Revista Pijao
Antonio Ortuño: “La literatura es un oficio de permanente frustración”
Antonio Ortuño: “La literatura es un oficio de permanente frustración”

Por Ana Mendoza

zendalibros.com

Antonio Ortuño tuvo desde niño “la vaga ambición” de convertirse  en escritor. Hijo de madre española y nieto de un maestro republicano que se fue a México tras la Guerra Civil, Ortuño empezó a copiar, cuando tenía seis o siete años, una preciosa edición del Quijote que había en su casa, pero llegó un momento en que aquello le pareció “cansino” y decidió “reescribirlo” en parte. Con el paso del tiempo, aquel admirador de Cervantes se dedicó de lleno a la escritura y publicó una docena de libros, el último de los cuales, La vaga ambición, acaba de llegar a las librerías tras haber ganado hace dos meses la V edición del Premio Ribera del Duero, dotado con 50.000 euros.

Ortuño (Zapopan, Jalisco, 1976) combina con sabiduría el humor, la ironía y la emoción en su nuevo libro, en el que reivindica “una visión bélica de la escritura”,  como si fuera un constante “guerrear contra mil enemigos y salir vivo”; baja al escritor del pedestal en el que otros lo suelen situar e introduce numerosos elementos autobiográficos, entre ellos  el duelo por la muerte de su madre, pero lo refleja con “la suficiente cabeza fría” como para no involucrarse demasiado y conseguir que “la pena no se comiera al texto”. “Yo no uso ni recomiendo tampoco la literatura como terapia”, afirma el escritor en una entrevista con Zenda, a la que llega casi exhausto después de varios días de promoción de su nuevo libro por diferentes provincias españolas.

La madre de Ortuño murió tras un período “bastante peculiar” en el que fallecieron también la hermana del escritor y sus dos amigos “más antiguos”, y los velaron a todos “en la misma casa funeraria”. “Era como una especie de pesadilla continua. Por eso tienen un sesgo autobiográfico estos relatos, aunque tampoco quise convertirlos en algo que sustituyera a la psicoterapia”, decía hace unos días el escritor mexicano cuando presentó La vaga ambición en la Feria del Libro de Madrid, acompañado por el editor Juan Casamayor y la novelista Almudena Grandes, presidenta del jurado que le otorgó el Premio Ribera del Duero.

“Es un libro conmovedor y lleno de ironía y humor. Es una brillante reivindicación de la literatura de todos los tiempos”, dijo Almudena Grandes, cuyo relato preferido, de entre los seis que componen el libro, es el protagonizado por Mijaíl Bulgákov y Walter Benjamin, dos de los escritores predilectos de Ortuño. “Ese es uno de los cuentos más perfectos y emocionantes que yo he leído en mi vida: todo lo relacionado con la escritura está en la soledad, en la vulnerabilidad y en la incertidumbre que rodea a esos dos hombres en la puerta de un teatro de Moscú, en 1926”, aseguró la novelista.

Y ese cuento, el preferido también de quien firma esta entrevista, es el único de los seis relatos del libro que no está protagonizado por Arturo Murray, un cuarentón que logra a duras penas sobrevivir como escritor y que padece con resignación las malas reseñas, las presentaciones a medio llenar y las entrevistas hechas a veces por profesionales que no saben ni con quién están hablando.

Ortuño se ha visto envuelto más de una vez en entrevistas un tanto surrealistas y, de hecho, poco antes de hablar con Zenda, acababa de pasar por una de ellas en una gran emisora de radio. En teoría, el escritor mexicano disponía de media hora para reflexionar sobre su nuevo libro, pero el locutor prefirió dedicar casi todo el tiempo del programa a “promover un festejo taurino”. Cuando le pasó el micrófono a Ortuño quedaban sólo ocho minutos “y el tipo -recuerda el autor mexicano- empezó a hablar sobre el ganador del Ribera del Duero, un premio de vinos buenísimos que tenemos en esta tierra”: “¿Te gusta el vino, Antonio? Y, bueno, eres mexicano, ¿eres de Guanajato, por ejemplo? -“No”, contestó Ortuño. “Se llama Guanajuato, número uno, y, número dos, está a cinco horas de donde yo vivo, la ciudad de Guadalajara, y no hay ninguna clase de relación entre Guadalajara y Guanajuato”.  -“Ah, bueno”, dijo el locutor, “Allí habrá muchos españoles”, añadió, intentando conectar de alguna manera con el entrevistado.  -“Sí, algunos”, respondió Ortuño. -“Pues qué bien, ¡viva el vino! Adiós, amigo”, dijo el locutor antes de dar por finalizada la entrevista y de dejar atónito a su interlocutor.

