Por José Luis Garcés González
El Espectador
El burro ha sido, y es, un personaje literario artístico e histórico. Pariente lejano del caballo. Padre negado del mulo. Participante de la Biblia cristiana, en donde se le menciona 130 veces. Incluido en El Quijote al ser el compañero de Sancho, el famoso rucio, robado y luego encontrado. Lafontaine lo utilizó en varias de sus fábulas. Picasso y Marc Chagall, entre otros, lo llevaron a sus lienzos. En el caso de la literatura sinuana, o escrita por sinuanos, los ejemplos abundan.
El burro que vino a estas tierras, según el profesor Andrés Morales, en 1643, y cuya procedencia inmediata parece ser catalana, empezó desde su llegada a desempeñar un rol importante en la vida de nuestros pueblos rurales. Su lugar en el engranaje económico-social no admite dudas. Pese a su escasez el burro aún es el vehículo para transportar la carga, para ir a las labores del campo, para hacer los mandados, para llevar a los enfermos a la carretera, para hacer las visitas, para movilizar el picó y la planta eléctrica a los bailes, para transportar en ancas a la muchacha que se fuga con su amado volándose la cerca de matarratón en una noche de luna llena. En fin, el burro, llamado también el Renault 4 de los campesinos costeños, es toda una institución de tráfico popular, que no hace paros ni reclama reajustes salariales: un poco de hierba y una totuma de agua le bastan. Pero ahora, en forma inclemente, lo están matando para sacarle la piel y venderla en el Extremo Oriente. Lo están extinguiendo a pasos agigantados. Este escrito es un urgente llamado de atención.
Además de ser objeto de centenares de sabrosas narraciones de la tradición oral, en donde el burro, o tío burro, ocupa, no solo por su descomunal miembro, un papel protagónico, mucha de la literatura escrita por gente de esta tierra está permeada de la presencia del laborioso y noble animal, hoy perseguido con saña por caminos y veredas. Como referente de las narraciones, orales o escritas, tenemos en el Sinú, en una rápida mirada, textos de Guillermo Valencia Salgado (El compae Goyo), Manuel Zapata Olivella, Leopoldo Berdella, Fernando Buelvas David, David Sánchez Juliao y Juan Gossaín, entre otros.
Empecemos por Valencia Salgado, quien los contaba con destreza; escucharle al maestro desaparecido hace diez y siete años, sus cuentos burreros era un verdadero deleite. Es inolvidable la narración, de tradición oral, el Burro revolucionario. Se trata de la historia de un burro que es traído a la ciudad y amarrado por su dueño, un pequeño finquero del corregimiento de Guateque, a un palo de mango cerca de las residencias universitarias de la Montería de los años sesenta del siglo XX. Durante tres horas consecutivas el burro escuchó las discusiones que, planeando una huelga, sostuvieron los estudiantes. Allí oyó, por primera vez, eso de luchar por las reivindicaciones populares, de analizar las condiciones objetivas y subjetivas, de rescatar la plusvalía, de combatir la alienación, de darle vivas a la revolución. Todo lo aprendió el burro, pues éste era un burro inteligente.
Cuando el amo lo regresó a la finca, el animal se dio cuenta de que los dos bueyes que ayudaban a hacer la panela estaban exhaustos y famélicos. Con cuidadito se aproximó a los astados y empezó a adoctrinarlos. Les dijo que los estaban sobreexplotando, que no les daban buena comida y que trabajaban desde la madrugada mucho más de las ocho horas reglamentarias. Que se rebelaran, que un buey con conciencia de clase no podía tolerar la expoliación, que todos se perdieran en el monte, que era hora de hacer la revolución social. Los bueyes le obedecieron y se marcharon esa noche a la montaña. Cuando, al otro día, el dueño los buscó por todas partes y no los encontró, les dijo a los trabajadores en voz alta: “Cójanme al burro y pónganle los aperos de los bueyes, que mañana tengo que entregar 500 panelas, andando”.
Burro no pudo escapar y empezó a hacer el trabajo que antes realizaban los dos bueyes. A los pocos minutos se percató de que él no estaba hecho para semejantes ajetreos. Que esa era mucha labor para sus energías. Burro, sudando frío, sentía que se moría, que las fuerzas se le escapaban, que no podía con sus propias patas. Cuando terminó la jornada del primer día lo amarraron a un poste para que no escapara por la noche. Así pasaron dos días.
