Revista Pijao
Berretines de un descarado
Berretines de un descarado

Por Matías Serra Bradford

Clarín (Ar)

La invisibilidad es la forma más alta de la cortesía. Una obra sin rostro de autor le deja más margen al lector, al observador. Estos días -nació y murió un 29 de julio- se cumplen cinco años desde que Chris Marker desapareció definitivamente. Venía borrándose de mucho antes, desde que decidió fotografiar y filmar sin dejar que nadie lo hiciera con él. No debería sonar extraño que quien manipula imágenes prefiera esconder la propia; lo raro es que lo natural se transforme en leyenda. Su cara fue un misterio, con dos o tres evidencias que confirman la regla.

Marker fue bautizado Christian François Bouche-Villeneuve, en 1921, en las afueras de París, y quiso hacerle creer al mundo que había nacido en el rincón más insólito de este, Ulan Bator, Mongolia. Cineasta singularísimo, el director de La Jetée y Sans soleil se convirtió en un experto en sembrar dudas (con y sin imágenes).

Hace poco se editaron dos libros que registran una intimidad con rasgos marcados pero sin facciones. Maroussia Vossen publicó Chris Marker. El libro imposible, y lo ya sabido y lo inesperado se relevan en un perfil afectuoso. Sus estudios con Bachelard, su breve temporada como secretario de Artaud. Sus seudónimos seriales. Sus polos: la atracción por la liturgia ortodoxa rusa y por la ciencia ficción, su simpatía por Castoriadis y por La invención de Morel. Su disimulada coquetería y el modo en que lo enfurecían las faltas ortográficas. Las postales enviadas de lejos y de cerca. Su adoración por Japón y por Michaux, otro fóbico de la imagen propia, también calvo (cuando la calvicie era menos una moda que un suspiro de resignación). Sus amigos en compartimentos estancos (que es lo contrario de lo que hizo en su maridaje de cine documental y de ficción).

La otra publicación, Studio, incluye fotos del búnker del descarado Marker. En espléndido desorden desfilan estantes de VHS, cds, libros, gatos y lechuzas de todos los materiales y tamaños posibles, teclados de variada índole, un ventilador de pie y otro de mesa, monitores a diversas alturas, etc. Lechuzas y gatos tutelares operaban de fetiches auspiciosos y acaso contribuían a que se olvidara de sí mismo (pasaje imprescindible para casi toda labor). Un espacio de trabajo de alguien admirado es la puesta en escena, amoblada, abismada, de un desaforado signo de interrogación.

La Jetée y Sans soleil son figurativa y literalmente películas de otro planeta (de paso: Patricio Guzmán decía que Marker hablaba castellano con acento marciano). Hace poco, Raymond Depardon convirtió una confesión en una forma noble del elogio: “Chris me decía: si llegás a tener imágenes de descarte, pasámelas. Pero estaba seguro que si se las daba con eso él iba a hacer obras maestras”.

Cuando más cerca parece que estamos de Chris Marker, más se escapa de las manos, como sucede con su obra (“lo absolutamente familiar y completamente extranjero”, dijo de Giraudoux). Le sucedía a él mismo -que se identificaba con el hijo del elefante de Kipling, por su "insaciable curiosidad"- con aquello que lo fascinaba. De modo magistral, retrató a colegas en plena tarea: Kurosawa, Tarkovski, Medvedkine. En este sentido, apuntó algo revelador: “Los poetas están hechos para crear esos momentos, momentos para tomar prestada una fuerza que no es nuestra”. No por nada decía que uno se expresa mejor por medio de textos de otros. Sería eso lo que perseguía en ojos de pasajeros fotografiados en un subterráneo o en una cara reverenciada. Ojos y cara son casi lo mismo: se complementan o se anulan. Todo en Marker está lo menos firmado posible.


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