Por Javier Iván Parra Foto Diego Pérez / EFE
El Tiempo
La más reciente y muy extensa novela del ‘Rey de Redonda’ (Berta Isla), cuya trama se extiende desde 1969 hasta finales del siglo XX, reúne los elementos esenciales de toda su obra, sembrados casi en su totalidad en Mañana en la batalla piensa en mí.
Ahí están la soledad, la política, el espionaje, la relación de pareja (es decir, el matrimonio), el engaño – “Vivir en el engaño es fácil y es nuestra condición natural”–, la casualidad como móvil suficiente para desviar el curso de una vida, la cotidianidad asaltada por algo absurdo, los infaltables guiños a Shakespeare, concretamente al drama histórico Enrique V (aunque en esta oportunidad también Balzac es motivo de juego literario), pero sobre todo, esa idea tan suya de que la vida tiene un sentido trágico, de que nada ocurre por necesidad, pero que lo que ocurre, por tonto que sea o por mucho que se hubiera podido evitar, es irreversible y sus consecuencias pueden ser desproporcionadas.
Y eso es precisamente lo que le pasó a Tomás Nevinson, uno de los dos protagonistas de la novela. Solo por pasar una noche con una mujer, Janet Jefferys, una noche que no tendría por qué dejar ninguna secuela, se metió en la grande, arruinó su matrimonio y dañó su vida y la de su esposa, Berta Isla:
“Qué estúpidos son los días, qué estúpido puede ser cualquier día, uno ignora cuál y se adentra festivamente en el que debería haber evitado, no hay forma de adivinar cuál será el de la maldición y tajo y fuego, el de la garganta del mar y el que lo quiebra todo… Y qué estúpidos, qué fútiles los pasos de ese día en el que no debería haber dado ninguno”.
La novela, rica en pasajes líricos y en vuelo metafísico, insinúa una trama detectivesca, sobre todo al comienzo, por el misterioso asesinato de Janet; pero por ahí no van los ternos, porque eso se vuelve dato escondido en elipsis; es decir, ni se resuelve ni tiene caso que se resuelva. La culpa le cae a Tomás y ya, a no ser que ceda a un chantaje, no de cualquier hamponcete ni mafioso, sino nada menos que del mismísimo Estado inglés. ¡Y cedió!
Tomás se ve abocado a vivir como una veleta, cambiando permanentemente de identidad y de apariencia. Nunca se imaginó que tener la habilidad para imitar acentos y registros dialectales, así como hablar perfectamente varias lenguas, se fuera a convertir en su propia cárcel. A cambio, pues, de no ser acusado de un asesinato que no cometió, pero que nadie le va a creer que no cometió, porque todo lo incrimina, se convierte en espía (también lo llaman ‘topo’) para su gobierno, y con el tiempo será declarado desaparecido.
A partir de ahí, la plausible novela policiaca deviene psicológica, por cuanto sus páginas se llenan con todos los pensamientos (de hecho, la obra es prácticamente un extenso monólogo interior pespunteado por unos cuantos diálogos que le dan fuelle) que embargan a Berta Isla, con motivo de la desaparición de su marido.
Allí Marías explora la mente de una mujer asediada por la incertidumbre, que al parecer es el peor de los estados emocionales. ¿Habrá muerto Tomás?, y, si fue así, ¿cuándo, cómo y dónde? Y si está vivo, ¿en qué condiciones está?, ¿volverá? ¿Por qué no se comunica? En tal estado de zozobra se le van los años a la mujer (y a nosotros las horas de lectura), que sobrevive como puede en su soledad, en su aislamiento… el aislamiento de Berta Isla.