Al tercero, cuando al atardecer le dieron dos horas de descanso para que fuera a comer, burro salió directo para la montaña a buscar los bueyes. Anduvo largo tiempo y nada que los encontraba. Se metió por rumbones y bolas de monte: nada. Al final, optó por rebuznar, y así logró comunicarse con los bueyes. Cuando éstos lo vieron se sorprendieron de lo flaco que estaba y le preguntaron qué le había pasado. Burro acomodó la historia, les comentó que había tenido algunos problemas estomacales y por eso su pérdida de peso; y les dijo que en esos tres días de convalecencia había hablado con otros burros de la región y habían concluido que el enemigo de clase era todavía fuerte, y que por ello las condiciones objetivas y subjetivas para hacer la revolución aún no estaban dadas, y que había que cambiar de táctica y hacer un repliegue estratégico. ¿Y entonces?, preguntaron los bueyes. Entonces tienen que regresar, continuar el trabajo -dijo con convicción Burro-, acumular fuerzas, elaborar un plan acertado y estar alertas, porque yo les estaré informando cuándo será el momento de dar el grito y reempezar la rebelión…
Manuel Zapata Olivella introduce al dotado animal en Tierra Mojada, su primera novela, y lo hace para reseñarle su capacidad de trabajo, y luego para usar, en un diálogo final, su nombre como sinónimo de gente poco lista. Fernando Buelvas es el autor del muy comentado El Yilé, un burro pretencioso que fue el rey de todas las burras de Planeta Rica, y que saboteó procesiones y alarmó a las Damas del Sagrado Corazón, meneco respetado por las autoridades, y que luego, ya envejecido, fue muerto por una enorme tractomula que venía de Medellín.
La burra del señor Alcalde, del fallecido narrador ceretano Leopoldo Berdella, es la historia de un hombre que después de perder su pierna derecha en un accidente de trabajo, es echado del puesto y termina montado en una burra y refiriendo cuentos, por contrato, en los velorios populares. Pero lo de los cuentos empezó a debilitarse, pues muchos decían que el señor Alcalde, que era como le decían al narrador, repetía las mismas historias. Entonces se metió a recoger frascos y botellas, le adaptó a la burra dos cajones y empezaba su faena. A los muchachos les cambiaba botellas por confites y bolsas inflables. Y así se rebuscaba, hasta el punto de que le alcanzaba para tomar cerveza los sábados por la tarde en el quiosco de Deyanira. Una tarde que venía de Rabolargo, la burra se frenó de súbito en la carretera, “como si viera tigre, y empezó a pegarle al cemento con el casco”. El señor Alcalde la gritó, la empujó, la jaló, pero nada. La burra en el mismo puesto golpeando con el casco. Un trabajador de una finca cercana se acercó a él, y se pusieron a reparar por los alrededores. Nada encontraron. Sin embargo, el recién llegado se dio cuenta de que el animal pateaba la misma parte del cemento y decidió cavar para ver qué era lo que había podido frenar a la burra. Cavó y cavó, se agachó a sacar la tierra y, oh sorpresa, en el fondo del hueco lo que había era una botella ronera vacía, la misma que, por costumbre, había hecho detener a la burra.
El señor Alcalde y el recién llegado se miraron y se rieron. El primero agarró la botella y con sus brincos de golero fue a meterla a uno de los cajones. Entonces el animal arrancó a caminar. Parece mentira, pero ésta fue la primera burra que nació en el Sinú con un detector de vidrio incorporado.
David Sánchez Juliao, en medio de su inmensa capacidad para recrear el imaginario popular, El arca de Noé nos entrega tres minicuentos de burro, del cual destaco Orejas largas, mentes cortas, por su propuesta reflexiva y filosófica, mediante la que plantea que lo mejor es dejar las cosas en su estado natural: el burro deberá seguir siendo burro y no debe ir a la escuela. También debe señalarse, de autoría de David, el texto-literario musical El burro leñero, que, en el acordeón de Máximo Jiménez, levantó merecidos aplausos en la década del 80 del siglo XX.
