Por Enrique Vila-Matas
El País (ES)
No habrá premio de novela Rómulo Gallegos este año, lo que para muchos es una prueba más de la destrucción del área pública que gestiona el arte y la cultura en Venezuela. “Lo institucional está desnaturalizado, los museos, las bibliotecas, ya no son tales”, apunta Antonio López Ortega, narrador y ensayista venezolano y notorio gerente cultural, para quien lo sorprendente en todo esto es que, a pesar de los problemas de los últimos años, la calidad de la creación en Venezuela permanece intacta. Sus palabras me han hecho pensar enseguida en Ednodio Quintero, nacido en 1947 en Trujillo cerca de la bella ciudad andina de Mérida. Este gran narrador ha construido un mundo literario cargado de una densa mitología propia, maravillosamente inventada, cuyo punto de partida fue siempre una imaginación aldeana elevada a la máxima potencia; aun recuerdo la grata y fuerte impresión que en 1991 me causó La danza del jaguar, su primera novela.
Quintero es visto ya cada vez más como escritor esencial, pero el reconocimiento de su obra ha sido lento, debido a una infinidad de causas, entre las que habría que incluir la deriva cultural de una Venezuela aislada del exterior y también el hecho de que pertenezca a la categoría de lo que Fabián Casas, al hablar de Bolaño, llamó “los escritores de antes”, es decir, que pertenezca a la categoría de aquellos que nunca fueron simplemente escritores, sino también puntos de unión entre vida y literatura, faros en los que los jóvenes podían verse reflejados. Quintero es uno de esos “escritores de antes”, y es posible que, a la larga, haber estado tan alejado de los focos mediáticos le haya beneficiado, porque le ha permitido acceder al ideal de ciertos narradores de raza: ser puro texto, ser estrictamente una literatura.
En el centro de su más reciente novela, El amor es más frío que la muerte (Candaya), hay un momento en el que el narrador, el escritor de antes, “el apátrida”, el héroe de las mujeres (a la manera de Bioy, pero muy japonizado), observa que una roca tiene forma de tumba y le recuerda un lecho como el de Procusto. Una cama de piedra, piensa. Y se tiende boca arriba en la fría laja y dice sentirse cómodo, sereno como un rey en una gran casa para siempre. En ese intenso instante de la novela podría estar la clave absoluta del cuerpo eterno, dinástico, que los textos de Quintero entronizan en la historia de la literatura de todos los tiempos; uno diría que el venezolano está ahí sintonizando con aquel célebre arranque de Pierre Michon en Los cuerpos del rey, donde se nos indicaba que el monarca tiene dos cuerpos: uno eterno, dinástico, que el texto engrandece y consagra, y al que arbitrariamente llamamos Shakespeare, Joyce, Beckett; y otro cuerpo mortal, funcional, relativo, el andrajo, que se encamina a la carroña; que se llama, y nada más se llama, Dante, y lleva un gorrito que le baja hacia la nariz chata; o nada más se llama Joyce y lleva gafas de miope, o se llama Shakespeare y es un rentista bonachón y robusto con gorguera isabelina.