Por Alberto Medina López
El Espectador
La narración es de Vivant Denon, un erudito que trabajó para tres reyes de Francia y para Napoleón Bonaparte, y cuya vida estuvo marcada por un listado de ocupaciones: escritor, dibujante, grabador, diplomático, político, viajero, coleccionista de arte, creador de museos y egiptólogo.
Sin mañana es el nombre de su historia y alude a esa modalidad del amor que es puro placer de los sentidos; una noche y nada más para la plenitud de los deseos. En Sin mañana no hay futuro; sólo existen el ya y el ahora.
El joven está decepcionado porque la Condesa, a quien ama, lo engañó. Un día la espera a solas en el palco cuando una amiga de su amante lo invita a su castillo. Caminan por una terraza y a las confidencias de ella se suman las de él, hasta que llega el primer beso.
“Con los besos ocurre como con las confidencias: se atraen, se aceleran, se enardecen unos con otros. En efecto, en cuanto fue dado el primero, un segundo le siguió; luego, otro: se agolpaban, entrecortaban la conversación, la sustituían; apenas, en fin, dejaban a los suspiros la libertad de escapar”.
Y de los besos, la Madame dio un brinco hacia el odio a la Condesa. Le dice al enamorado: “En su boca, una perfidia parece una agudeza; una infidelidad parece un esfuerzo de la razón (…) ¡Qué malas pasadas le jugó al marqués! Cuando te tomó, fue para distraer a dos rivales demasiado imprudentes que estaban a punto de dar un escándalo”.
La revelación le quitó una venda de los ojos, pero le puso otra. En su recorrido bromearon sobre los placeres del amor hasta “reducirlo a lo simple y probar que los favores no eran más que placer”. La invitación ahora consistía en vengar al marido en el gabinete.
Antes de hacerlo seguir a la alcoba del amor, la mujer lanzó una advertencia: “la discreción es la primera de las virtudes; a ella se deben muchos instantes de felicidad”. Por un oscuro pasillo llegaron a un recinto de espejos, donde los amantes felices se duplican infinitamente sobre un montón de almohadas. “Nuestros suspiros hicieron las veces de lenguaje. Más tiernos, más multiplicados, más ardientes, eran intérpretes de nuestras sensaciones, marcaban su progresión…”.
Pero de pronto se desvaneció todo como en un sueño. En un enigma incompresible, Madame vuelve con su marido y se despide del joven con bellas palabras: “Adiós, señor; le debo muchos placeres; mas le he pagado con un hermoso sueño”. Todo ha sido disfrazado para una moraleja indescifrable.
El relato, cubierto al principio por el manto del anonimato, fue reconocido con el tiempo como una joya de la literatura libertina.