Cuando Ortuño se embarcó en La vaga ambición, su obra “más personal de lejos”, había publicado ya libros de relatos como El jardín japonés o La señora Rojo y también las novelas El buscador de cabezas, Recursos humanos (finalista del Premio Herralde de Novela 2007),  Ánima , La fila india o El rastro. La revista británica Granta lo eligió en 2010 como uno de los mejores escritores jóvenes en lengua española, y la revista GQ lo premió como “Escritor del año” en 2011.

En la sede de la editorial Páginas de Espuma, especializada en narrativa breve desde sus comienzos en 1999, Ortuño respondió las preguntas de Zenda sobre su premiado libro de relatos, en el que deja claro “el contraste entre la mediocridad y la mezquindad de la vida del escritor con los alcances inmensos de la escritura. El medio literario es infinitamente parodiable”, asegura.

– En La vaga ambición las dosis de humor, ironía y emoción están muy medidas y sometes al lector a un juego interesante, porque, con frecuencia, cree que el relato va a seguir un rumbo determinado y, de repente, da un giro brusco y en pocas líneas pasa de la carcajada abierta a la emoción más profunda. ¿Cómo se te ocurrió este conjunto de relatos aparentemente diferentes pero que están entrelazados?

– Un buen día, mientras esperaba a que mis dos hijas terminaran sus actividades extraescolares, tuve la punzada de la idea de escribir un libro de relatos celosamente distintos pero sutilmente entretejidos.  Por otra parte, llevaba tiempo queriendo escribir algo sobre el mundillo literario, una especie de sátira, pero no le había encontrado el tono.  De repente, se terminaron juntando los dos apetitos, el de la idea técnica de la escritura y, por otro lado, el poder escribir de estas temáticas relacionadas con la literatura.

A mí no me interesa la autoficción al uso, es decir, escribir sobre uno mismo y haciéndole tragar al lector todas las cosas que no son necesariamente relevantes para él, aunque algunos opinan lo contrario y son capaces de escribir cinco tomos de 1.500 páginas cada uno, hablando de su cotidianidad soporífera. Yo quería que lo que escribiera tuviera la vitalidad que da la experiencia y sobrepasara el simple registro de la sátira.

– ¿Hasta qué punto es autobiográfico este libro? El duelo por la muerte de tu madre protagoniza algunos de los fragmentos más emotivos.

Hay muchos elementos autobiográficos en este libro, pero están adulterados y falseados en cierta manera, porque obedecen a las claves de la ficción y, finalmente, las cosas le pasan a Arturo Murray, el personaje, pese a que haya escrito sobre asuntos que me afectaban personalmente, porque no es fácil escribir sobre el duelo jamás. Pero he procurado tener la suficiente cabeza fría para no involucrarme demasiado y que la pena se comiera al texto. Yo no uso ni recomiendo tampoco la literatura como terapia, aunque tampoco me parece mal si alguien encuentra una especie de catarsis escribiendo o leyendo. Pero no era lo que yo buscaba hacer. Yo quería contagiar a mis relatos toda esa vitalidad de la propia experiencia. No me gusta la autoficción porque me parece lánguida. No me gusta la metaliteratura porque me parece lánguida también: el escritor que sólo escribe sobre otros escritores pero, además, entendidos como entes casi inalcanzables, en pedestales pasados por un cedazo romántico así sea para decir que eran ángeles del abismo, pero que no parecen personas de carne y hueso.

– Mijaíl Bulgákov y Walter Benjamin figuran entre tus escritores predilectos.  El relato protagonizado por ambos, Provocación repugnante, es una pequeña joya literaria.

– En el caso de Bulgákov, me fascinó desde la primera vez que lo leí y se convirtió en una lectura fundamental y en un modelo estético, justamente porque siendo un satírico y teniendo esa facilidad para la ironía y una agudeza en la prosa y en la mirada tremenda, poseía también otros muchos registros. El maestro y Margarita me parece una obra maestra. Me fascina su teatro e incluso sus novelitas pequeñas. Y Benjamin es un placer adquirido. Yo comencé a leer textos suyos en la escuela, muy densos y fragmentarios, con los que apuntalaban clases y así es muy difícil amar a un escritor. Sobre la marcha me fui topando con ensayos sobre Benjamin hasta que en un viaje leí un ensayo biográfico sobre él, y en ese momento descubrí a un escritor apasionadísimo, que había tenido un registro literario muy amplio. Me fui corriendo a buscar los Diarios de Moscú, y en ellos cita haber ido a ver la obra de Bulgákov, que le desagrada profundamente y la describe como “una provocación repugnante”, de ahí el título de mi cuento… Era una situación que me fascinaba porque, además, no sabes el conflicto de encontrar a un autor del que estás enamorándote como lector y ver que detesta a otro escritor que para ti ha sido importante. En un momento dado cerré el libro y me dije: ‘No es posible, ustedes no pueden estar odiándose’. Y a lo mejor por eso el cuento tiene el cariz que tiene, un albur absolutamente imposible pero que la ficción lo permite.

