Por Use Lahoz
El País (Es)
La reciente publicación de Paraísos oceánicos no solo restaura una deuda con una escritora y un libro de viajes excepcionales, sino que supone además el rescate de una figura casi secreta y deslumbrante, la de una mujer adelantada a su tiempo y pionera en el atrevimiento y en el arriesgado oficio de vivir contracorriente y de acuerdo a unos principios. Paradisos oceànics se publicó originariamente en catalán en la editorial Proa en 1930, y dado el inmediato éxito que despertó, tres años después se publicó una traducción al castellano bajo el título Islas de ensueño (ediciones Populares Iberia). La completísima edición que presenta estos días la editorial Rata añade un capítulo del libro de memorias de Aurora Bertrana (Memòries fins el 1935), traducido por la escritora Jenn Díaz, dedicado a la gestación y acogida de la obra que la dio a conocer como cronista tierna y luminosa, además de documentos gráficos, notas biográficas y de edición, y varios textos de apoyo que ayudan a posicionar a esta autora en la literatura escrita por mujeres en el siglo XX.
Aurora Bertrana fue hija del escritor catalán Prudenci Bertrana (autor de Josafat, clásico modernista de lectura obligatoria para tantos estudiantes en Cataluña) y su esposa Neus Salazar. Nació en 1892 en Girona, lugar que enseguida se le quedó pequeño. Como bien cuenta Mar Abad en el prólogo de la edición castellana, a los diez años escribió un cuento que entregó a su padre. Este, asustado ante la posibilidad de que una niña se pudiera dedicar a las letras -pero también reconociendo que sería difícil encauzarla en el ganchillo y los encajes de bolillo-, no solo la acusó de haberlo copiado sino que también le buscó un profesor de violonchelo. A los 18 años viajaba sola varias veces por semana a Barcelona a estudiar música. La misma Bertrana relató así la experiencia: “Fue considerado por los gerundenses de la época como una hazaña única en la historia de las libertades femeninas. Ninguna de las chicas que yo conocía habría osado hacerlo y, en caso de haberlo querido, sus padres no lo habrían permitido”. En cuanto supo de la existencia del Instituto Dalcroze de Ginebra, también Barcelona se le quedó pequeña. Así, en 1923 ya tocaba el violonchelo en la orquesta de un hotel de Mürren y, seguidamente, en Ginebra, fundó la primera banda de jazz femenina de Europa. Eran los locos años veinte. La libertad, en Suiza, era algo visible y tangible. Pero, ay, también ellas (la libertad, Suiza) se le quedaron pequeñas. Porque allí conoció el amor, encarnado en la imagen de un ingeniero eléctrico con mucha mundología: monsieur Choffat, quien se fue a vivir tres años a la Polinesia, desde 1926 a 1929, donde debía montar una central eléctrica.
Paraísos oceánicos es el conjunto de las crónicas que Aurora Bertrana escribió desde allí relatando la experiencia de enfrentarse al exótico y virginal mundo de las islas francesas del Pacífico, y puede leerse como libro de viajes, novela de aprendizaje o relato de aventuras. Destaca el poder evocador de las descripciones, en las que, por medio de un catalán culto y perspicaz, confluyen imágenes sugerentes y una entrañable combinación de cotidianidad e intencionalidad metafórica. (“Una verdadera noche oceánica, tejida de perfumes sutiles, de celajes suaves, de masas de verdura fantástica, sobre la cual la luna resbala sin poder penetrar. Una quietud de jardín abandonado se extiende por la ciudad coqueta y florida”, se lee en la crónica Un barrio chino en una ciudad oceánica). La suya es una prosa cándidamente poética y líquida, gracias a la que el lector siente, ve, huele, palpa y oye la canción misteriosa del Pacífico. Por supuesto, son crónicas alejadas de la postal, por lo que cabe lo feo, el peligro, la tristeza. Con idéntica intensidad se describe una puesta de sol, un entierro indígena y festivo o el timo que padecen unos guiris. Hay humor, ternura, respeto. Y, sobre todo, voluntad de integrarse (sin convertirse) en formas de