Por William Ospina
Especial para El País (ES)
Hay dos grandes mares culturales en Occidente: el Mediterráneo y el Caribe. Geográficamente son dos golfos inmensos en los que se repliega a lado y lado el Atlántico, pero son también dos grandes nichos de la memoria. Europa nació en el Mediterráneo, América nació en el Caribe.
Paul Valéry nos ha hablado en sus anotaciones sobre Europa de la importancia de ese mar que vio navegar a los Fenicios fundando el comercio y a los griegos fundando la civilización; que vio cruzar a Tifón y a los gigantes desde Egipto para derrotar a los dioses del Olimpo y refugiarse en él; que vio nacer las matemáticas en los números de Pitágoras y la filosofía racional en los diálogos de Platón; que vio navegar a César con sus legiones y a Virgilio con sus hexámetros; que vio pasar a Alejandro hacia Persia y trajo a Cristo hasta Roma; ese mar ensangrentado de guerras y ramificado de Odiseas, cuna de mitos y de razones, de códigos y sagas; que vio surgir a Afrodita de la sangre de un crimen antiguo, que vio llegar a Baco en un carro tirado por leopardos desde las orillas del Ganges, que vio morir a Osiris despedazado en el delta del Nilo, a Adonis desgarrado en las grutas de Siria, y a Cristo crucificado en las colinas de Judea.
De esas costas brotaron la idea egipcia o hebrea de un dios único, la variante cristiana que decidió que ese Dios no fuera propiedad de un solo pueblo sino de toda la humanidad, y la variante musulmana “de sabiduría y de pena y de sufrimiento de lo consumado”, a cuya sombra prosperaron las matemáticas y la filosofía, la arquitectura y la poesía; ante esas aguas nacieron la democracia, la ciencia, el derecho, el sueño de un imperio planetario, el racionalismo, el romanticismo y todos los temibles sueños hegemónicos de Europa.
Por ese mar inagotable seguimos viendo a Ulises entorpecido por la furia de Poseidón, a Antonio y Cleopatra que enlazaron a Europa y al África, a otros dos enamorados, Dido y Eneas, construyendo ciudades que después se odiarían hasta la aniquilación; por allí pasaron en grandes barcos los elefantes de Aníbal que iban a aplastar a Roma, los soldados de Escipión que destruyeron Cartago, los ángeles de Tomás de Aquino, los debates de Bizancio, los barcos del Sultán de Estambul que llegaron hasta las puertas de Italia, las naves de don Juan de Austria que los detuvieron en Lepanto, ese mar ha visto los delirios de don Quijote, los tormentos de Byron, las galeras de Napoleón, las fugas de Rimbaud, los brotes de la peste negra y los tanques del Tercer Reich; allí nacieron religiones y murieron sistemas, cantaron las sirenas y rugieron los cañones, murieron hombres por millares y brotaron dioses como espuma, una cultura varias veces milenaria floreció y se agostó y volvió a florecer, a soñar y a confiar.
También este mar Caribe es copioso en leyendas y en acontecimientos, aunque su historia conocida apenas abarca cinco siglos. Sus inicios siempre nos fueron contados desde las proas de las carabelas de Cristóbal Colón, pero durante veinte mil años se habían sucedido en sus orillas muchos pueblos, los que habitaron las llanuras de ciénagas y cocodrilos de la Florida y las playas paradisíacas de Sarasota, los hombres o dioses que construyeron los reinos de piedra, de pedernal y de laca de Tenochtitlan, los que alzaron las pirámides rojas del mundo maya y escribieron en sus paredes leyendas de astros que eran también reyes, los que labraron en Tabasco las cabezas gigantes e insomnes de los Olmecas, los que enterraron las misteriosas esferas de piedra del istmo, los que trenzaron las cestas de Puerto Hormiga, los que construyeron las terrazas de piedra del Tayrona y los templos del Sinú, llenos de hamacas con ofrendas preciosas, los que sembraron los bosques de ceibas y de hobos sobre las tumbas de oro, los que reventaron sus pulmones sacando perlas en los ostiales de Margarita, las bocas misteriosas del Orinoco que arrojan el tributo de las selvas inmensas, y eso que tenemos que llamar con Neruda “la paz de arena que rodea el mundo”, el cinturón de islas blancas que va de Trinidad por Santa Lucía hasta Barbados, y desde Puerto Rico, la República Dominicana y Haití, hasta las sierras orientales de Cuba.
