Revista Pijao
Arturo Pérez-Reverte y el mundo de Falcó
Arturo Pérez-Reverte y el mundo de Falcó

Por El País Semanal (Es)   Foto Sofía Moro

Una novela de espías ambientada en el tiempo actual, como cualquier otro relato literario o cinematográfico moderno, lleva implícito un canon de vulgaridad técnica insalvable: hoy es imposible desarrollar una trama sin recurrir a teléfonos portátiles, ordenadores, localización por satélite y todo cuanto integra la panoplia de la vida cotidiana. Con esos elementos, más o menos actuales, se han escrito novelas y se han hecho películas de espionaje extraordinarias, por supuesto. Los personajes creados por Ian Fleming, John le Carré, Helen MacInnes, Len Deighton y Robert Ludlum, entre otros, participan y se benefician de esa avanzada tecnología, que a menudo deja en segundo plano, por decirlo en términos clásicos de literatura de espionaje, el factor humano.

Fue ése, el factor humano, el elemento decisivo a la hora de plantear una serie de novelas en torno al personaje Lorenzo Falcó, ex traficante de armas, cazador sin escrúpulos, asesino sin remordimientos, mercenario de sí mismo. La idea de escribir sobre espionaje me acompañaba desde hace mucho tiempo, casi desde el principio de mi vida como novelista; pero nunca encontraba el punto de arranque, la trama adecuada. Hace cinco años pude infiltrar algo de eso en unas páginas de El tango de la Guardia Vieja, y lo pasé muy bien haciéndolo. Y a partir de entonces empecé a plantearme una novela —una sola— dedicada al asunto. Pero el novelista propone, y el azar dispone. Disfruté tanto durante la escritura de Falcó que quise prolongar el placer y mantenerme algún tiempo más en su mundo. Por eso la novela de espías inicial se convirtió en serie. Acabo de terminar Eva, la segunda entrega, y me dispongo a empezar la tercera. No sé si habrá más. Depende de hasta qué punto el placer de contar estas historias sazone el tercer episodio.

Consciente, como dije, de la vulgaridad técnica —tómese la expresión como guiño y no como desdén— de las novelas de espionaje ambientadas en la actualidad, decidí que Falcó transcurriría en épocas y escenarios que no son habituales, aunque lo fueron, y mucho, en otro tiempo. Que en vez de lazos de parentesco con Fleming, Le Carré o Graham Greene, mi personaje los tuviera con los precursores de éstos; con los personajes creados al comienzo del género, en las primeras décadas del siglo XX. Me refiero a novelas que todo buen aficionado conoce de sobra, pero que han sido olvidadas por el gran público: El enigma de las arenas, de R. E. Childers; Ashenden o el agente secreto, de Somerset Maugham; Le poisson chinois, de Jean Bommart; Los 39 escalones, de John Buchan, o las formidables novelas —La máscara de Dimitrios, en especial— de la primera etapa del maestro de la literatura de espías moderna, Eric Ambler. Y lo que es más importante: esa época y personajes me situaban en un tiempo clásico y fascinante para el espionaje en el pasado siglo: los años treinta y cuarenta, donde las actividades de los agentes secretos tuvieron como telón de fondo la lucha clandestina en Europa entre totalitarismos de derecha e izquierda, la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial.

En ese contexto, mi agente secreto debía ser, inevitablemente, fruto de su tiempo. Participar de aquellas ideas y costumbres. Me introduje así en la parte más divertida de escribir una novela, o al menos para mí lo ha sido siempre, que es la de documentarla con el adecuado rigor. Crear personajes y arroparlos con el punto de vista exacto de su momento —nada más absurdo que dotar con una mirada actual a personajes de cien años atrás— y con los elementos externos adecuados. Contextualizarlos, en fin, dotándolos de un mundo creíble, confortable y propio. Y así nació el mundo de mi personaje. El mundo de Lorenzo Falcó.

No bastaba una detallada biografía —chico de buena familia y bala perdida en su juventud, traficante de armas antes de espía, mujeriego, simpático y cruel—, sino que ésta tenía que apoyarse en señales externas. Después de treinta años escribiendo novelas, varias de ellas históricas, soy consciente de peligros como la imprecisión y el anacronismo. Por eso, dotar a Lorenzo Falcó y su entorno de elementos adecuados y creíbles fue —lo seguirá siendo mientras escriba sobre él— un trabajo extremadamente minucioso, apoyado en fuentes documentales de todo tipo; desde la revisión sistemática de películas y noticiarios de los años treinta hasta textos e imágenes. Escribo cada una de estas novelas rodeado de libros subrayados, revistas de época, guías turísticas y comerciales, y cuadernos de notas.

