Por Jacinto Antón
El País (Es)
Coincidiendo muy oportunamente con la llegada del frío he vivido una de esas aventuras que tanto nos gustan, cargadas de historia y con su punto arrojado y extravagante. Se trata de la descabellada empresa de viajar de Moscú a París en motocicleta en pleno invierno siguiendo la ruta de la retirada de la Grande Armée de Napoleón en 1812, aquella infernal odisea en la que el corso se dejó el ejército, diezmado por el frío, el hambre, el cansancio, la raposa astucia de Kutúzov el Sapo (viejo conocido de esta sección), y los cosacos.
Digo que la he vivido, pero por persona interpuesta, que siempre es más seguro: a través de la lectura de Berézina, en sidecar con Napoleón, de Sylvain Tesson (Aguilar, 2017), uno de los libros de viajes más entretenidos y divertidos que me han caído en las manos en muchísimo tiempo. La idea de embarcarse en tamaña peripecia solo puede despertar nuestra simpatía pero es que además los protagonistas de la misma, Tesson (París, 1972) y un pequeño grupo de amigos franceses y rusos, todos muy aventureros, y bastante excéntricos, la acometieron en viejas motos Ural de fabricación soviética con sidecar y decoradas con motivos alusivos a la campaña napoleónica, como una gran bandera tricolor de la Guardia Imperial con las insignias del 1º Regimiento de Lanceros de la Caballería Ligera (cubiertos de gloria en Wagram y luego, en Rusia, en Gorodnia y Krasnoi). Tesson se tocaba asimismo con un tricornio igual que el de Bonaparte, lo que provocaba la natural sorpresa de los camioneros que se encontraban en la ruta.
El objetivo del proyecto, llevado a cabo en 2012 con motivo del bicentenario de la retirada, era recordar a los soldados masacrados recorriendo los 4.000 kilómetros en que se desangró el ejército, compartiendo en parte sus terribles padecimientos y sin descartar sufrir solidariamente algún desastre.
La aventura, en la que se mezclaron la mecánica, la intendencia, la geografía, la historia, Tolstói, el debate sobre la figura de Napoleón, el General Invierno y grandes dosis de vodka, no pretendía celebrar ni reivindicar nada, sino limitarse a repetir el itinerario y si acaso conjurar a los fantasmas de la Grande Armée. La presencia de rusos (con banderas imperiales propias) garantizaba un espíritu abierto al abordar los acontecimientos.
Durante el trayecto (al grito de “¡nada detendrá nuestras Urales, ni siquiera los frenos!”), los motoristas iban leyendo en voz alta testimonios directos de la retirada (Bourgogne, Caulaincourt...), para hacer ambiente. Entre la emoción de toparse con letreros como “Borodino, 90 kilómetros” y los peligros de unas carreteras llenas de nieve y surcadas por largos convoyes de camiones de mercancías a toda velocidad, la expedición fue recorriendo el vía crucis del ejército francés a menos 17 grados y patinando sus motocicletas en el hielo.
Tesson, aventurero y viajero impenitente (dio la vuelta al mundo en bicicleta, cruzó caminando el Himalaya, a caballo las estepas de Asia central, vivió como un eremita a orillas del Baikal y casi se mata en 2014 practicando su pasión –ya abandonada- del rootflopper, el caminar por los tejados), pero además ganador de un Goncourt y un Médicis, narra la odisea magistralmente, con humor y emoción, evocando de manera inolvidable, desde la moto, la larga columna francesa en desbandada, un ejército de espectros en uniformes harapientos sobre el sudario de Rusia.
“¡Chicos, esto es una auténtica idiotez!”, se exclamará uno de los motoristas helados en una de las pausas en una aldea bielorrusa. “¡La Guardia Imperial muere pero no da media vuelta!”, contestará otro, imbuido de épica. “Ya, pero hemos roto el cárter”. Reparada la avería, el trayecto sigue: Smolensk, el Berézina y su vado, Borísov, Vilna... Llegaron al final a París y detuvieron las motos en el patio de los Inválidos, bajo la estatua de Napoleón, muy cerca de su tumba. Desmontaron sin decir nada y miraron atrás para para otear en la lejanía las cúpulas de Moscú, al otro lado del largo camino blanco que habían compartido con 400.000 muertos.