Se ha publicado la noticia de que en Moscú se celebró un acto que puede considerarse como un homenaje casi oficial al escritor Boris Pasternak, premio nobel de literatura de 1958 y quien dos años después murió en una especie de exilio interior. El acto consistió en la lectura de algunos poemas suyos ante unas 500 personas, y la agencia de prensa europea que dio la noticia precisó que había sido anunciado en los periódicos y en carteles murales, y que la mayoría de los asistentes eran jóvenes.
Faltó advertir que este aparente deshielo en torno del gran poeta y novelista no es nada nuevo en la Unión Soviética, y que hace mucho tiempo que su nombre y su obra no son tan misteriosos ni conflictivos como en efecto lo fueron alguna vez. Hace ya varios años que un gran poeta de la generación penúltima —Andrei Voznessensky— publicó algunos de los poemas póstumos de Pasternak en una revista literaria, que como todas las de la Unión Soviética, por supuesto, era una revista oficial, y escribió para ellos una -presentación en la cual se hablaba de sus virtudes sin la menor reticencia. También en esa ocasión las agencias de prensa occidentales registraron el hecho como algo extraordinario, y también como si fuera el primero después del escándalo de su Premio Nobel. (Lea: Las cartas inéditas entre Gabo y Guillermo Cano).
Lo que valdría la pena sería establecer de una vez por todas qué fue lo que sucedió en realidad con Pasternak en la URSS. Su padre, el pintor Leónidas Osipovich Pasternak, muerto en el Reino Unido poco después de la Segunda Guerra Mundial, pintó algunos retratos oficiales que no están a salvo por completo de la retórica política de su tiempo, y que todavía se exhiben en museos de Moscú y Leningrado. El mismo Boris fue conocido desde muy joven como un poeta de gran inspiración y talento, y desde 1922 se situó en la primera línea con su libro Mi hermana la vida, seguido por numerosos poemas líricos y de contenido social. Al parecer, sus problemas empezaron hacia 1935, bajo la noche oscura de Stalin, y nada se volvió a saber de él en Occidente hasta 1957, cuando el editor italiano Giangiacomo Feltrinelli sacó de contrabando los originales de la novela El doctor Zhivago y la publicó en Italia y luego en el mundo entero. La novela, a pesar de algunos tramos excelentes, no es ni mucho menos lo mejor de ese poeta inmenso que fue Pasternak, así como las novelas de Pär Lagerkvist —premio nobel 1951— solo sirvieron para ocultar al gran lírico sueco que había detrás.
Entre las muchas desgracias en la vida de Pasternak no fue la menor el que solo fuera conocido en Occidente por El doctor Zhivago, un libro que la mayoría conoce sin haberlo leído, gracias a la película que hizo David Lean, y la cual a su vez no se recuerda tanto por lo que en ella se contaba como por la almibarada canción de supermercado que le hizo Maurice Jarre sobre medida. Las circunstancias rocambolescas de la publicación, el desdichado incidente de su Premio Nobel, su muerte que se consideró prematura a los 70 años y la comercialidad descomunal de la película fueron los ingredientes que hicieron famoso a Pasternak en el mundo entero por las peores razones, sin que el mundo entero conociera nunca las razones verdaderas de su grandeza ni de su infortunio.
He estado dos veces en la Unión Soviética. La primera fue hace 26 años, cuando el Festival de la Juventud. Nadie hablaba entonces de Boris Pasternak, ni allá ni en ninguna parte, pero un año después —con motivo del Premio Nobel— en todo el mundo se hablaba de él, salvo en la Unión Soviética. No era para menos: el poeta estaba condenado entonces por el cargo fácil de desviacionista, la Unión de Escritores lo había expulsado con escándalo y los libros glorificados en otros tiempos habían sido prohibidos. A Pasternak no le impidieron viajar a Estocolmo para recibir el Premio Nobel —como tanto se ha dicho— sin fundamento y como había de ocurrir más tarde con Soljenitsyn, pero él se vio obligado a rechazarlo, según sus propias palabras, “por la significación que se le ha dado a este honor en la sociedad en que vivo”.