García Márquez dijo alguna vez que el Caribe es un mundo que va desde el delta del Misisipi hasta el delta del Orinoco, pero no ignoraba que el influjo del Caribe se extiende mucho más lejos que sus aguas, que sobre el Atlántico Salvador de Bahía y Río de Janeiro todavía son ciudades caribeñas, como lo son ante el Pacífico Buenaventura y Guayaquil, y Cali en su llanura más lejos del mar todavía.
Recuerdo que un día le pregunté a Gabo si conocía a Juan de Castellanos. “Lo que alcancé a leer en Zipaquirá”, me contestó, recordando sus años de adolescente caribeño arrojado a las tierras frías de la Sabana, donde se protegió del tedio y de la soledad leyendo la Biblioteca de Rivadeneyra, pero basta leer Cien años de soledad, El otoño del Patriarca, El general en su laberinto y El amor en los tiempos del cólera para saber que Gabo tenía en su mente la saga de la Conquista, la historia copiosa de los siglos coloniales, los cruces de razas, de leyendas y de mitologías que todavía flotan sobre estas aguas.
El Caribe fue el primer crisol de la lengua, el lugar del primer cruce del español del siglo XVI con las lenguas de taínos, de mayas, de aztecas, de chibchas, de tayronas, del arawak de los guajiros y de los pueblos amazónicos. También dijo Gabo que si solían comparar sus obras con las de Faulkner ello no necesariamente se debía a un influjo directo del autor de Luz de agosto sobre el de La hojarasca, sino al hecho de que ambos hablan de un mismo mundo, que la desembocadura del Mississippi no es radicalmente distinta de la desembocadura del Magdalena o del Orinoco.
Matriz de una cultura, el Caribe no es mar sólo de humanos, también es mar de dioses y de sincretismos. Si a Veracruz bajaba el agua teñida con la sangre de los sacrificios, y si a Cuba y a la Española llegó con todo vigor la religión no menos sangrienta de los conquistadores, sobre estas aguas navegaron por igual Cristo y los dioses de África, Yemayá y Changó y Ochún, para ser San Lázaro y Santa Bárbara y la Virgen de la Caridad de Cobre; y no hay que olvidar que aquí a dos países de distancia también renació en climas equinocciales la religión de Brahma, Shiva y Vishnú, y que, como nos ha contado Derek Walcott, cada año los jóvenes de Trinidad y de Santa Lucía representan con grandes dioses de varas de caña las leyendas sagradas del Bhagavad-gita y del Ramayana.
Al dictado de estas aguas se escribieron las elegías de Castellanos, las crónicas de Oviedo, las obras de Martí, los cantos de Palés Matos y de Nicolás Guillén, los poemas de Luis Carlos López, de Eliseo Diego y de José Lezama Lima; pero también el Orfeo Negro de Aimée Cesaire y de Glissant, y la poesía de Saint John Perse y de Derek Walcott. Este es el mar de la barca perdida de Nicuesa y de la cabeza perdida de Balboa; por aquí avanzaron las caravanas de galeones cargando las riquezas de un mundo, y sobre ellas cayeron a sangre y fuego las flotas de los corsarios; este mundo de haciendas y de esclavos, de paraísos y de infiernos, es el de las conquistas y las piraterías, de la vida y la muerte de Morgan y de Drake, a quien le dieron por tumba las aguas plácidas de Portobelo; del desembarco en 1741 de 27.600 soldados británicos ante las murallas de Cartagena de Indias; aquí son ya mitológicas las expediciones helénicas de Alfonso Reyes y la reinvención de la lengua castellana por Gutiérrez Nájera, Julián del Casal, José Martí, Pérez Bonalde, José Asunción Silva y Gómez Carrillo, hasta la llegada del genio de la lengua Rubén Darío, que volvió a unir los dos cuerpos de la lengua que amenazaban alejarse sin fin; aquí nació ese asombroso siglo cultural que acabamos de vivir desde la muerte de Darío hasta la muerte de Gabriel García Márquez.
