Por Juan Carlos Galindo
El País (Es)
La nómina de autores clásicos de novela negra que, como mínimo, deberían ser más conocidos es enorme. Aquí ya hemos ido hablando de algunos: Marc Behm, al que dedicamos un post la semana pasada, el maestro de los diálogos George V Higgins, o Lionel Davidson, responsable de una pequeña obra maestra que mezcla a la perfección el mundo del espionaje y la aventura más clásica. Y tenemos pendiente, entre otras cosas, un repaso al Simenon ajeno a Maigret que con tanto acierto ha recuperado Acantilado.
Pero ahora que Siruela ha rescatado con éxito El último caso de Philip Trent de E. C. Bentley (traducción de Guillermo López), vamos a aprovechar para hablar de él y de otros tres clásicos olvidados, todos ellos con una ficción más violenta, visceral y sin escrúpulos que el elegante periodista inglés.
James Hadley Chase: la leyenda de un golfo
Se cuenta en el excelente obituario que el maestro Javier Coma publicó en EL PAÍS que René Brabazon Raymond, alias James Hadley Chase (Londres 1906- Corseaux, Suiza, 1985), era un imitador más allá de lo legal y lo tolerable, un tipo que perdió un juicio por plagio con James M. Cain y otro con John Lattimer (añado), que escribió sus novelas ambientadas en Estados Unidos desde Reino Unido y con un diccionario de jerga estadounidense, copiando todo de los padres del hard boiled. Pero también era un escritor lleno de fuerza y con un puñado excelentes novelas en una producción, por otro lado, del todo excesivo e irregular.
Yo me quedo con Acuéstala sobre los lirios (RBA, traducción de Facundo Piperno), una narración clásica que tiene todo lo bueno de alguien que escribe bien y sabe copiar bien a sus maestros. Una heredera rica que muere en extrañas circunstancias y todo lo que hace su entorno por ocultar las verdaderas causas meten al investigador Vic Malloy en un embrollo de grandes dimensiones, con violencia y dinero de por medio y rodeado de personajes de una de estas familias ricas completamente estropeada tan propia de Ross Macdonald. Es cierto que el tal Malloy es un machista de campeonato, un tipo violento al que no van a dar un premio por sus respeto de los derechos humanos, pero dudo que los detectives privados de la época fueran de otra manera. Es cierto también que la novela no tiene nada que no hayamos leído en otras, pero está contado todo con las tripas, con un ritmo enloquecido que funciona.
Una corona para tu entierro tiene varias virtudes reseñables. La primera es que recuerda a Los sudarios no tienen bolsillos ( un caso de corrupción que los poderosos no quieren que se cuente y un periodista que lucha por publicarlo) pero, aunque no tiene la fuerza de la obra de Horace McCoy, sí posee el grado de inevitable acción del bueno de Hadley Chase. El final es triste, resultado de un par de giros bien llevados en una novela de 200 páginas escasas que cuando uno termina se pregunta ¿para qué más?
Si tuviera que seleccionar alguna otra me quedaría con El Secuestro de Miss blandish. De escritura apresurada y ritmo que solo podríamos calificar de loco, la primera novela de Hadley Chase es la historia de unos ladrones de medio pelo, psicópatas metidos a mafiosos y dirigidos por una madre implacable. La primera parte es un despiporre criminal más parecido a un western, mientras que en la segunda entra en juego detective que fue periodista. Al igual que en otras novelas de este autor la resolución es brutal, sin rodeos y breve. Una novela punk y soberbia.
E. C Bentley: el perfecto caballero británico
Edmund Clerihew Bentley (1875-1956) es un outsider en el mundo de la ficción criminal. Periodista, jugador de alto nivel de rugby (llegó a ser internacional con Inglaterra) y famoso humorista, Bentley solo escribió dos novelas negras: El último caso de Philip Trent, que le sirvió para revolucionar la imagen que en aquel momento (1913) se tenía del detective privado y Trent’s Own Case, una secuela para la que hubo que esperar 20 años. Sin embargo, la originalidad de esta novela la convierte en indispensable. Tras una presentación sobria y con algo de intriga, conocemos a Trent, artista de cierto prestigio, periodista ocasional y detective privado cuando el periódico para el que trabaja así se lo solicita, actividad que le ha convertido en una personalidad con cierta fama. La primera mitad de la novela es un misterio clásico: un millonario muerto, muchos sospechosos y un hombre (en este caso dos porque también hay un campechano y serio agente de policía) en busca de la verdad.