Juan Gossaín, en su delicioso libro de crónicas La nostalgia del alcatraz, publica el texto crítico El burro del municipio, animal jacarandoso que pertenecía a un tal Juan Pollera y que trabajaba preñando burras que le llevaban de las regiones aledañas, labor con que se ganaba le comida para él y su dueño; pero un día al alcalde se le dio por nacionalizar o expropiar el burro, para ponerlo al servicio del municipio. Cuando el jumento se vio en la condición de burócrata, se negó a montar las burras que le llevaban; agobiado por la dejadez lujuriosa del animal, el alcalde mandó a buscar a Juan Pollera para que instara al rebelde a que trabajara, a lo cual el burro le contestó a su antiguo dueño: ahora no trabajo porque “soy funcionario público”.
Y dentro de ese círculo, aunque no sea estricta literatura, deben mencionarse los apodos, que se surten por miles. Parece que el más famoso de todos en lo que al Sinú y a Colombia se refiere, está el de El Burro mocho, autoapodo perteneciente al interminable compositor, cantante, vitalista y torero Noel Petro, ciudadano oriundo de Cereté, y reconocido en todo el país y en América Latina. Al lado de Noel, podían escribirse enormidades de apodos. El burro Mestra, Burro cachón, Burro sin bolas, Burro ochoa, Tolete de burro. Por otra parte, los refranes en donde el burro es personaje principal e inspirador existen por decenas. Leamos algunos de los que recopiló el sabio Benjamín Puche Villadiego en su Refranero Sinuano: “Estoy más sudao que burro cargando palma”; “Si el trabajo fuera virtud, el burro cargara medalla;” “Una cosa piensa el burro y otra el que lo jarrea”; “Si es burro ajeno, garabato con él”; “Cuando burro no moría, gallinazo no comía”; “El burro muerto va adelante y la golerá va atrá”; “En pelea de burros, el que pierde es el dueño”; El burro hablando de orejas”; No es ná que la burra meé, sino la morisqueta que jace”.
Dos premios internacionales
Señalemos a dos escritores que han recibido el Premio Nobel de Literatura y han incluido al burro entre sus personajes: Juan Ramón Jiménez, español, Nobel 1956, que escribió el muy conocido “Platero y Yo”; y a Elías Canetti, de nacimiento búlgaro, con ancestro español y escritura alemana, Nobel 1981.
Platero es un burro fino y la relación con su dueño es casi sentimental. Es su confidente y su interlocutor en las reflexiones sobre la vida, los animales y los seres humanos. Como burro exquisito que es, Platero prefiere comer mandarinas, higos, y uvas moscateles. No conoció Platero la dureza y los trabajos ásperos que padecen nuestros burros criollos, que son, o eran, como está probado, altivos, atrevidos, sensuales o enamoradizos, veteranos, trabajadores a toda prueba. Son los burros más antiplateros del mundo.
Nuestros burros están más ligados al burro que describe Elías Canetti, en “Las voces de Marrakech.” Allí inserta un texto titulado “El burro lujurioso”, o como algunos traductores púdicos llaman: “El asno lúbrico”. Cualquiera que lea el relato de Canetti, de entrada puede decir que ese burro miserable y huesudo, sin nombre, no tiene mayor importancia, un burro más en los pueblos de África, de donde es oriundo el animal. Ese burro famélico, a quien su dueño con palo en mano maltrata y ofende, a quien pone a dar vueltas bajo los acordes de una música árabe, soporta los improperios por la noche, pero por la mañana, indiferente a las tropelías, obtiene su recompensa: desata su alborotadera y su sexualidad descomunal, sorprende a los que lo creyeron medio muerto, y consigue su victoria. Canetti, que tenía un ojo sagaz, que miraba y veía (pues todos los que miran no ven), saca una moraleja de esa erección asnal. Escribe: “... sin fuerza, sin pellejo adecuado, aún (el burro) poseía tanta voluptuosidad en su interior para que su nueva estampa me liberase del efecto de su miseria. Pienso con frecuencia en él. Y me repito a mí mismo, cuánto quedaba aún de él cuando yo ya nada veía. Deseo para todo ser atormentado semejante disposición en la desgracia”.