Por Azriel Bibliowicz
El Espectador
En la gran novela modernista del siglo XX, Ulises de James Joyce, su personaje central Leopold Bloom comparte una serie de extrañas similitudes con María y el propio Jorge Isaacs. Todos ellos son vistos por quienes los rodean como judíos, aun cuando ni Bloom ni Isaacs practican el judaísmo. A la hora de la verdad, no deberían ser considerados judíos, pero prevalece una mirada racista y despectiva hacia dicha cultura y religión que impera en ambas novelas. Ahora bien, el judaísmo no es el tema central de ninguna de las dos, pero termina por ser una sombra que acompaña a sus personajes a lo largo de su páginas.
En ambas obras, los padres de los protagonistas fueron quienes abandonaron la religión ancestral. Rudolf Virag el padre de Leopold, un judío húngaro, dejó la religión de sus antepasados y cambió su apellido para abrazar el catolicismo y casarse con la madre de Leopold. En Ulises, Leopold tampoco fue criado como judío y se casa con Molly que fue educada como católica.
En el caso de María, fue Salomón, su padre, quién le pide a su hermano, don Jorge, que convierta a María al catolicismo cuando llegue a Colombia. Ahora bien, tanto en el caso de Jorge Isaacs, como el de Leopold Bloom fue su padre Jorge Enrique quién abandonó el judaísmo y se casó con su madre y por ella que se convierte al catolicismo. Jorge Isaacs luego se casa con Felisa González, quien también era católica.
Ahora bien, tanto el padre de Leopold Bloom como la madre de María, mueren de manera trágica en ambas obras, una curiosa coincidencia.
Tanto en el caso de María como en la vida personal de Jorge Isaacs, el judaísmo es una impronta, un sello de la cual no se puede desprender.
El concepto racista de la “mala sangre judía”, proveniente de la Inquisición española, permea tanto a la novela de Isaacs como su propia vida. El judío siempre ha sido visto como el extranjero, el Otro. Y por ello no debe sorprendernos que un conservador recalcitrante como Miguel Antonio Caro, le echara en cara a Isaacs en el Congreso de la República que pertenecía a la “raza maldita”. En más de una ocasión el autor de María tuvo que escuchar que se refirieran a él en forma despectiva enrostrándole su origen judío.
A Leopold Bloom al igual que a Isaacs en más de una ocasión se le cuestiona su lealtad nacional, por más de que ambos hubiesen sido educados y criados en sus países de origen. En ambas novelas el dilema radica en que el mundo exterior no deja de verlos como judíos y el judaísmo constituye para la época en una enfermedad hereditaria sintomática de un mal social insalvable.
En el trasfondo las dos novelas se ven marcadas por el racismo, que en el caso de María responde al mundo semifeudal y la esclavitud que persiste en las relaciones sociales de la anquilosada aristocracia vallecaucana.
La advertencia de Franz Fanon, parece ser escrita después de una lectura de María de Jorge Isaacs. Cito a Fanon: “a primer vista suena extraño que una mirada antisemita se deba relacionar a la negrofobia. Pero fue mi profesor de filosofía en las Antillas, quién me hizo entender que “cuando oigas a alguien hablar mal y abusar a los judíos, presta atención, porque están hablando de ti”. He descubierto—dice Fanon— que esta tiende a ser una verdad universal, y vine a comprender que yo iba a responder con mi cuerpo y corazón frente a lo que se le hacían a mis hermanos. Sólo después me di cuenta que el antisemitismo termina por ser inevitablemente antinegro.”
La obsesión racial, y el antisemitismo señala el curso de estas dos obras canónicas y termina por ser un condición de la cual no se pueden alejar. El judaísmo más que un dilema personal pasa a ser una condición social. Pero Leopold Bloom frente a los ataques antisemitas sale en defensa del judaísmo. En otras palabras, la novela de Joyce termina por ser una advertencia temprana sobre el antisemitismo y el racismo que permeaba a Europa a comienzos de siglo XX.
En la María no hay ningún ataque a la injusticia social. Y en últimas el drama de María radica en que su madre, la esposa de Salomón, quién era obstinadamente judía, no quiere saber de conversiones. Por ello, algunos críticos literarios han señalado que el ave negra que tanto atemoriza y persigue a María no es otra cosa que la representación de su madre. Sara, sufre de una epilepsia incurable, causada por su “mala sangre judía”. Y esta asociación, entre el judaísmo y el mal racial como bien lo señala Doris Sommers en su extraordinario texto Ficciones Fundacionales no deja de acechar la obra de la misma manera que persiguió a Isaacs, quién jamás pudo borrar la racista “mancha de sangre” que lo acompañaba, por más de que trabajara con ahínco por el bienestar nacional. Pero, tampoco desparece en el caso de María a lo largo de la novela, por más de que la obra sea ante todo una novela de conversión al cristianismo.
En María el judaísmo representa la decadencia y una enfermedad hereditaria. No hay que olvidar que los hacendados semifeudales no podían tolerar cruces raciales o de clase que contaminaran su orden aristocrático. Sander Gilman sostiene que para los finales del siglo XIX los negros y judíos a menudo se consideraban enfermos por su sexualidad aberrada, constituida por el incesto en el caso de los judíos y la lascivia en el de los negros. Y evidentemente el incesto es otro de los grandes temas subyacentes en María.
Los personajes de la María no logran desprenderse ni del estigma judaico ni de la esclavitud. El racismo hacia lo negros y la “esclavocracia” como la llama Doris Sommers permea esta obra heredada de un orden oscurantista y colonial. El racismo parece una anomalía y un destino imposible de erradicar.
Y si Simón Bolívar le concedió la libertad de los esclavos en 1816, de alguna manera se quedó en simple decreto. Sólo hasta 1851 se logró la ley de libertad de vientres. Y sin embargo, en 1867 cuando se publica María, la libertad de los esclavos era todavía en gran parte hipotética. Los esclavos continuaron siéndolo en la práctica y en la novela vemos como se refieren todavía a sus patrones como “amos”. En cierta forma la novela de Isaacs nos demuestra que a pesar de las buenas intenciones frente a la abolición de la esclavitud, poco se logró. Por ello el mundo que describe no deja de ser un mundo semifeudal, regionalista que evoca con nostalgia un pasado estático, en donde no se sacrifican los privilegios criollos.
Isaacs intercala un largo y azaroso romance entre Nay y Sindar, amantes africanos a quienes la esclavitud separa abruptamente. Nay continuó consciente de su nobleza africana aun cuando adopta el nombre cristiano de Feliciana, junto a su nueva religión. Tanto María como a Nay son rescatadas por don Jorge: María del dolor de ser huérfana y Nay de la humillación de la esclavitud. Y a pesar del paralelo establecido, la novela elimina toda posibilidad de amalgamación entre la aristocracia y los esclavos supuestamente libertos. Cada uno en su lugar. No hay posibilidad de integración y mucho menos de relaciones íntimas. El mundo que pinta María es cerrado.
A pesar de tener una prosa fluida y estar muy bien escrita y ser considerada una de las gran novelas románticas del continente, no obstante, el racismo que subyace en sus páginas termina por caracterizarla. Lamentablemente siglo y medio después de su publicación, no podemos negar que esta dura realidad aun persiste y domina muchas regiones del país.