– Presentas a ambos escritores como seres desvalidos y sumamente vulnerables.

– Exacto, porque así se siente también el narrador, que está en una especie de callejón sin salida, integrado a una máquina industrial de producir ficción que es muy exitosa y le resuelve las cuentas pero lo anula como escritor, que es justamente lo que él ha buscado a lo largo de toda su vida que no suceda, y que no lo habían logrado ni los incidentes horrorosos de su infancia ni los problemas conyugales, hasta que se ve prácticamente sin salida escribiendo pero dejando de ser él.

– Tu madre era española y vivió desde niña en México, pero parece que no  llegó a integrarse del todo en tu país. Fue ella la que te inculcó la pasión por la literatura

– Mi madre salió de España después de la guerra con su familia, cuando ella era niña. Mi abuelo, que había sido republicano, era maestro y en la España de la posguerra eso equivalía a tener problemas seguro. Mi abuela también había sido maestra. De todos modos tuvieron muchos problemas porque en México no pudieron ejercer. Los catedráticos, sí, pero el sindicato de maestros mexicanos no quería que llegaran un montón de maestros a dar clases y mi abuelo no pudo ejercer. Terminó de representante de un laboratorio médico.

Mi madre escribía poesía para sí misma. Alguna vez la invitaron a leer sus poemas y lo hacía muy bien porque ella había estudiado actuación y tenía una dicción maravillosa, pero en realidad nunca se pudo dedicar a la poesía. Se separó de mi padre y ella se quedó con los cuatro hijos, y sacarlos adelante hizo que la literatura se convirtiera en una quimera.

– De los relatos se deduce que la relación con tu  padre no era buena.

– El divorcio de mis padres fue muy difícil porque mi madre quedó económicamente desprotegida y se tuvo que dedicar a trabajar. Mi madre nunca se quiso nacionalizar y eso creó un problema legal fuerte porque no pudo reclamar la propiedad sobre la casa en la que vivíamos, ya que los extranjeros no podían tener propiedades según la legislación vigente en aquella época en México. Mi padre se quedó con la casa y la vendió y nos echaron a la calle. Fue una situación muy difícil. Mi madre era muy celosa de su identidad y no se le pasó por la cabeza nacionalizarse. Tampoco mis abuelos hicieron demasiados amigos. Los libros que leían eran de literatura española. Vivían como en una pequeña isla de la España de los años 30 injertada en México.

– En los relatos transmites pasión por la literatura y el oficio de escritor. Poco antes de morir, la madre de Murray le dice a su hijo que escribir era “la vaga ambición de guerrear contra mil enemigos y salir vivo” y le aconseja que “escribiera contra todos y a pesar de todos”. ¿Te planteas así la escritura, como una lucha constante?

– Sí lo veo de esa manera y tengo como una suerte de visión bélica de la escritura porque me parece que es antes que nada conflicto. No se escribe de la felicidad, cuando estás feliz no necesitas la escritura. Eso no quiere decir que tenga que haber un conflicto absoluto, pero el escritor antes que nada es alguien que no se puede sacar la escritura de la cabeza, y tiene el conflicto de para qué escribir. Uno se tiene que seguir preguntando eso. Incluso, cuando uno ya no está asustado de lo que hace ni preocupado por ello, la escritura se resiente. Uno busca llegar a ese punto, pero a mí en el fondo me da mucho miedo llegar. Por eso he intentado siempre escribir libros diferentes.

-En este libro has intentado desacralizar al escritor.

– Yo estoy convencido de que la literatura tiene unos alcances inmensos y el mundo es mejor para la gente que lee porque es más complejo, más sutil. Pero eso pasa entre el libro y el lector. A mí me ha dado la risa con frecuencia: durante años fui editor en un periódico pero siempre me gustó platicar con los escritores y escribir sobre ellos. He entrevistado a un montón de autores y, de hecho, llegué a pasar por la esquizofrenia de editar el suplemento de la Feria del Libro de Guadalajara de mi periódico, pero al mismo tiempo tener que someterme a una serie de entrevistas porque había quedado finalista del Premio Herralde. Entonces, tenía una agenda de entrevistas que eran las que yo debía hacer para el periódico y estaban también las que yo tenía que responder para otros medios. Y eso te ayuda a tomar bastante perspectiva.

Yo creo que la literatura es un oficio en el que uno está permanentemente frustrado, los textos nunca terminan de quedar como uno hubiera querido  porque las expectativas y las ideas en la cabeza tenían unos alcances infinitos, y por eso sigues corrigiendo. Es una cantidad mínima la de los escritores que pueden vivir bien de la escritura, otros logran colocarse como funcionarios culturales, como académicos, y otros más han tenido que hacer de todo para sostenerse. A mí me interesaba destacar ese contraste entre la mediocridad, la mezquindad de la vida del escritor con los alcances inmensos de la escritura. El medio literario es infinitamente parodiable.


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