Sin embargo, en la página 107, un leve toque en un brazo y una discreta mirada de la viuda desconsolada, transforman al personaje y con él la novela. Y lo hacen de manera muy sutil. Sin ánimo de desvelar nada del argumento diremos que la obra da un par de saltos que en otra novela habrían sido desastrosos y que aquí, sin embargo, quedan genial. Leída muchos años después, la historia sobrevive sin problemas. Solo diré que al final entiendes con una sonrisa que esté sea el último caso de Trent. Un aspecto que no puede pasar inadvertido: la edición cuidada, pasta dura incluida, y la excelente traducción de Guillermo López gallego (con unas ilustrativas y útiles anotaciones a pie de página) hacen que la edición de este clasicazo por Siruela merezca todavía más la pena. Se han hecho múltiples adaptaciones al cine, incluida una de Howard Hawks todavía en la época del cine mudo, pero yo les recomiendo que empiecen por el libro.
Donald Westlake o cómo reírse de su propia sombra
Donald Westlake (también conocido como Richard Stark, Tucker Coe o Samuel Holt) fue un todoterreno de la ficción al estilo de Elmore Leonard. Estajanovista incansable, Westlake escribió decenas de novelas y guiones, la inmensa mayoría de historias basadas en su Nueva York natal y en el submundo criminal que tan bien conocía. He de reconocer que llegué tarde a él, tras una recomendación que me hizo John Connolly para que leyera alguna de las novelas de la serie de Parker, publicadas bajo el seudónimo de Stark. Si van a leer una, que además está publicada en español en distintas ediciones, que sea A quemarropa, una tremenda historia de venganza, llena de buenos diálogos y con un protagonista inmenso: un profesional de la muerte, un criminal, una bestia con la que el lector, sin embargo, no puede evitar congeniar de alguna manera.
Westlake destaca también por su serie de John Dortmunder, de la que RBA ha publicado en España Un diamante al rojo vivo (traducción de Bruno Suárez) y Atraco al banco (traducción de Pablo Álvarez). Dortmunder, exmilitar metido a ladrón profesional sin mucha suerte, protagoniza junto a un variopinto grupo de compinches estas novelas que mezclan el humor con la acción y, en último término, el desastre. Partiendo de argumentos disparatados, el robo imposible de un diamante en la primera y el atraco de un banco para llevárselo literalmente a cuestas en la segunda, Weasley consigue que el lector se entretenga, se ría mucho, e incluso se deje llevar por la melancolía provocada por unos personajes que están más allá de la consideración de perdedores.
Hay muchas otras obras, pero para no abrumar citaré solo algunas. Dios salve al primo (RBA, traducción de Ramón de España) es un hilarante retrato de los efectos de la codicia. Conservo también un ejemplar de Policías y Ladrones publicado en 1987 por Júcar en su serie Etiqueta Negra y que pertenece más al grupo de obras de Westlake en las que bajo una apariencia más superficial se esconde una fuerte crítica a la sociedad en la que vive. Westlake es, además, un escritor que ganó tres veces el Edgar a la mejor novela de misterio, un tipo al que igual habría que volver a leer en España.
Horace McCoy: decir lo que hay que decir
He dejado para el final a Horace McCoy (Tennessee, 1887- Los Ángeles, 1955), autor quizás más conocido por la tantas veces nombrada Acaso los caballos no matan, o por el retrato del mundo de la mafia de Despídete del mañana (qué grande James Cagney en la película) pero que forma parte de mi Olimpo particular gracias a Los sudarios no tienen bolsillos (Akal, Traducción de Ignacio Orozco). Héroe de la Primera Guerra Mundial, en la que participó como paracaidista de la aviación de EE UU, McCoy trabajó 11 años como periodista deportivo, no como un forofo maltratador de palabras, sino como un cronista de primera y ese pulso se nota para bien en sus novelas.
Los sudarios no tienen bolsillos es la historia de Mike Dolan, un periodista frustrado porque el medio para el que trabaja no le publica una gran exclusiva y que decide hacer la guerra por su cuenta. Al frente de su propio semanario, Dolan denunciará las miserias del mundo que le rodea: grupos racistas con miembros de rancio abolengo, un oscuro médico de la clase alta con prácticas más que oscuras y otras corruptelas. Dolan se rebela contra todo eso y pronto siente la presión de quienes no quieren que nada de esto salga a la luz, gente que no duda en utilizar cualquier medio para ello.
Los sudarios no tienen bolsillos es una novela radical, directa, que llama a las cosas por su nombre, que grita fuerte contra las injusticias. Tan fuerte que no encontró editor en 1937 en Estados Unidos y tuvo que ser publicada al principio en Reino Unido. De hecho, no vio la luz en su país hasta 1948 y en una versión edulcorada. Si alguien se pregunta si está novela es negra la respuesta es sí, por los cuatro costados. Si alguien se pregunta si se trata de buena literatura, la respuesta es: ya les gustaría a muchos.
Lo dicho, podrían ser otros pero estos cuatro elegidos merecen ser rescatados. Pasen y lean.