Arango.
Después de la tragedia, con el garfio de la ausencia del hombre que había salvado su vida, o la distancia y el desdén de muchos que se decían sus amigos, la Angelita de Gonzalo Arango decidió internarse en un convento de religiosas carmelitas en Usme, lejos de todo y de todos, aferrada a una soledad sin maquillaje. En la oración y el dolor moldeó su silencio antes de recobrar su condición caminante. Vivió una época en Cartagena, se refugió en La Calera, pasó por Cali, hasta que decidió marcharse a Ecuador. Pero apenas dejaba el país cuando el carro en que viajaba atropelló a un caballo.
El animal murió y ella lo tomó como un indicio de que debía volver a Colombia. Entonces se asentó en Guasca (Cundinamarca), donde vivió una especie de exilio voluntario pintando día y noche durante 20 años, rodeada de montañas parecidas a las de su natal Inglaterra. Cuando amaneció el siglo XXI, concluyó que era el momento de mostrarse de nuevo. Y arrancó con un curso de inglés, mezclado con canciones de los Beatles y Elvis Presley, sin renunciar a revisar la obra de Gonzalo y reafirmar lo que otros interpretaron de su súbito adiós.
En 2004, tras el fallecimiento de su madre, con un dinero de herencia, compró una casa en Guatavita con envidiable vista a la laguna y patio de brevos, papayuelos y tomates. Siguió pintando con disciplina monacal. Reactivó su deuda con la música, secundada por su amigo Orlando Salamanca y demás integrantes de Los Abuelos del Rock. Habilitó un estudio de grabación de buena acústica y consola para mezclar creaciones. Y luego montó su café mirador Guatavista, para atender a los turistas que llegan a su casa atraídos por la calidez de la inglesa.
Entre semana pinta en óleo y acrílico o escribe canciones, siempre acompañada por ocho perros, siete hembras y un macho, todos recogidos y operados. Los sábados abre el negocio y vende masato, tinto, obleas o canelazo, que ella misma prepara y entrega a través de una ventana mágica, desde donde brota libre el poder del recuerdo representado en música. Ya no viaja mucho, menos a Europa, porque ya no viven sus seres. Ahora es colombiana, aunque sin papeles que lo certifiquen por no caer en el laberinto de los trámites y las colas, pero fiel a su idiosincrasia.
Con el mismo arraigo con el que, a sus 68 años cumplidos el pasado 11 de enero, ahora escribe sus memorias desde que sólo tenía una bolsa de viaje. Siempre convencida de que no necesita nada porque todo le pertenece. Cuando se enferma, aparece el médico que la sana. Si requiere abogado, surge el que la saca de apremios. Si tiene un arreglo en casa, llegan las manos que hacen todo. Y así vive Angelita, fiel a su vida hippie, que por estos días vibra con el libro de máximas de Gonzalo Arango, porque siente que cumplió la promesa que concertó en un breve sueño.
Ella asegura que el texto funciona como I Ching moderno. Por eso, cuando lo entrega añade un pequeño dado para que al arrojarlo dé una de seis opciones. El receptor abre el libro en cualquier página y el número señalado aporta el mensaje de Gonzalo. “Tú no tienes más jefes que tu conciencia, que es tu responsabilidad absoluta”, “Sálvese el que quiera, todos pueden”, se lee en el libro de máximas. Angelita lo promociona mientras prepara tinto y ofrece turrones. Antes de despedirse, de su pequeña armónica salen sonidos cargados de mañana, de amor y de nostalgia.