De ese modo vestí, calcé e hice moverse a mi espía con los elementos y por los lugares necesarios. Su gusto por la ropa cara y su facilidad para adquirirla — cobra 4.000 pesetas al mes, más gastos, de los servicios de inteligencia franquistas— le permiten frecuentar los sastres londinenses de Savile Row, de los que en esos años treinta que corren, su habitual es Anderson & Sheppard; del mismo modo que compra sus corbatas en Charvet de París, sus camisas a medida en Burgos, calle de Cedaceros de Madrid, sus zapatos de cuero o ante en Scheer de Viena. Los sombreros, complemento obligado de aquel tiempo, suelen ser ligeros panamás Montecristi en verano, y en invierno clásicos de fieltro Stetson, Knapp-Felt o Borsalino.

En cuanto a los coches, Falcó no tiene vehículo propio. Por lo general los utiliza con chófer, aunque a veces tenga que ponerse al volante de alguno. Los avatares de su trabajo, sin embargo, lo llevan a relacionarse con distintos modelos de ese tiempo; hasta el momento lo hemos visto a bordo de un Peugeot 301, un Renault Cabriolet, un Citroën 7 Pato y un Bentley Speed Six, poniéndose al volante sólo en dos ocasiones. Lo que sí frecuenta, cosa natural en su trabajo azaroso y viajero, son establecimientos de diversa clase y condición, desde cabarets y pensiones baratas —La Obrera y La Puñalá en el Molinete de Cartagena, la Hamruch en Tánger— hasta establecimientos de lujo: el Sacher de Viena, el Adlon en Berlín, el Pera de Estambul, el María Cristina de San Sebastián, el Continental de Tánger o el Andalucía Palace —hoy Alfonso XIII— en Sevilla.

Falcó no es hombre a quien un restaurante haga perder la cabeza. Fuera de las necesidades impuestas por su trabajo —Or-Konpon de Madrid, Jardín Taksim de Estambul, La Tour d’Argent o Lapérouse de París— prefiere comer en sitios discretos como la Casa de la Viuda en Sevilla o el Martinho da Arcada de Lisboa. Es frugal. Y además, el consumo de analgésicos —sufre fuertes migrañas desde niño— le ha estropeado el estómago, así que apenas toma café y desayuna tostadas con aceite y un vaso de leche. En lo que a alcohol se refiere, conoce los riesgos de éste para su duro oficio, así que es más bebedor social que otra cosa; consume cócteles suaves —en las novelas escribo cocktail y smoking, como se hacía entonces— de los que su favorito es el hupa-hupa, nombre de un baile de moda en los años veinte, y especialidad del barman del Gran Hotel de Salamanca.

Lo de los analgésicos de Falcó, importantes en su vida, me llevó algún tiempo determinarlo. Mi idea original era la aspirina, a ser posible cafiaspirina; pero cuando empecé la primera novela no sabía si a finales de los años treinta ese medicamento estaba disponible en farmacias. Unos anuncios encontrados en revistas de la época me tranquilizaron al respecto. Así, el personaje lleva siempre en el bolsillo un tubo de cafiaspirinas —cristal con tapa de corcho, compré uno en un anticuario—, el último de cuyos comprimidos es una cápsula de cianuro, por si alguna vez cae en manos de enemigos que no tengan demasiada prisa en hacerlo morir.

Aspirinas aparte, en los bolsillos e indumentaria de Falcó suele figurar cuanto un hombre de su clase, condición y carácter solía llevar entonces. En este caso, los objetos habituales son un reloj de pulsera suizo Patek Philippe, una pluma estilográfica Sheaffer Balance de color verde jade, una billetera de piel de cocodrilo, un encendedor de plata Parker Beacon y una pitillera de carey con veinte cigarrillos Players sin filtro; pues Falcó, como todo el mundo entonces, fuma continuamente. En su mayor parte son objetos que yo poseía por razones familiares, excepto el encendedor, que mi amigo el periodista y escritor Antonio Lucas materializó regalándome un antiguo ejemplar adquirido en una subasta. Son objetos que también tengo cerca de mí cuando trabajo, pues su proximidad, su tacto, me ayudan a estar en la piel del personaje en momentos de necesidad. Como también me ayudan las armas, naturalmente.

