Por Diego Castillo
Especial para la Revista Arcadia
Como la mayoría de romanos, hubo un hombre que comía helado en la Plaza Navona y se perdía en los Cuatro continentes de la fuente de Bernini. Sus volutas y contrastes, su amplitud ciceroniana, lo arrastraban a sus fondas e iglesias, a sus voces y dialectos, a sus palacios barrocos. Su mirada penetra el lugar donde su dimensión es la misma de aquel hombre, y donde su esperanza, pasión y frustración resuenan con naturalidad. Pero el arabesco, el movimiento, la brusca noche o la torsión flavia de una superficie, la acumulación de estratos calcáreos que rezuma el agua, donde el color no ha sido aplicado sino surge de lo profundo, son la materia misma. Esta materia, este hombre es Carlo Emilio Gadda. Y no era romano, era un milanés, para muchos el gran autor italiano del siglo XX.
Y es de Gadda este libro hilarante y esencial que nos entrega este año la editorial Sexto Piso, en impecable traducción y portada: Emparejamientos juiciosos, título más musical en su lengua: Accoppiamenti giudiziosi, de Adelphi, aunque no por eso menos feliz y encomiable. Un libro de relatos que el autor consideró una “autoantología”, la mejor entrada a su mundo y su obra. Relatos con amores ambiguos, profesoras, gente que va a la guerra, médicos extraños, madres, artistas, testamentos imposibles. Y tamizados por un humor genial y la microscopía del lenguaje como protagonista: lo popular y lo exquisito, lo lúdico y lo mítico. Ironía, sátira y compasión, elegía, son un mismo lente para criticar la moral de su tiempo, además del odio acérrimo a Mussolini. Así el libro recorre el arco creativo del autor, de 1924 a 1958. Y desde que vemos su portada jamás olvidamos el cuadro Fuego, de Arcimboldo, “contemporáneo” suyo, ni su relato “El Incendio de Vía Keplero”.
De madre y padre lombardos y católicos, Gadda nació en 1893, en una familia burguesa y arruinada por un terco fracaso de su padre en los negocios, hombre obseso de la tierra y del campo, cuyo empleo ejercía en una fábrica de hilatura de seda. El autor dice sobre sí mismo que “de niño era más reflexivo que de mayor”, y que su mayor infelicidad proviene de la pobreza de su familia.
Gadda fue prisionero de la Primera Guerra, donde perdió a su hermano Enrico. Fue ingeniero electrotécnico de profesión, y como tal vivió en el Chaco argentino y Alemania, en Francia y Bélgica, y trabajó en Roma en una industria química. Si bien ejerció su oficio por influencia de su madre, amaba sobre todo el griego, el latín y la filosofía. Y poco afecto a la lectura de sus contemporáneos, prefería la tradición y “sus” clásicos: Spinoza, Leibniz y Kant, y en lo literario ponía al calmo Manzoni por encima de todos, y luego a Balzac y a Zolá como sus modelos. Del XIX heredó algunos de sus puntos fuertes, como escribe Calvino: “La expresión de personajes, ambientes y situaciones a través de la corporeidad física, las sensaciones materiales como la del vaso de vino saboreado durante el almuerzo con que empieza este libro”.
Y este libro es su ópera magna: El zafarrancho aquel de Vía Merulana. Todo un paradigma de la literatura italiana, aun antes de ser publicada, gracias a sus amigos, testigos de su larga gestación y de su neurosis perfeccionista. La vanguardia lo acogió enseguida y el Grupo 63 lo veneró, al asociarlo a una modesta trinidad: Joyce, Musil y Broch.
El zafarrancho es una novela “policiesca” sobre Roma. El comisario Ingravallo, portavoz del autor con su mentalidad científica y racional y su temperamento ansioso e hipersensible, investiga un delito en un palacio y se va perdiendo en la maraña del mundo y lo imperceptible. No se limita a buscar una causa para cada efecto, porque cada efecto es determinado por múltiples causas, y cada una de ellas tiene detrás muchas otras causas. Es decir, en un hecho convergen corrientes y fuerzas heterogéneas, y ninguna puede olvidarse en busca de la verdad.
¿Pero cuál es la verdad? Gadda nos arrastra lejos en su búsqueda, y es difícil el fin del camino. Más difícil es, sin embargo, la vía de regreso del libro, callejones y umbrales al modo de De Chirico. Por tal razón es una fortuna que Emparejamientos juiciosos caiga en nuestras manos. Porque hasta el momento solo hay tres o cuatro libros, muy bien traducidos a nuestra lengua, que apenas se consiguen en el país. Por ejemplo La mecánica, de Seix Barral, hace muchos años no se reedita ni se traduce. En esta su primer novela crea un sistema de pensamiento autodestructivo. Aunque, si vemos sus manuscritos, se nos revela la perfección caligráfica: es aglutinación de su vida, paréntesis del neuma, suspenso anónimo del yo.
