Llegamos a finales del año 1991 a este sitio con nuestra pequeña hija de dos años. Ya en Bogotá, para entonces, poco se hablaba de barrios propiamente dichos, como en mi infancia y juventud, si no en cambio, se les denominaba como “Conjuntos Cerrados”. La inseguridad rampante en la ciudad había hecho evolucionar el comportamiento de sus habitantes optando por una serie de estrategias que hacía del los “encerramientos” con rejas y vigilantes a bordo, ocasión de cambios notorios en muchos de los estilos de vivienda de los citadinos.
En mi lejana época infantil y juvenil, el jugar en las calles y el escalar las montañas propias del paisaje bogotano, no conllevaba peligro alguno y éramos los niños bastante “libres” en recorrer nuestro barrio y los barrios cercanos donde vivían amigos, e incluso avanzar hasta zonas comerciales sin la compañía de los padres, ni utilizar transporte distinto a ir caminando alegremente a cielo abierto por las calles de nuestra ciudad.
Cosa distinta aconteció para la época de la niñez y adolescencia de mi hija. El concepto de barrio casi que ya no se incorporaba al devenir social y comunitario y fue siendo reemplazado por el de Conjunto Cerrado y sobre todo, por el de Centros Comerciales, para asistir a cines, restaurantes, bancos, supermercados y almacenes en general.
Pues bien decía que habíamos llegado a nuestra nueva residencia en un Conjunto Cerrado con nuestra pequeña niña de dos años. Una casa espaciosa, rodeada de amplias zonas verdes arborizadas, antejardín y jardín, a mas de otro espacio verde incorporado entre el área social y el exterior. Maravilla sin par para nuestras necesidades de crianza y nuestro esparcimiento familiar. Mi esposo ya “jubilado” y yo aún ejerciendo, pero con la posibilidad de instalar mi consultorio en la casa, dados sus buenos espacios para construirlo en el jardín interior.
Nuestros vecinos aparecían en general contemporáneos a nuestra edad cronológica, en una franja de edades entre los 35 y los 55 años, con hijos igualmente niños, adolescentes y jovenzuelos. Una que otra familia conformada por parejas mayores de 60 años sin hijos y uno que otro residente en edades “maduras” hermanos solteros. En total 50 casas, con tres callejuelas interiores y tres parquecillos adlátere de esta tan afortunada urbanización, cuyo concepto arquitectónico pareció ser el del disfrute de la naturaleza rodeándolo todo.
Poco “socializamos” unos con otros. Estábamos en un alto porcentaje en la edad de cumplir estrictos horarios de trabajo; cada cual salía en su respectivo automóvil, muy temprano en la mañana, con retorno bien entrada la tarde. Comunidad casi que en su mayoría conformada por profesionales en distintas áreas: médicos, abogados, bacteriólogas, profesores, ingenieros, arquitectos, odontólogos, psicólogas etc.etc. Cada familia en su quehacer. Los buses escolares recogían los niños en la portería, las empleadas domésticas los acompañaban o alguno que otro padre de familia asistía puntualmente a entregar y recoger los chicuelos que asistían sin falta a sus deberes escolares. Una que otra señora exclusivamente dedicada a su casa y prole.
Transcurría la vida al ritmo y compás del quehacer cumplido. Sin estridencias. En sano jolgorio, muy espaciado en días festivos, con esporádicos “asados” en las zonas verdes y festejos bajo discretas normas de convivencia. Compartíamos las llamadas zonas comunales de parquecillos y arboledas en forma respetuosa y alterna.
Los años fueron pasando, lenta, casi que imperceptiblemente y sin darnos cuenta exactamente a qué horas, los hijos pasaron de escolares a universitarios y de universitarios a entes ligados a su ejercicio profesional y de ahí a casados y mas que lejos, más que pronto, algunos a ser igualmente padres de familia.
Los hogares se vieron sujetos a cambios y las callecitas del Conjunto de igual manera; y qué no decir de las áreas de esparcimiento, bosquecillos y arboledas. Se fue notando el ingreso de silencios y de vacios en zonas verdes aledañas antes inundadas por bicicletas, triciclos, patinetas y patines; perros, gritos y ladridos.
