Por Revista Arcadia
Conocí a nuestro Iván Zaro hace bastantes años. Él, como trabajador social, entraba con otros compañeros en la noche de los bares de ambiente a repartir condones y crema lubricante como parte de una campaña de prevención antisida. Era gente bien recibida pues había una conciencia general del peligro, aunque acaso los momentos peores de la pandemia ya habían pasado. Iván hacía hincapié en entregar condones a quienes él llama noblemente en este sencillo y rico libro testimonial “trabajadores del sexo”. Él sabe que detrás de la inmensa mayoría de esos chicos —es verdad que las chicas andan otro conducto— no hay mafias ni esclavismo, sino la simple y llana voluntad de un muchacho por lo general bien parecido que entiende y acepta que alquilando su cuerpo va a obtener (y habitualmente es así, sobre todo al inicio) mucho más dinero que en cualquier profesión de las llamadas “honestas”. Yo he preguntado alguna vez a alguno de estos chicos —he conocido a muchos—: ¿Tú no dejarías este oficio por ser camarero, por ejemplo? Y la respuesta ha sido muy mayoritariamente unánime: No, en esto se gana más. Alguien dirá: ¿Pero se puede tener vocación de chapero? Y yo siempre contesto: Probablemente no (no estoy seguro), pero, dígame, ¿se tiene vocación de albañil, de taxista o de picador de carbón, con todos los respetos? Estoy seguro de que no hay tales vocaciones. A esos nobles trabajos —como el de chapero—, no te lleva esencialmente ninguna vocación, sino las no siempre fáciles circunstancias de la vida. Pero ser chapero, con todas sus dificultades —que el libro de Iván testimonia muy bien—, tiene un pequeño plus añadido. Puede no salir bien (y muchas veces no sale), pero esos chicos, que se levantan a mediodía o más tarde, saben que su mundo está de continuo sobrevolado por el término “placer”: tomar copas (drogas también, de cuando en cuando) y una noche larga de bares, discotecas y sexo final, en donde ellos —teóricamente— serán reyes, ídolos indiscutibles, aunque todo tenga muy frecuentemente los pies de barro. ¿Cómo no sentirse seducido por el término “placer” y su realidad en la juventud radiante?
Iván entraba a múltiples bares repartiendo condones gratis y a mí me veía muy a menudo, chiarlando con chicos diversos, en un bar muy famoso y variopinto en la época, el Black & White, al que todo el mundo llamaba el “Blanco y negro”. Iván y yo terminábamos charlando un ratito del mundo que había alrededor, que ambos respetábamos. Así que cuando dirigí un par de temporadas un programa en RNE dirigido al colectivo LGTB, con una cierta voluntad no de cancaneo vulgar, sino de altura (el programa se llamó Las aceras de enfrente), Iván vino varias veces con algún trabajador sexual para que yo lo entrevistara.
Aunque he conocido a chicos a los que les ha ido muy bien en esa profesión (con fecha de caducidad, como modelo o jugador de fútbol), otros muchos terminan desnortados, cuando no enganchados a alguna droga o simplemente al sortilegio de la palabra “placer”, que, como he dicho, no deja de sobrevolar en lo alto, muy ambigua…
Antiguamente, a estos chicos, bisexuales que un día decidían “hacerse una chapa” para luego gastarlo con la novia, se les llamaba “chulos”. Era el nombre que empleaba aún, por ejemplo, Jaime Gil de Biedma. Pero a medida que fue creciendo la profesionalización —todavía muy lejos del reglamentado mundo de la prostitución femenina— estos chicos fueron “chaperos”, por esa “chapa” ocasional que se hacían. Había españoles, portugueses y marroquíes, pero a partir de la caída del muro de Berlín los bares (y ciertas calles) se llenaron de chicos del este de Europa, sobre todo búlgaros y rumanos, pero asimismo rusos, polacos y aún más húngaros. Luego llegaron los latinoamericanos, cubanos, dominicanos, pero especialmente colombianos y brasileños (¡cielo santo, cuántos y qué bellos brasileños!) dotados todos de una pansexualidad muy generosa. La célebre crisis del 2009 puso fin a la abundancia, pero no al fenómeno que ahora también copa Internet y sus páginas sexuales, un ámbito, a mi antiguo entender, menos claro y eficaz que el de los bares directos…
La prostitución masculina existió en las antiguas Grecia y Roma, pero la Europa moderna (que no la desconocía, ni mucho menos) la silenció en un mundo lleno de tabúes religiosos católicos y feroz represión. Yo conocí ese mundo en La musa de los muchachos de Estratón de Sardes (siglo II) o en Cavafis antes de verlo vivo, muchas veces amigo, y de verdad, con su pléyade de dificultades o sus sueños rotos por engañosos anhelos de eternidad. El presente libro de Iván Zaro recoge veraces testimonios de cuanto acabo de decir. Su mérito: la sencilla verdad y el cálido y afectuoso respeto por tantos chicos de buena voluntad. Su mérito aún más: una singular suerte de compañerismo. Yo se lo dije a alguno: Es posible que no viajemos en el mismo piso o nivel de la nave, pero ten por seguro que el barco en que vamos es exactamente el mismo…
Como colofón antes de lo que Iván narra, déjenme reproducir un poema de mi libro Hymnica (1979), donde unos muchachos que se prostituyen, hace muchos años, pero lo esencial no cambia, se reconocen amantes. El poema se titula “Historia de madrugada”. Estos chicos chaperos —como muchos de nosotros— se preguntan a menudo qué será de ellos mañana…
Se decidió y dijo que sí, que iría.
Y sonrió al decirlo. Llevaba un chaquetón
azul, y una camisa que se ceñía al cuerpo
juvenil, perfecto. Los ojos celestes y rizado el pelo.
Así es que después de esto (pensaba mientras
se dirigían al coche del anfitrión improvisado)
podría dejar la ciudad, y salir —¡ah, la emoción
del viaje!—, y pasar el verano junto al mar, lejos,
en los puertos que habita el placer —y el dinero—.
Y además tampoco iba a pasarlo mal
aquella noche. ¡Se goza tanto en el amor!
Se imaginaba ya la escena: la piel desnuda,
húmeda de sudor, sobre el lecho, entre la excitación
y la respiración acelerada, y las manos que
recorrían su cuerpo, de tacto suave (le decían)
y hermosísima adolescencia. Sí, sería estupendo.
Aunque casi seguro era, que en el momento
máximo, en la final delicia del espasmo,
la mente huiría muy lejos de allí, recordando
la noche última en la pensión aquella…
El amigo —tenía también dieciocho años— le propuso,
tras la cena, que se marchasen juntos, y mientras,
temblando, se abrazaban, el otro apagó la luz
y acariciándole, susurró al oído: ¡Ya verás qué verano!