La segunda es El aprendizaje del dolor, que se consigue en la editorial Días Contados. Allí crea un país semejante a Paraguay, y escribe contra sí mismo. Allí persiste el olvido de su infelicidad y los despropósitos de su vida. Allí es descreer del conocimiento sensible, la conciencia se torna espectral, la vida vista como eterno autoengaño, como un para qué. Es su libro más autobiográfico, el que escribió más de corrido y su favorito. También espejo deformante del fascismo italiano: funcionarios, excombatientes y ordenanzas, náufragos de la neurosis moderna y su soledad.
Por ello no podemos olvidar dos relatos de la autoantología que pertenecen a Aprendizaje del dolor: “Una visita médica” y “La mamá”. Si los dos suceden en cuasi Sudamérica, los demás relatos se dan en la Italia de provincia: villas y castillos, puentes, colinas y torreones. Pero hay una serie de elementos que llaman la atención y aparecen en casi todos: guardacantones, cancelas y verjas y, sobre todo, muros. Pareciese que el muro es un signo, un símbolo de límite, de “su propia posesión privada privadísima”; cualquiera lo cruza y lo salta, un ladrón, un vecino, un amante. “¿De qué sirven todos esos muros, trancas, barrotes y verjas?”, dice en “El aprendizaje”. Y sabemos que ni siquiera un envidioso muro pudo separar, un día, las miradas entre Píramo y Tisbe. Un muro como septo, un muro desconchado como badajo del tiempo: los nuevos muros que César dio a Como, nuevo número a los siglos.
Cabe resaltar que Gadda narra en tercera persona, apenas un relato del libro usa el yo, porque tendía a la omnisciencia. En una entrevista, al preguntársele sobre Dios: “Si puede llamársele Dios al complejo mecanismo del mundo… O lo que percibimos de ello… la ciencia en definitiva”. Y luego agrega una inversión de la famosa frase de Laplace: “La ciencia es una hipótesis de la que Dios puede prescindir”. Así Gadda cedía el espacio al interlocutor, cortesía lateral de la tercera persona: tendía al desprecio de sí mismo y a desaparecer. Como Lezama, como Schmidt, era un grafómano exiliado en las palabras con la acedia de un príncipe lombardo. Pero cuando le sugieren compulsar su talento con la actualidad periodística, contesta que sería “invitar a un caballo a que orine en una copita de licor”. O como escribe Pasolini en su necrológica: “Nacido para no ser nunca joven sino bebé o anciano”.
También sabemos que Gadda tenía maneras exquisitas y anacrónicas, sin desdeñar lo puntilloso. Sabemos que escribía cartas con la fulgente pereza del genio. Y que como un demiurgo de arrabal, cartografió el chisme y la tragedia, pareció saberlo todo con inspirado desvarío. Lo cierto es que su omnívora y lejana presencia, su propensión a la autofagia, lo hacían trabajar con tenacidad. Era una especie de Funes cuya prosa son notas de pie de una oscura obra maestra, en una lengua amnésica. De tal manera quiso ser el mundo: modulaciones y tonos, falsetes y dialectos, pensamientos, sueños y sensaciones. Su avidez cognitiva llega a decir que “conocer es insertar algo en lo real, y por lo tanto deformar lo real”. Incluso en “Una visita médica” arremete contra todos los pronombres y dice “¡El yo, el yo… ¡El más asqueroso de los pronombres!”.
Por otra parte el argumento de Emparejamientos juiciosos cifra el reverso de Gadda. Así escribe sobre los bienes: “Ellos corrían el riesgo, en cada nuevo emparejamiento de herederos, subherederos y herederos probables, de disminuir un poco a la vez, de desmigajarse y de dispersarse, de desvanecerse, en suma, como espuma evaporada de las Marmore, en las divisiones y subdivisiones y desmenuzamientos infinitos, a lo largo de toda una ebullición de pequeñas cascadas sucesorias”. Esto es: el autor es la prefiguración del suceso que cambia hasta ser predisposición histórica. Su obra es un alma que se le atribuye al sistema de fuerzas y probabilidades que circunda a todo sistema, a toda humana criatura, y que solemos llamar “destino”.
Y la objeción de sus detractores acaso sea su mayor virtud: lo sublime adquiere tintes breves y suaves, se diluye, y la ternura se convierte en rasgo cómico y grotesco. Es la obra de un hombre que no toleraba la injusticia, acerbo crítico que compendió la lengua. Amaba la soledad y nunca en su vida fue un sentimental. En suma: un bufón de corte con sombra de gigante, cuyas piruetas se parecen al tiempo.