Las casas fueron quedando ocupadas por los progenitores solamente y se fue operando un cambio llamativo en el pequeño conglomerado humano. Ahora las señoras vestían sudaderas, salían a caminar o a hacer gimnasia y los señores salían enarbolando cascos de protección para su andar montados en bicicletas. Algunos encanecidos, otros atléticos, y otros adheridos a su “curva” abdominal.
También en lo social hubo cambios ya que el saludo entre unos y otros habitantes de las casas se hizo más regular y al parecer la conquista del tiempo fue grabando en los rostros algo de relajamiento y simpatía. Principiaron a florecer más las sonrisas y a prohijarse cierta afable camaradería.
Casas amplias habitadas por solo dos personas y las empleadas que llegaban temprano en la mañana y se retiraban temprano en la tarde. Ambiente de cordialidad en callecitas interiores y zonas verdes y un flotante y suave ambiente de apacibilidad envolviendo el conjunto. Pocas, muy pocas familias vendieron sus casas y emigraron, la mayoría seguimos en ellas.
Sin apercibirse conscientemente el cómo ni el cuando, los parquecillo interiores volvieron a verse poblados de chiquillos, de risas, gritos y juegos, pues los nietecitos de la mayoría principiaron a engalanar el barrio de sus abuelitos y ahora se acercan al Conjunto en visitas domingueras; y entre semana, uno que otro caso, a pasar el día entero, pues sus respectivas madres y padres trabajaban, por lo tanto en el presente los abuelos cuidan por turnos de la prole.
Han pasado más de treinta o quizás para algunos cuarenta años. Las casas no han perdido su encanto. Lucen muy bien cuidadas y la naturaleza circundante ha crecido en sus árboles frondosos y de buena altura, cobijando este pequeño conglomerado humano que igualmente ha crecido, en número por familia, en años, experiencias, en vivencias. Alegrías y tristezas ya que también la parca ha venido a visitar algunas casas para anunciar que los ciclos de vida se cierran y que el proceso es de igual forma evolutivo e involutivo.
Las plantas de los jardines jamás cesan su floración. La yerba sigue creciendo tanto que los jardineros son parte inherente al ritmo de vida de nuestro maravilloso Conjunto Cerrado y la proximidad al Humedal Córdoba nos brinda la dicha de estar rodeados de diversas aves que como nosotros ocupan sus hábitats, anunciando que la vida prosigue en su incesante tintineo de minutos, horas, días, meses, años y más años..
Reverbera de vida nuestro Conjunto Cerrado, enrejado para brindarnos seguridad, pero abierto a espacios insondables donde el fluir del tiempo enriquece las voces de la ciudad; esa enorme e hiper poblada ciudad que oímos bullir de lejos y que anuncia su constante crecimiento en construcciones de altos edificios que nos han ido tapando los paisajes de las altas montañas que rodean a Bogotá, las cuales al llegar aquí, eran guardianas de nuestra identidad capitalina.
De tal suerte que, aunque nos ocultaron los paisajes externos, esos altos edificios que vemos fuera de nuestra ínsula, de nuestra pequeña arcadia poblada de saudades, han venido a constituir barrera propicia para contrarrestar el fragor de ruidos y pitos estridentes, evitando así que hieran nuestra paz, pues como en los cuentos de hadas, se han convertido en murallas protectoras de nuestro bienestar.
Aquí en nuestro Conjunto Cerrado vamos sintiendo el fluir de la vida que pasa, la vida que genera cambios, que sigue su curso arrullada por el viento y los aromas de la lluvia que alimenta nuestros prados y el ciclo tintineante de las lunas que se reflejan en los pozos y fuentes de nuestros jardines; y el sol que hace reverdecer la vegetación en un devenir que anuncia que así vayamos muriendo, seguirán las diversas generaciones disfrutando de la sinfonía sin par del jilguerillo citadino siempre presente en nuestras ventanas.
Estos … los encantadores ciclos de nuestro feliz Conjunto Cerrado.
Ruth Aguilar Quijano
Especial Pijao Editores