Por Patricio Tapia
La Tercera (Ch)
La recurrencia de un patrón oculto en la naturaleza, misteriosos incendios subterráneos, viajes por la jungla latinoamericana o por colonias anarquistas fracasadas. Esto es sólo una parte de lo que se puede encontrar en Museo animal, la segunda novela del escritor caribeño Carlos Fonseca (1987). Tras su celebrado debut con Coronel Lágrimas (2015) -un día en la vida de un excéntrico matemático francés-, Museo animal es más extensa y compleja, compuesta por cinco partes (o novelas), cada una con diferentes personajes, que terminan vinculados, si es que no son los mismos con otros nombres.
Todo empieza así: el encargado de un museo de historia natural es invitado por una destacada diseñadora de moda para colaborar en una muestra fallida, de la cual, años más tarde, recupera los archivos, que incluye también las pistas de un enigma y que encierra una extraña historia familiar. Los relatos aparentemente aislados pueden entrelazarse. Un fotógrafo que busca la Tierra de Fuego conoce a una modelo y actriz de la edad de oro del cine estadounidense; ambos tienen una hija, que se convierte en artista creando falsas noticias. En una torre en Puerto Rico, tomada por indigentes y drogadictos, una mujer desaparecida vive esperando que la atrapen y la juzguen para que se descubra su obra. Lo mismo puede producirse la reunión de moda y arte conceptual, historia de la fotografía y mímesis animal, que la aparición del subcomandante Marcos, un niño profeta o un gato llamado Wittgenstein.
¿Tragedia o farsa? El dilema aparece más de una vez en el libro: “Todo relato depende del género por el cual el narrador decide apostar”, indica Fonseca, quien estuvo en Santiago para presentar la novela en la librería Nueva Altamira: “Creo que mi generación se encuentra ante la disyuntiva de que por una parte la ironía típica del posmodernismo nos parece insuficiente y falsa, mientras el regreso al existencialismo trágico nos parece ingenuo. Cómo narrar esas historias que no son ni tragedias ni farsas me parece uno de los retos contemporáneos”.
Si vino a Chile a presentar el libro ha de tenerle alguna simpatía, pues el país figura bastante en él, con referencias a sus terremotos, su costa, su desierto y menciones a chilenos reales (el filósofo Sergio Rojas) o ficticios: “Le tengo mucho cariño a Chile, ya que ha formado parte esencial de mi aprendizaje teórico y literario. Desde Parra hasta Bolaño, pasando por el propio Sergio Rojas o Diamela Eltit. Todo eso deja huella en la novela”, señala. Después de todo, es una novela hecha de cinco novelas cortas, cada una con distinto estilo. Lo que podría decirse de 2666, de Bolaño, pero también de Museo animal.
¿Hay un homenaje a Bolaño o a otros escritores?
Museo animal tiene algo de homenaje a varios escritores que me marcaron: desde Sebald hasta DeLillo, pasando por Piglia o por Cormac McCarthy. Un homenaje que claramente incluye a Bolaño, de quien aprendí que una novela no solo tiene un estilo sino muchos. Una novela puede ser muchas novelas.
En sus libros proliferan personajes obsesionados. ¿Tiene una idea fija con quienes tienen ideas fijas?
Parecería que sí. De hecho, si uno lo piensa, la historia de la novela como género podría ser leída como una larga cadena de obsesivos: desde el Quijote hasta el Capitán Ahab, pasando por el Coronel Sutpen de Faulkner y llegando hasta los detectives salvajes de Bolaño, cierta tradición novelística esboza la épica de una idea fija. En mi caso, creo que me interesan los personajes que se obsesionan con un concepto, esos que desean concretizar una idea en el campo de lo real.
Alguien en la novela dice del escritor B. Traven que construyó su vida “como un enorme laberinto de identidades anudadas”. También podría decirse del propio libro.
Museo animal es una novela sobre el anonimato y sobre eso que Vila-Matas llama el “arte de desaparecer”: el arte de escapar de uno mismo buscando siempre esconderse detrás de un juego de máscaras. Siempre he sentido que el arte es un poco eso: jugar a encontrarse a sí mismo buscando ser otros.
Suelen además ser identidades inestables, con personajes que tratan de ocultarse o desaparecer y una Latinoamérica que no es como se pretende que sea.
Creo que es una novela sobre los deseos en los cuales nos proyectamos y sobre cómo esos deseos acaban por traicionarnos. Sobre las proyecciones imaginarias -políticas y personales- que un grupo de extranjeros deposita sobre una Latinoamérica que termina por devorarlos.
¿Es por esa inestabilidad o por error que un personaje figura primero como peruano y luego como guatemalteco?
Es un pequeño error, pero bien pudo ser parte del juego de identidades que la novela propone. ¿Qué es al final una nacionalidad sino una gran ficción?
¿Serán los poemas de Vallejo un método eficaz de rehabilitación alcohólica?
Según la novela, sí. Forma parte de su propuesta: todos los personajes de la novela buscan en el arte una escapatoria posible, un laberinto en donde encontrarse a sí mismos.
La parte más extensa del libro gira en torno al juicio a quien ha divulgado noticias falsas por razones artísticas. ¿Es el arte una forma sofisticada de la estafa?
Es una tradición que me interesa mucho. Desde los años 60 un grupo de artistas conceptuales ha explorado lo que llaman el “arte de los medios”, la forma en la que los medios construyen verdades narrativas. Creo que hoy el tema se vuelve más relevante que nunca. El arte busca exponer la lógica narrativa que se esconde detrás de nuestras supuestas verdades.
El narrador termina agotado. ¿Le pasó lo mismo?
Sí, me pasó lo contrario que con Coronel Lágrimas, novela que terminé con muchísima energía. Acá llegué al final exhausto, un poco como el personaje. Fue una novela en la que lo dejé todo. Me interesaba esa idea de que la novela se terminara cuando el narrador quedase finalmente derrotado por la historia, como un cigarrillo que se consume.