Revista Pijao
David Torres no sabía que David Torres estaba muerto
David Torres no sabía que David Torres estaba muerto

Por Manuel Jabois   Foto Álvaro García

El País (Es)

El escritor David Torres no sabía que el otro David Torres estaba muerto. De hecho, David Torres nunca conoció a ese otro David Torres. Nunca supo que había tenido un hermano mayor, nunca supo que él llevaba el nombre de ese hermano, nunca supo que el primer David Torres había tenido la mala suerte de haber nacido en un clínica madrileña, San Ramón, que en puridad era el centro de una enorme trama de bebés robados: niños que ‘morían’ nada más nacer y eran entregados vivos a familias pudientes que habían pagado por ellos. “Podemos recordar muchas cosas, pero hay dos momentos esenciales de los que no sabemos nada”, escribe David Torres (Madrid, 1966) en Palos de ciego (Círculo de Tiza, 2017): nadie recuerda nada de su nacimiento, nadie escribirá nada sobre su muerte.

El libro – a caballo entre la ficción y la realidad- es una perturbadora narración sobre lo que no llega a producirse, sobre lo que se malogra antes de nacer: por un lado, narra el intento –fracasado repetidamente- del mismo Torres de escribir sobre la matanza de un grupo de juglares ciegos en la Ucrania estalinista. El autor trató de escribir sobre esa historia durante veinte años, abordándola desde muchos puntos de vista sin llegar a acabarla nunca; por el otro lado, el libro bucea en la vida de ese otro Torres que se malogró antes de nacer o nada más nacer, o que tal vez fue vendido –y despojado de su primera identidad- antes de que el segundo Torres (el escritor) apareciera.

En Testimonio, las memorias de Dmitri Shostakóvich, se lee esta historia. “Desde tiempo inmemorial, los cantantes folclóricos han vagado por los caminos de Ucrania. Allí eran llamados lirniki y banduristi. Eran casi siempre ciegos -es tradición. Siempre gente ciegas indefensas, porque nunca se atrevió nadie a tocarles y hacerles daño. Golpear a un hombre ciego, ¿puede haber algo más bajo? Y entonces, a mediados de los años 30, se anunció el primer congreso general de lirniki y banduristi ucranianos, y todos los cantantes folclóricos tuvieron que reunirse y discutir qué harían en el futuro. ‘La vida es mejor, la vida es más alegre’, había dicho Stalin. Los ciegos le creyeron. Y fueron al congreso de todas partes de Ucrania, desde villorrios chiquitos y olvidados. Cuentan que había varios cientos de ellos en el congreso. Era como un museo viviente, la historia viviente del país. Todas sus canciones, toda su música y poesía. Y casi todos ellos fueron fusilados, casi todos aquellos patéticos ciegos fueron fusilados”.

Las memorias de Shostakóvich tienen varios problemas, el primero de ellos es que no las escribió Shostakóvcih. Pero su alcance fue masivo y arrasaron la voluntad de un escritor principiante, David Torres: tenía que escribir esa gran novela. “Yo, que no soy músico, ni estoy ciego, ni hablo el ruso ni ucraniano”. Aquellas páginas de Shostakóvich que no escribió Sostakóvich eran la carta desesperada de un náufrago. “Pensaba en esos pobres ciegos encerrados como pájaros en jaulas, escuchando las descargas de los fusiles, todos esos viejos chillando y lamentándose, preguntándose qué ocurría, qué estaba pasando ahí fuera”, escribe Torres.

Fracasó. Lo hizo entonces, en 1994, y lo hizo ahora, en 2016. Tenía una primera frase: “Hay muchas formas de ver el mundo, pero también hay muchas de no verlo”. Tenía el inicio de la historia: un chico miope que no sabe que se está quedando ciego guía a un bardo ciego a su destino sin saberlo. Tenía decenas de lecturas y montañas de folios con apuntes de sus personajes. Y tenía, en definitiva, el título: Borrón. Pero se quedó de ella con lo que no pudo haber sido, el making off de un fracaso. “No es la existencia sino la no existencia la que supone una forma de perfección”, escribe. Lo insólito de su libro es que la frase alcanza el territorio de la ficción que no pudo ser, y que exhibe como recuerdo de una batalla del autor contra sus personajes, y la no ficción que tampoco llegó a concretarse: su propia vida.

‘Palos de ciego’ es el único título que podría llevar el último libro de David Torres. Lo que no empieza, no puede acabar nunca. En el intento de encontrar la verdad de los larniki y bandristi, Torres va diseccionando su biografía acompañándola de su obra, la no escrita: las historias oscuras del estalinismo, aquel que no se cebó del todo con Shostakóvich y no se cebó de todo con María Yudina, la pianista de cuyo arte se enamoró Stalin escuchándola en directo. Le envió 20.000 rublos y ella le respondió: “Le agradezco, Iosif Vissariónovich, su ayuda. Rezaré por usted día y noche, y pediré al Señor que le perdone sus grandes crímenes contra el país y contra el pueblo”. Stalin enseñó la carta a Beria con una orden: “No la toquéis”. Según la memorias de Shostakóvich que no escribió Shostakóvich, sino Volkov, Stalin era un supersticioso que creía que Yúdiva, una artista pordiosera que daba todo lo que tenía a los pobres para ser más pobre que ellos, era la encarnación de una yurodivaia, una especie de tótem religioso, una “loca protegida por Dios” que le recordaba a una monja ciega y paralítica, Matryona Nikónova, que le dijo en la Segunda Guerra Mundial: “El gallo rojo derrotará al gallo negro”. La explicación, sin embargo, puede ser más sencilla: Mandelstham seguía con vida pese a su epigrama, Ajmátova continuaba escribiendo y Shostakóvich nunca fue detenido: el responsable de millones de muertes los consideraba artistas de demasiado valor como para prescindir de ellos por una venganza personal. ”Le bastaba”, dice Torres, “un escarmiento de vez en cuando: amedrentarlos con una condena, el arresto de un familiar o la publicación de un editorial en Pravda para meterlos en vereda”.

En el libro David Torres intenta confirmar la reunión de larkini y saber si su hermano murió realmente en la clínica española de los bebés robados. Es una historia llena de autopsias sobre la verdad y la mentira, y en un momento dado el libro se gira y apunta sobre sí mismo y el autor. Cuando apareció el cadáver de George Mallory en la cara norte del Everest se reavivó la gran polémica: ¿fueron Mallory e Irvine los primeros en llegar a la cima más alta de la Tierra? Torres se lo preguntó a Sebastián Álvaro, que dio la respuesta final a tantas preguntas que se hacen en su libro: “Mi cabeza dice que no; mi corazón dice que sí”.


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