Como los padres de la Independencia y como los modernistas, García Márquez no sabía ver dividido en naciones a este mundo del Caribe, y tampoco a la América Latina. El Caribe era para él una unidad, había desarrollado hace cinco siglos el molde de una cultura, cada vez más presente en el mundo contemporáneo, y era muy hermoso ver en él la unidad en la diversidad, las variaciones de costumbres, rituales y estilos de vida en las distintas lenguas y tradiciones del universo común. García Márquez entendió como un todo este Caribe de guerras y leyendas, que vio llegar las carabelas y vio pasar sangrando los barcos negreros, que vio desfilar las carracas portuguesas y las fragatas inglesas, que acunó los presentimientos de Miranda y los sueños de Bolívar, las apuestas generosas de Petion y de Morazán, las derrotas del abuelo de Byron, la invención del Romanticismo en los viajes de Humboldt; esos esfuerzos y esas desmesuras que él supo seguir desde la fundación de las repúblicas hasta las estampas de la revolución mexicana y las revoluciones llenas de sueños de Fidel Castro y de Hugo Chávez, sus comienzos radiantes y sus desenlaces tormentosos; y en el fondo todo el colorido y complejo y convulsivo mundo de Rivera y de Orozco, de Wilfredo Lam y de Obregón, de Fernando Botero y de Jean Michel Basquiat.
Hace cincuenta años este continente en formación, que ya había mostrado al mundo las cabalgatas de Zapata y de Pancho Villa, los corridos de fuego de la revolución, el carácter de Frida Kahlo, las cejas alzadas de María Félix, y el sueño de un mundo nuevo de los guerrilleros cubanos, en el mismo ámbito de las novelas torrenciales de Faulkner y de los relatos aventureros de Hemingway, vio nacer las obras de Alejo Carpentier, de Juan Rulfo, de Carlos Fuentes, de Guillermo Cabrera Infante y de Gabriel García Márquez, y el mundo entero se volvió a mirar al Caribe para descubrir que no se trataba ya de un escenario de anécdotas históricas sino de uno de los epicentros de la cultura mundial.
Porque si uno se pregunta qué es ese Caribe, esa patria a la que Gabo se sintió pertenecer toda la vida, hasta el punto de decir que sólo en su ámbito se sentía completo, pleno, tocando sus raíces, la respuesta más definitiva está en Cien años de soledad, y en esa aventura delirante y genial hacia el misterio de la lengua, que es El otoño del patriarca. Un mundo en el que todo está marcado por la historia y donde sin embargo al mismo tiempo uno se siente en el primer día de la creación. Gabo logró lo que soñaba y lo que anunciaba en las tertulias de los años cincuenta; escribir la biblia pagana del Caribe, desde el génesis de los colonizadores hasta el apocalipsis de los pueblos abandonados y carcomidos por la ruina; que combina la plenitud de la aventura humana con una agobiante sensación de marginalidad, de abandono y de olvido; que sabe que la historia verdadera no es un retablo de grandes héroes y personajes gloriosos sino la confusión de las gentes “de rudas manos y de oscuros nombres” que improvisan su destino arrebatándole un poco de dicha y unas ráfagas de dignidad a una realidad de horror y de desamparo. Hombres delirantes y absurdos que conciben proyectos geniales, mujeres que en el primer descampado tienen que improvisar la cultura, gentes que huyen bajo la opresión de un remordimiento, fantasmas que brotan de la culpa, estirpes que heredan sus demonios, comunidades en las que entra la guerra como una inundación, gentes rústicas que viven el anhelo conmovedor del refinamiento, de la belleza y del milagro, selvas pobladas de fantasmas, dramas que vuelven irremediablemente como vuelven las lluvias y la luna, el mundo de García Márquez es un mundo en el que se reconoce todo ser humano, de cualquier nación y de cualquier lengua, pero lo que le da su universalidad no son sólo los hechos, las atmósferas y los personajes, sino la plenitud de la lengua en que han sido forjados.
