Por Juan José Millás
El País (ES)
Con frecuencia, comenzamos una novela para huir de algo a lo que esa lectura nos devuelve. ¿Son los libros que nos obligan a retroceder hasta el lugar del crimen los mejores? Tal vez sí. Lo cierto es que del mismo modo ciego con el que tú los buscas, te reclaman ellos a ti. Un día te detienes en una de esas librerías de viejo que sacan algunas cajas a la acera. Revisas los lomos de los volúmenes y tropiezas con uno que desmanteló tu juventud. Lo liberas del conjunto, relees la primera página y, sin saberlo, acabas de comenzar el regreso. Cuando te acercas a pagarlo (cuesta solo dos euros) te dicen que puedes llevarte otro abonando tres euros por los dos. Pero rechazas la oferta porque para suicidarse basta una bala. De hecho, comienzas a leerlo esa misma noche como el que se introduce en un callejón por el que se llega al centro del laberinto del que se pretendía salir.
A veces, escribir una novela no es muy diferente de leerla. La comienzas con un planteamiento equis, fundamentalmente liberador, pero ella te va trayendo poco a poco de vuelta a la prisión de la que pretendías fugarte, igual que el preso que tras excavar durante semanas un túnel llega misteriosamente a la celda de la que salió, en la que ahora hay dos agujeros, uno de entrada y otro de salida, apenas separados por dos metros. La lectura es el túnel por el que sales y la escritura por el que entras. Como Edipo, solo has escapado para cumplir el designio del fatum que intentabas burlar, y que casi siempre es una variante más o menos lejana de aquel viejo argumento fundacional: matar al padre para casarse con la madre. La lectura, como la escritura, debe ser insana. Lo demás es entretenimiento. El entretenimiento como metadona de la literatura.