Una línea de luz había ido deslizándose por el suelo hasta alcanzar el montón de hojas de papel.
cual habían pasado cuando regresaban de almorzar; se había detenido ante una de las estanterías y se había quedado mirando los libros con la expresión seria y reconcentrada que Él le había visto ya en alguna ocasión y volvería a ver —y a amar— durante los cinco años siguientes, y a continuación había ido extrayendo de los anaqueles seis, siete libros que le había puesto en las manos sin decir una palabra. Al salir de la librería, después de que Ella pagara, se los había entregado diciéndole: «Los necesitas». Pero Él —se decía— ya no recordaba por qué Ella creía que Él necesitaba esos libros y cuáles habían sido, aunque lo recordaba perfectamente. De hecho, se acordaba muy bien de todo, lo cual constituía un problema dadas las circunstancias. La mitad de las páginas de los libros que Ella le había regalado reposaba en el suelo ya, separada del resto mediante el procedimiento de arrancar una de cada dos hojas, en lo que a Él le parecía que era la forma más apropiada de repartir los bienes: si pudiera —pensaba—, cortaría también por la mitad la cama, la mesa, cada una de las sillas, las estanterías, las lámparas, los vasos, los platos, el fregadero, las plantas. Debía haber una forma de separar también los recuerdos, de modo que, de todo lo que habían hecho juntos y les había sucedido, Él solo se quedara con la mitad para que le fuese más liviana la carga. Desde luego hubiese sido mejor que Ella no lo dejara, pero eso ya había sucedido y Él —que alguna vez se había jactado, también, de tener una extensa vida amorosa previa a la aparición de Ella, pese a que solo había tenido dos parejas y, en ambos casos, por no demasiado tiempo— había descubierto, repentinamente, que no sabía cómo seguir adelante, que Ella se había llevado, también, las instrucciones para hacerlo. Afuera había calles y edificios y terrazas que debían resplandecer rabiosamente al comienzo o al final del que era uno de los últimos días de ese verano. Más allá, pasando las últimas urbanizaciones, debía haber extensiones desiertas y los prados de los que hablaban los poetas y los enamorados, pero Él lo creía imposible y ya no albergaba esperanzas de volver a ver todo aquello algún día. Pensaba en Ella o más bien la sentía; mejor dicho, sentía su ausencia y la forma en que pesaba sobre Él desde hacía dos días, y pensaba que, si él fuese un ladrón, un ladrón reputado y eficacísimo, robaría su ausencia y la arrojaría al mar para que nadie pudiese volver a padecerla, mucho menos Él. Pero no era un ladrón, por supuesto: pasaba una página y arrancaba la siguiente y continuaba así libro tras libro, tratando de no pensar en lo que hacía, sabiéndose víctima de un dolor tan profundamente paralizante que no le permitía siquiera continuar llorando, sintiéndose solo por primera vez en mucho tiempo, hablando solo, tratando de recordarse a sí mismo —sin conseguirlo por completo— que no todo aquello que habían dispuesto que permaneciera unido se había roto y se había separado como las hojas que arrancaba de los libros y yacían a su alrededor, en el suelo, un momento antes de que Él las recogiera y las arrojara a la basura.
Tomado de El Clarín, Argentina