La lengua castellana de América no sólo se formó en el Caribe: fue en el Caribe donde se reinventó, y el lenguaje de García Márquez, que debió abrevar de tantas fuentes, es el lenguaje que trajeron los conquistadores, modificado por el asombro de los cronistas, enriquecido por los cruces de culturas, por las lenguas indígenas y africanas, por la llegada de los judíos y de los árabes, por el viento de los inmigrantes, la lengua que pulió con su poderío sintáctico la obra de Alfonso Reyes, que moduló en una música nueva y fascinante la aventura de Rubén Darío, y que los meandros de la canción popular fue llevando de isla en isla y de pueblo en pueblo, convirtiéndola en la lengua de las noticias, de los conflictos, de los duelos, de los amores y de los cantos. En esas cocinas, en esos campamentos de guerra, en el lomo de esos caballos, en la intemperie de esos cañaverales y en la vigilia de esas chalupas está el hilo sutil que une la inventiva endiablada de las gentes del común con la labor desvelada de los autores y con el esfuerzo de los gramáticos para acunar una lengua que es su propia obra maestra.
En García Márquez había un fino observador de los seres humanos, y eso le permitió hacer la gran novela del Caribe; había un testigo asombrado del mundo, y por eso hizo el periodismo más sugestivo de su tiempo; y había un pensador: hay que leer la colección completa de sus entrevistas para asomarse a una lección de carácter, una comprensión de los hechos, una lucidez de la interpretación y un compromiso con altos principios verdaderamente notable.
Todos nos preguntamos cuál es ese secreto, que va más allá de la academia y aún de la literatura, que hizo que García Márquez no fuera un escritor célebre sino el alma de un mundo, el símbolo de una época, y ese ejemplo curioso del escritor que satisface por igual a los grandes profesores y a las gentes humildes que nunca han leído otro libro. Borges decía que toda época anda buscando un libro, que en la Edad Media muchos intentaron escribir La Divina Comedia, que cada época no es un autor buscando su libro sino un libro buscando su autor. Y yo tengo la sensación de que los grandes libros de la historia son aquellos que expresan el momento en que un mundo alcanzó su lenguaje y se nombró plenamente a sí mismo. Borges fue también quien dijo que hay un momento en que un hombre sabe para siempre quién es, y quizás podemos añadir que hay un momento en que una región y una época conquistan por fin la lengua que las expresa con plenitud: lo que hizo Homero con la Grecia de la Edad de Bronce, lo que hizo Virgilio con Roma, lo que hizo Dante con la exaltación de la lengua ordinaria a la capacidad de cantar lo sublime, lo que hizo Cervantes con la España del Renacimiento, desgarrada entre la realidad histórica opresiva y la enormidad de sus sueños, lo que hizo Shakespeare con la lengua inglesa que descubrió de pronto la enormidad del Globo que sería su destino explorar y dominar; lo que hicieron Balzac y Flaubert y Víctor Hugo con la Francia del siglo XIX, Tolstoi y Dostoievski con la Rusia de comienzos del siglo XX, Kafka con la Europa de vísperas del infierno, Faulkner con el desgarrado sur de los Estados Unidos, Joyce con el desciframiento de la ciudad moderna en una lengua a la vez poderosa y marginal.