vida desconocidas, en una cultura completamente ajena. Son narraciones atentas a los detalles, los colores, los matices, y en ellas está muy vivo el amor al paisaje. Bertrana observa y absorbe. Buen ejemplo es la crónica titulada El correo de California, en la que se cuenta cómo cambia la fisonomía y la vitalidad de la localidad de Papeete los días que llega el correo, su único lazo con la civilización, en un buque que pone a todo el mundo en movimiento. “El correo, he aquí la palabra mágica que lo transfigura todo, y cuya sola evocación significa una infinidad de cosas: las emociones sentimentales y de negocio, las venganzas administrativas, los honores, las esperanzas, todo lo trae el correo. Desde la carta de un hijo o de una madre que viven separados por todo el espesor de la tierra, hasta la gasolina, los vestidos, las latas de conserva. El correo mantendrá latentes nuestras grandes flaquezas de civilizados, de nuestra eterna inquietud. Somos impotentes contra el tóxico de las ciudades europeas o americanas, lo llevamos en la sangre como un microbio hereditario, y no pensamos que allí, a nuestra espalda, la selva solitaria es todo un mundo cercano, rebosante de frutos y de agua pura, de belleza y de serenidad... Las avenidas se ven pobladas de estrafalarios turistas de ambos sexos. ¡Es la conquista de la isla! Los que van a pie pasan en grupos, desenvueltos y vociferando. Suelen ir con faldón o faldita corta, la kodak en bandolera y gafas ahumadas. Los indígenas, discretamente apartados, los miran pasar con una especie de maliciosa condescendencia. El anglosajón parece hallarse en todas partes en su casa. El maorí (desde que se le ha conquistado) no se siente nunca en su tierra, salvo en el interior de la selva. Una hora después de la llegada, Papeete ha caído en poder de Inglaterra. los taxistas ese día no conocen otra lengua que la inglesa ni otra moneda que el dólar. Si entráis a una tienda os tendréis que despachar vosotros mismos, o esperar al día siguiente...”.
Neus Real, en la edición catalana, señala el carácter inquieto de la autora, que le llevó a peregrinar por unos caminos prácticamente intransitados por mujeres, escritores y autoras de su época. La imagen de modernidad que transmitían sus textos provocaban la inminente sensación de estar leyendo algo absolutamente nuevo. La editora, Iolanda Batallé, resalta la importancia de los libros de viajes escritos por mujeres y los ve “especialmente felices, libros que constatan una doble victoria. Por un lado, la victoria de alguien que logra dejar atrás el confort de una cultura, una familia, un paisaje. Por otro, el triunfo y el enorme orgullo al constatar que esa victoria la logra una mujer, alguien que huye de esa cultura, de ese paisaje, de esa familia, de eso que los demás esperan de ella”. Para Jenn Diaz, lo que hace esencial esta lectura es precisamente la inocencia de la autora en ese primer encuentro con la escritura. “Las costuras del primer libro de Bertrana son visibles porque pueden serlo, porque deben serlo, es un libro hermoso tal y como está escrito: deberíamos dejar de pensar que un libro ingenuo, primerizo, sin espíritu crítico, necesita de nuestra mirada pícara, intelectual, crítica, como si así lo mejoráramos. Error. La primera obra adolescente de una Aurora Bertrana madura no necesitaba que nadie la ayudara, su éxito no fue casualidad”.
Después de la aventura en la Polinesia, Aurora Bertrana regresó a Cataluña. Fue abandonada por el ingeniero eléctrico. Se metió en política, vivió el exilio, viajó mucho a Marruecos, intentó ser madre soltera sin lograrlo. Vivió de escribir y de acuerdo a sus principios hasta 1974. En 1967, Alfaguara publicó su libro Vent de Grop y en la solapa ella misma se encargó de la nota biográfica: “Amo la justicia con mayúsculas, sin jueces ni juzgados. Amo los buenos libros, la conversación de un amigo, la música de Mozart. Pienso que el mundo es maravilloso y la vida una quiniela con poquísimos resultados y uno o dos aciertos”.