A nadie le cabe duda, a estas alturas, de que Falcó es un individuo altamente peligroso. Su carácter amoral y su manera de considerar la vida como un hostil coto de caza, que incluye desde mujeres a enemigos, lo llevan a matar con eficacia y sin complejos. Hacerlo forma parte de su oficio y lo ayuda a mantenerse vivo. Una cita de Somerset Maugham lo refleja bien a modo de epígrafe en Eva, el segundo volumen de la serie: ¿Lleva usted algún arma más?… Mis manos. Pero sobre ellas nada pueden decir los funcionarios de aduanas. Sin embargo, en el caso de Falcó no son sólo sus manos. Hombre precavido, en la badana del sombrero suele llevar una hoja de afeitar Gillette; y para los momentos de acción seria reserva su arma favorita; una pistola Browning FN 1910, de calibre 9 milímetros, que su insolente sentido del humor le hace preferir a otras por tratarse de una pistola con solera: con ese mismo modelo de arma, apodada mataduques, fue asesinado en Sarajevo el archiduque Fernando, dando paso a la Gran Guerra.

A fin de familiarizarme con esa pistola y prestar el conocimiento a Falcó, conseguí a través de un coleccionista una de esas Browning, que tengo a la vista como pisapapeles mientras escribo: negra, siniestra y amenazadora, aun pasado el siglo de su fabricación. Y como a menudo las acciones de mi personaje se llevan a cabo de forma clandestina y sigilosa, decidí proveerla, también, de un silenciador para el arma: un supresor de sonido, artilugio que acababa de inventarse por esa época, al que atribuí la marca imaginaria Heissenfeldt, y que Falcó consigue al cambiárselo a un policía alemán por un paquete de cocaína en los lavabos del hotel Adlon, durante un curso de adiestramiento en tácticas policiales que hace con la Gestapo en Berlín, como complemento a otro curso de asesinato y terrorismo hecho con la Guardia de Hierro en Tirgo Mures, Rumania. Con lo que resulta obvio que Lorenzo Falcó, agente franquista actuando a menudo en zona republicana, torturador y asesino entre otras cosas, frecuenta a lo mejor de cada casa.

No es lector, desde luego. O apenas lo es. Consciente del exceso de policías, espías y detectives cultos de los últimos tiempos, decidí hacer de mi personaje un tipo normal, elegante y viajado para quien la lectura no es sino una forma de matar el rato en los viajes y esperas impuestos por su trabajo. Lee poco, casi siempre alguna novela comprada en estaciones de ferrocarril, por lo general de Blasco Ibáñez, o Somerset Maugham. Se maneja bien en español, inglés, francés y alemán, y es más frecuente verlo hojear revistas como Voilà, Blanco y Negro, Ilustração, Estampa, Crónica, e incluso publicaciones femeninas como Lecturas y Marie Claire; no por casualidad las mismas que yo consulto con frecuencia para buscarle contextos sociales adecuados. Lo que, desde luego, maneja habitualmente y con soltura son las guías Michelin de finales de los años treinta, imprescindibles para un viajero profesional de su tiempo, con detalles sobre restaurantes, hoteles, precios y otros datos interesantes; fuente de información valiosa, toda ella, tanto para Lorenzo Falcó como para su autor.

En cuanto al escenario de sus andanzas, la Europa de aquel tiempo, el ambiente de Lorenzo Falcó responde al turbulento territorio de finales de los años treinta: auge de fascismo, nazismo y comunismo, guerra en España y Segunda Guerra Mundial en el horizonte, movimientos obreros, mítines en tabernas abarrotadas de humo y sudor, luchas callejeras, fronteras inseguras, falsos pasaportes, piquetes de ejecución. Un escenario agitado y apasionante que narraron testigos y protagonistas como Koestler, Dos Passos, Chaves Nogales, Barea, Kessel, Morand, Ehrenburg o Serge; cuyos libros, subrayados y anotados sobre mi mesa de trabajo, resultan herramientas eficaces para trazar el paisaje de fondo, nunca excesivo ni minucioso —se trata de novelas de espías, al fin y al cabo— pero sí esclarecedor, que exige esta clase de historias.

Hay muchos otros aspectos, naturalmente. Las mujeres, por ejemplo, son parte fundamental en la vida y acciones del personaje, tanto en el campo de operaciones, bando propio o bando enemigo, como en sus complejas relaciones personales. Sonreía —comenta el narrador en el primer volumen— y cualquier mujer se habría prendado de esa sonrisa. Pero ocuparse de las mujeres en la vida de Falcó requeriría otro artículo aún de mayor extensión que éste. Así que lo razonable es remitir al lector interesado directamente a las novelas, pues todo está allí. Incluidas las claves que permiten comprender palabras como éstas: Formo parte de algo tan correcto e inevitable como los postulados de Euclides […] Así que no me tengas por una de esas burguesitas perdidas entre las filas obreras. Soy una agente soviética, y tus criminales jefes fascistas podrían pedirte cuentas.

Bienvenidos al mundo de Lorenzo Falcó.


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