Para acercarnos a todo lo que física y mentalmente significó el Caribe para García Márquez, tal vez no haya mejor texto que una página de esa sinfonía verbal que es El otoño del Patriarca, donde Gabo utiliza como pretexto una visita del Patriarca a los gobernantes derrocados que rumian sus derrotas en una fortaleza de las Antillas, para que veamos aparecer el mosaico completo, tejido de sitios y de detalles, de fragmentos y de instantes, de ese mundo que se resuelve en una suerte de embriaguez visual y sonora: un sueño de la vigilia nutrido por la realidad, redondeado por la imaginación, y exaltado por la música:
En otro diciembre lejano, cuando se inauguró la casa, él había visto desde aquella terraza el reguero de islas alucinadas de las Antillas que alguien le iba mostrando con el dedo en la vitrina del mar, había visto el volcán perfumado de la Martinica, allá mi general, había visto su hospital de tísicos, el negro gigantesco con una blusa de encajes que les vendía macizos de gardenias a las esposas de los gobernadores en el atrio de la basílica, había visto el mercado infernal de Paramaribo, allá mi general, los cangrejos que se salían del mar por los excusados y se trepaban en las mesas de las heladerías, los diamantes incrustados en los dientes de las abuelas negras que vendían cabezas de indios y raíces de jengibre sentadas en sus nalgas incólumes bajo la sopa de la lluvia, había visto las vacas de oro macizo dormidas en la playa de Tanaguarena mi general, el ciego visionario de la Guayra que cobraba dos reales por espantar la pava de la muerte con un violín de una sola cuerda, había visto el agosto abrasante de Trinidad, los automóviles caminando al revés, los hindúes verdes que cagaban en plena calle frente a sus tiendas de camisas de gusano vivo y mandarines tallados en el colmillo entero del elefante, había visto la pesadilla de Haití, sus perros azules, la carreta de bueyes que recogía los muertos de la calle al amanecer, había visto renacer los tulipanes holandeses en los tanques de gasolina de Curazao, las casas de molinos de viento con techos para la nieve, el trasatlántico misterioso que atravesaba el centro de la ciudad por entre las cocinas de los hoteles, había visto el corral de piedras de Cartagena de Indias, su bahía cerrada con una cadena, la luz parada en los balcones, los caballos escuálidos de los coches de punto que todavía bostezaban por el pienso de los virreyes, su olor a mierda mi general, qué maravilla, dígame si no es grande el mundo entero, y lo era, en realidad, y no sólo grande sino también insidioso, pues si él subía en diciembre hasta la casa de los arrecifes no era por departir con aquellos prófugos que detestaba como a su propia imagen en el espejo de las desgracias sino por estar allí en el instante de milagros en que la luz de diciembre se saliera de madre y podía verse otra vez el universo completo de las Antillas desde barbados hasta Veracruz.
Nunca se fue del Caribe, pero la verdad es que siempre quiso volver, tener, como en esa página de El otoño del Patriarca, un mirador desde el que pudiera abarcarlo todo, el Aleph del Caribe, las islas, los rostros, las costumbres, la historia, las bendiciones y las maldiciones que a lo largo de los siglos hicieron ese mundo mágico que sería su misión descifrar y modular en palabras. Cuando sentía que su lenguaje vacilaba, que sus historias languidecían, que algo se extraviaba en la diablura natural de su estilo, comprendía que ya era hora de volver al Caribe, a recargarse de esa energía original, de esa savia de la memoria, de esa felicidad corporal, de esas licencias de la cotidianidad, de ese espíritu de fiesta continua, de esas ganas de contarlo todo y convertir los acontecimientos de la vida diaria en una saga de relatos, en un vallenato infinito, en el delirio de papá montero, zumba canalla rumbero, el sésamo para abrir todas las puertas.
Ahora, después de una vida plena y de una obra feliz como pocas, después de cumplir con su tierra y con su época, de encantar a los reinos y a las generaciones, de alternar con los desconocidos de los andenes y de las playas y con esos no menos desconocidos para la eternidad que por unos días fueron poderes y celebridades, después de la riqueza y de la sencillez, del goce de las cosas sencillas, de las canciones, de los viajes, del amor, de la familia, de la amistad y de la conversación, ahora, después de todo, dejando atrás el gran tumulto y el gran relámpago, García Márquez ha vuelto aquí, a la orilla de las murallas, a soñar seguramente cosas más espléndidas, a darnos la certeza de que de nosotros salió y a nosotros nos amó como a nadie, y hoy podemos decir, mientras miramos el mar que duerme a su lado, las palabras del verso de Stevenson, decirle, sí, aquí estás de regreso, ya para siempre con tu mundo, ya convertido en arena de esta playa, piedra de esta muralla que resiste los siglos:
De vuelta del mar está el marinero.
Texto íntegro de la conferencia de William Ospina sobre el impacto social, literario y cultural de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez en el XIII Seminario Internacional de Estudios del Caribe, celebrado esta semana en Cartagena de Indias.