Revista Pijao
El futuro es lo peor
El futuro es lo peor

Por Aloma Rodríguez   Fotograma Alcon Entertainment

El País (Es)

La primera utopía de la literatura es la de Tomás Moro: una ficción en la que uno de los marineros de Américo Vespucio cuenta que ha encontrado la república perfecta en la isla de Utopía. Ahí comenzó todo, en 1516. Como ha escrito Jill Lepore en The New Yorker, “la utopía es el paraíso; la distopía, el paraíso perdido”. Así, una sigue a la otra de manera irremediable o, mejor dicho, la utopía, la sociedad ideal, contiene ya su propia distopía. Lepore afirma que estamos en la edad dorada de la distopía. Traza una cronología de la novela distópica, que surge como respuesta a las utópicas. En 1887, la escritora Anna Bowman Dodd publicó La república del futuro, una distopía socialista situada en Nueva York en el año 2050. La gente no tiene mucho que hacer y se pasa el día en el gimnasio, obsesionada con estar en forma. Como sucede en uno de los capítulos de Black Mirror —una de las series que capitanea la vuelta de la distopía tecnológica—, la distopía es el gimnasio.

En el fondo, podríamos pensar, las distopías no han cambiado tanto a lo largo de dos siglos. O dicho de otro modo, el camino de la humanidad, en su mayor parte, ha ido casi siempre hacia el progreso y el mundo es mejor de lo que era. Así lo demuestran libros como El optimista racional, de Matt Ridley, o Enlightenment Now: The Case for Reason, Science, Humanism and Progress, de Steven Pinker. Por mucho que nos cueste creerlo, estamos lo más cerca que se ha estado nunca del paraíso, y por lo tanto, el espacio para la catástrofe es mayor. Las distopías pueden ser apocalípticas o no, aparecer acompañadas de un escenario bélico o no, pero en todas lo que sucede es que la libertad del individuo se ha sacrificado para alcanzar una supuesta perfección. Las novelas distópicas por excelencia (Nosotros, de Evgeni Zamiátin, publicada en 1924; Un mundo feliz, de Aldous Huxley, en 1932; 1984, de George Orwell, en 1949) son parábolas políticas. Los horrores vistos en la II Guerra Mundial dispararon los escenarios apocalípticos y las posibilidades de las sociedades autoritarias que las distopías exploraron. Después llegó la crítica al consumo y al confort que lo banalizan todo (Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, publicada en 1953, o Bienvenidos a Metro-Center, de J. G. Ballard, en 2006). La Guerra Fría fue un terreno abonado para las distopías llenas de superhéroes y amenazas nucleares. En las distopías de mediados del siglo XX, Lepore ve el rechazo al Estado liberal. La historiadora explica que para cada dilema actual hay una novela distópica.

En 1985 se publicó El cuento de la criada, una novela de Margaret Atwood que forma parte de lo que ella llama “ficción especulativa”. Es una distopía feminista que se convirtió en serie de televisión en 2017. De manera casual, empezó a emitirse poco después de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca y la marcha de las mujeres como reacción. En esa protesta se vio una pancarta con el siguiente lema: “Make Margaret Atwood fiction again” (hagan que Margaret Atwood sea ficción otra vez). En la novela de Atwood se ha producido un golpe de Estado en EE UU que ha devuelto al país a los principios del puritanismo del siglo XVII. La serie cuela referencias a la actualidad (Uber, ISIS) para que el paralelismo sea más evidente. Es una sociedad vigilada, militar y teocrática, pero con una particularidad: ha encontrado una solución al problema al que se enfrenta el mundo, la infertilidad a causa de la contaminación ambiental. En Gilead (así se llama, tras la guerra, Estados Unidos) secuestran a las mujeres fértiles, les grapan la oreja con un pendiente (como si fueran ganado, porque de hecho lo son) y las visten de rojo. Tras efectivas sesiones de lavado de cerebro —que por supuesto incluyen torturas físicas y amputaciones—, las envían a las casas asignadas para que sean violadas (y fecundadas) por el comandante de la casa una vez al mes. La idea es una interpretación literal de la Biblia, verdadera constitución del nuevo orden. La pregunta que surge, inevitablemente, es ¿cómo ha podido pasar? En el prólogo a la reedición de la novela, Atwood explica que “en determinadas circunstancias, puede pasar cualquier cosa en cualquier lugar”.

Ante la pregunta de si El cuento de la criada es una predicción, la escritora canadiense dice que es más bien una “antipredicción: si este futuro se puede describir de manera detallada, tal vez no llegue a ocurrir. Pero tampoco podemos confiar demasiado en esa idea bienintencionada”. En eso Atwood tiene razón: en la web Electric Literature, Andy Hunter recopiló algunas de las predicciones contenidas en libros de ciencia-ficción (la lista contiene desde ingeniería genética, tanques o energía solar a la bomba atómica y el espionaje masivo de los Gobiernos) y no resulta del todo tranquilizador.

En cambio, el sketch de Muchachada nui sobre las predicciones fallidas de Regreso al futuro es un buen antídoto. En parte la función de las distopías es la advertencia de lo que puede deparar el futuro: es una de las lecturas que admite la novela Rendición, de Ray Loriga, donde la transparencia y la pulcritud de la ciudad de cristal que permanece aislada de la guerra son signos inequívocos de la ausencia de emociones, es decir, de la pérdida de humanidad. También las novelas de Philip K. Dick son, entre otras cosas, una advertencia sobre hacia dónde nos lleva la proliferación tecnológica y la inteligencia artificial.

Este mes ha llegado la secuela de la película Blade Runner, situada en 2049 —la de Ridley Scott sucedía en 2017 y en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? el futuro distópico era 1992—. Además, se está preparando una serie que adapta algunas de las novelas de Dick. Pero también Wall-E, la película de Pixar, contenía una advertencia en forma de distopía con historia de amor entre dos robots.

El auge de las distopías no se debe a Trump, aunque no deje pasar una oportunidad para demostrar lo capaz que es de crear un escenario apocalíptico. En realidad, nunca se fueron. Aunque tienen picos, como el de Los juegos del hambre, una trilogía juvenil que fue un éxito literario antes de llevarse al cine. Lo que sucede, según Lepore, es que la distopía (y sus lectores) también tiene una clasificación ideológica: durante el primer año de la presidencia de Obama, La rebelión de Atlas, de Ayn Rand, vendió medio millón de ejemplares, y en el primer mes de Trump en la Casa Blanca 1984 fue uno de los libros más vendidos en Amazon.

Para Lepore, la distopía ha pasado de ser una ficción de resistencia a una de sumisión. Su éxito responde a la incapacidad —producto en parte de la pereza y la cobardía— para imaginar un futuro mejor, revela un desencanto también de la política: “De izquierda o de derecha, el pesimismo radical de un distopismo incesante ha contribuido a desmantelar el Estado liberal y a debilitar el compromiso con el pluralismo político”.

Aloma Rodríguez es escritora y periodista. Su último libro es ‘Los idiotas prefieren la montaña’ (Xordica).


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