Por Carles Geli Foto Albert García
El País (Es)
La primera vez que lo oyó, el niño Colson Whitehead estaba en cuarto o quinto de Primaria. Fue “apenas una breve mención porque en EE. UU. no se habla ni se estudia ni se tiene asumido el tema de la esclavitud de los negros”, dice. Sí, a mediados del XIX hubo una red de blancos que ayudaban a esclavos huidizos a pasar a tierras de estados libres del Norte. A la red se la conocía como el ferrocarril subterráneo. “De niño creí que esa metáfora era real”. Pero es que de mayor, Whitehead (Nueva York, 1969), ya escritor, lo siguió creyendo e imaginando, dándole vueltas desde 2000: “No tenía ni la historia ni los personajes, pero sí la estructura: un tren subterráneo real que los transportara y donde cada estación fuera en el fondo una parte de la historia americana”. Durante 15 años fue acumulando ideas e información, “pero no creía estar preparado técnicamente como escritor para abordarlo”, reconoce. Cuando lo hizo, en seis meses nació El ferrocarril subterráneo (Literatura Random House; Edicions del Periscopi, en catalán), que obtuvo seis premios literarios, entre ellos tres de los más prestigiosos de EE. UU.: el Pulitzer, el National Book Award y el Indies Choice de las librerías independientes.
El tren de Whitehead, autor de novelas como Zona uno, descendiente de esclavos y que el jueves da una conferencia en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB), va cargado: están, con detalles documentales brutales, desde los precios que costaban los esclavos a sus rituales, creencias y bailes, y los sentimientos y la crueldad sin fin de los blancos, que cortaban genitales, los depositaban en la boca de la víctima y asaban a los fugitivos cazados; pero también aflora la impiedad de los propios negros, con guetos y apestados entre ellos en las plantaciones o la participación de libertos como cazadores de sus hermanos de raza que huían de las plantaciones del Sur… Todo es visto a partir de Cora, que escapará desde Georgia, mujer más dura que cualquiera de los hombres que pasan por las casi 400 páginas del libro. Incluso que Ridgeway, el implacable cazarecompensas que la persigue.
La idea inicial era que el protagonista fuera un hombre que buscara a su mujer a la que había vendido o un padre a su hijo, pero la lectura de Incidents in the Life of a Slave Girl, autobiografía de Harriet Ann Jacobs, joven madre y esclava fugitiva, publicada en 1861, lo cambió todo. “Ahí cuenta los detalles de cómo en una plantación al pasar de niña a mujer todo se complica aún más: te conviertes también en esclava sexual del amo y has de tener ya hijos porque eso significa más brazos para recolectar y más dinero para el terrateniente… El de las mujeres era un infierno distinto al de los hombres, peor si cabe, y quería explorarlo”.
Cora descubre en una de las estaciones, en Carolina del Sur, un programa de esterilización de negros, con los que se experimenta a partir de difundir la sífilis entre ellos y no tratarles. Hay hasta un particular Josef Mengele, con la aquiescencia de muchos blancos supuestamente abolicionistas. “Cada parada me permite abordar historias de distintos periodos históricos de EEUU y sí, hubo un programa de esterilización, pero fue a finales del XIX y destinado a inmigrantes pobres y enfermos para que el Estado no cargara con más gastos sociales; en 1940, también se experimentó con negros enfermos de sífilis; en la novela, no me ciño a los hechos sino a la verdad, que es distinto”, matiza Whitehead, que en el juego tácito de espejos que hace con el genocidio nazi recuerda que “fueron científicos norteamericanos los que inspiraron a los de la Alemania hitleriana”.
De tan inverosímil por las crueldades de la época, El ferrocarril subterráneo rezuma realismo mágico, si bien Whitehead prefiere hablar de Thomas Pynchon (“básico por su crítica social”), la Odisea (“me dio la estructura alegórica por episodios”), Toni Morrison (“la atmósfera del factor humano del esclavismo”) o “toda la cultura pop y, sobre todo, la ciencia-ficción, lecturas que comparto con gente de mi generación como Junot Díaz o Jonathan Lethem y que explican mi tendencia a abordar la ciudad, la raza, la cultura popular o el humor”.
También ayuda a la atmósfera irreal la inclusión de pequeños textos que recuerdan a los avisos de “Se busca” y que encabezan los capítulos del libro. “Son textos reales, anuncios o carteles de ocho líneas, pero que dicen mucho de la vida de los esclavos: ‘Se busca a Lizzie, que ha huido sin motivo’. Y tú te preguntas, ¿seguro? O que al describirla afirman que llevaba ‘una cicatriz en el brazo derecho’ o ‘en la cara’ y tú te preguntas ¿cómo se la hizo?... Esos carteles muestran que había cazadores de esclavos, pero también herreros, carpinteros o periodistas que sustentaban el sistema”.
Pero el aire más tristemente fantástico del libro lo da la función de Cora en un museo de historia de la joven nación donde trabaja de figurante, recordando a la televisiva Westworld: “Quizá porque en la serie esos robots son también esclavos, realizan trabajos forzados y las chicas son juguetes sexuales”, concede. Ahí, Cora, tras el escaparate, se decide a ir asustando a algún visitante, porque en toda cadena hay un eslabón débil: “Intento enviar el mensaje de que puedes acabar convenciendo a la gente ni que sea de uno en uno, sumando para cambiar las cosas”.
También tras ese escaparate, la protagonista reflexiona sobre su situación, lanzando un “cuerpos robados trabajando tierra robada”, que podría funcionar como ácido resumen de la historia de EE. UU. “Mucha gente cree que el pecado capital está en la esclavitud, cuando está en el genocidio indio y el robo de sus tierras; hay muchas historias de la Historia de EE. UU. que no se cuentan”. Por eso Whitehead cree que su país no tiene asimilado aún su pasado de negritud. “La esclavitud casi ni se aborda en la escuela Primaria o Secundaria; se dedican 10 minutos a la esclavitud o a los derechos civiles y 40 a Lincoln o a Luther King: el sistema se centra en quién resolvió el problema, el que sanó la cosa, y no en analizar el problema en sí y qué queda de él”. Porque la herida, sostiene, no está cerrada del todo: “Acabamos de escoger a un presidente que aún cree en la supremacía blanca, fanáticos de ultraderecha, gente que maltrata mujeres… “EE. UU. no ha asumido aún el episodio de la esclavitud”.
Abordando detenciones arbitrarias, obligaciones o restricciones de derechos referidas al esclavismo, El ferrocarril subterráneo no deja de describir angustias del XIX que pueden aplicarse al incipiente siglo XXI. “La verdad era un aparador cambiante en un tienda”, se reflexiona en un libro que, sin embargo, ha obtenido tres premios mayúsculos. “Son tiempos de posverdad, de ese aparador cambiante…, pero es difícil salir de esta espiral porque sí, tengo tres galardones, pero la ficción tiene el recorrido que tiene en EE. UU. y no creo que mi libro vaya a hacer que los que ven las noticias de la Fox o muchos votantes de Trump hagan examen de conciencia y digan: ‘Sí, qué equivocado era mi punto de vista…’”. Pero siempre queda la teoría de Cora: toda cadena tiene un eslabón débil.