Sin embargo, la segunda vez en que fui a la URSS, hace cuatro años y como invitado al Festival de Cine de Moscú, creo que no hubo una conversación con escritores y artistas en la que no se evocara el nombre de Pasternak, siempre sin escondrijos y con la admiración más entusiasta. Pero nadie podía decir en realidad qué era lo que había pasado antes para que fuera repudiado, ni qué había pasado después para que dejara de serlo. Entre los muchos chismes que se contaban sobre eso, varias veces oí decir que Jruschov —bajo cuyo reinado ocurrió el escándalo— había sido informado del peor modo por sus consejeros cuando no había leído El doctor Zhivago, y que cuando lo leyó, varios años después, expresó en privado su contrariedad y su arrepentimiento, pero ya Pasternak había muerto.
Entre los entusiastas del gran poeta encontré otros dos grandes de las generaciones posteriores: Evgueni Yevtushenko y Andrei Voznessensky. Este último guarda con fervor poemas manuscritos y recuerdos irremediables de sus encuentros con Pasternak, conoce de memoria gran parte de sus versos y fue uno de los adelantados de la reparación pública. Yevtushenko, por su parte, tuvo la buena idea de invitarme a una peregrinación emocionante que se quedó para siempre en mi memoria como si hubiera sido ayer: me llevó a conocer la tumba de Pasternak.
Como tal vez se sabe, el poeta murió en la aldea de Peredelkino, a 30 kilómetros de Moscú, donde hay una colonia de escritores, y con un enorme y sombrío pabellón para los escritores retirados que se pasean entre las brumas del verano, solitarios o en parejas silenciosas, por las alamedas crepusculares. Muy cerca de ese pabellón, y a pocos pasos de la casa donde Pasternak vivió sus últimos años de soledad y donde murió en silencio, empieza el cementerio de la aldea, que quizá es uno de los más humanos del mundo.
Son varias filas de tumbas escalonadas en una colina apacible, y en cada una de ellas, detrás de un marco de cristal, hay una fotografía del muerto y una pintura que ilustra sin metáforas la causa de la muerte. Hay una matrona rozagante, de esas que, sin duda, eran capaces de tumbar un caballo agarrándolo por las orejas, y junto a su retrato está pintado el rayo que la mató durante una tormenta. Hay un retrato del médico de la aldea que murió por un paro del corazón, pintado ahora en la tumba con un realismo conmovedor; el retrato de la niña paralítica con su silla de ruedas eternizada a todo color; todos los muertos del tranquilo recodo de Peredelkino glorificados junto a la razón de su muerte. En la vertiente posterior de la colina, dentro de un cerco de cemento y en un espacio casi tan grande como el que debió tener su dormitorio de vivo, estaba el túmulo de Pasternak.
No recuerdo si había grabados en la piedra, como en todas partes, el nombre y las fechas, pero recuerdo muy bien que era la única tumba que no tenía el retrato de su habitante ni tenía pintada la causa de su muerte, tal vez porque no hubo ningún artista en el pueblo que supiera cómo pintar la tristeza. Era un instante de una intensidad difícil de describir, y no supe qué hacer de inmediato ni encontré nada que decir ante la austeridad casi medieval de aquella tumba y la densidad del sitio y el rumor siempre nocturno —aun a pleno día— del viento entre los árboles.
De pronto, obedeciendo a una orden del alma, arranqué del suelo un manojo de arbustos silvestres con unas cuantas florecitas de monte y lo puse frente a la tumba. Poco después, de regreso a Moscú, Yevtushenko me dijo: “Lo que más que impresionó es el respeto tremendo que le tienes a la muerte”. No había podido olvidar aquella frase a finales de esa semana, cuando un consejero para la cultura del Comité Central de la URSS aceptó contestarme una muy larga serie de preguntas sobre la situación de los disidentes en aquel país. Fue una entrevista cordial, pero con instantes difíciles y nada clarificadores, cuyas notas conservo para cualquiera de estos días.
Lo que ahora me interesa recordar es que antes de empezar —y sin el menor ánimo de provocación, sino con el deseo de imprimir desde el principio a nuestro encuentro el sello de la sinceridad más pura— le dije a mi interlocutor: “El viernes llevé flores a la tumba de Pasternak”. Él me miró con una especie de melancolía muy antigua. “Ya lo sé, y me parece muy bien”.
Tomado de El Espectador
* Publicado originalmente en El Espectador en octubre de 1983, con el título “Pasternak, 22 años después”.